Black dragon - 14
La misma madrugada que Claus y Lilia sellaron su acuerdo de destronar a Empirio, otra alianza se fortaleció. Naila se levantó y se vistió con un atuendo que halló en el baúl de su abuelo. Naitan guardaba recuerdos de Iri y Niels, entre ellos, un vestido rosa. Se tomó el trabajo de acortarlo, acción que alertó a los conejos. Intuían lo que haría a continuación, después de escucharla en la mañana, afirmar que sería la distracción para que el dragón negro se infiltrara en el castillo de Empirio.
—¿Por qué salimos? —preguntó Raito esperándola en la superficie.
—Te mostraré por qué este sitio está desolado. Estamos en temporada de caza para ellas —respondió apuntando hacia arriba, a las copas de los inmensos árboles—. Necesito la ayuda de tus llamas. Traza un camino para mí en zigzag —dijo moviendo la mano, dibujando con su dedo índice el recorrido en el aire.
—De acuerdo. Ten cuidado, el fuego consume rápidamente los árboles —advirtió, conservando ciertas dudas. Acto seguido aspiró aire, llenó sus pulmones y exhaló una increíble llamarada. Naila saltó a un tronco, guiándose por el calor del fuego para no tocarlo. Era ágil, Raito apenas pudo verla desplazarse entre árbol y árbol para alcanzar la cima.
—Es muy veloz —comentó impresionado. Nona, Lulú y Toto observaron con preocupación, cómo el carbón se desprendía agresivamente, dejando sin una estructura estable para su hermana.
De pronto, se oyeron chillidos y alaridos de distintos animales y criaturas. Fue allí, cuando visualizaron a los cuerpos caer. Eran ciervos, bueyes, mulas, incluso fetos de trolls. Todos estaban envueltos con finas, pero resistentes telas de arañas.
—¿Qué es eso? —preguntó el hombre, al esquivar una bola de mucosa que se había desprendido. Tras revisar con más detenimiento, notó que se trataba de un huevo, adentro crecía una araña. No esperó a que más aparecieran, lo pisó, como resultado, el huevo explotó repartiendo ácido. La piel en la pierna se desintegró.
—Maldición —se quejó divisando la herida—. Extraño mis escamas.
Naila arribó a su objetivo, en las copas de los árboles se escondían arañas del tamaño del ganado, suspendidas en un tejido de hilos. Eran oscuras, peludas, cazaban en la noche y acumulaban comida en épocas de apareamiento.
—Tengo que experimentar sensaciones que alimenten a Ela. —Se mentalizó para enfrentar a sus adversarias. Eran cuatro, dos en el sur, y dos en el norte. Todas avanzaron con velocidad, moviendo las largas patas de rama en rama. Eran seres animalescos, sin embargo, tenían rostros humanoides con ocho ojos rojos que aterraban a quienes las veían. Las arañas se coordinaron de tal manera, que parecían turnarse para atacarla. Naila las esquivó dando volteretas en el aire como una experta acróbata, mareándolas y haciendo que estas se chocaran en su intento por atraparla. A pesar de la ventaja que la invasora tuvo sobre estas, no tardaron en liberar hilos, los que consiguieron envolverle una pierna, frenándola en el acto. Naila colgó boca abajo, pero no se rindió, se balanceó hasta que las ataduras tocaron el fuego rojizo, creando un hilo conductor que lo envió hacia ellas.
Cubiertas en llamas, huyeron hacia los agujeros que construyeron en los troncos. Esto generó que un montón de crías salieran desesperadas, directo a donde se encontraba Naila. Ágilmente las eludió moviéndose a un lado, aferrándose a una rama que pendía de un hilo. Una de las madres arañas que ardía, saltó separando los quelíceros que sobresalían de sus pómulos, en su afán de arrancarle la carne. La mujer se hamacó, de adelante hacia atrás, para luego soltarse antes de que el monstruo la alcanzara. Giró y cayó sobre una gruesa rama, conservando un perfecto equilibrio. La araña se estrelló contra otro árbol y cayó, para que Raito pudiera abrirle el abdomen en un poderoso golpe.
El incendio se propagó. Más chillidos se reprodujeron hacia el sur, evidencia de que habitaban más artrópodos a lo largo de la frontera con el Bosque Encantado. Naila continuó batallando, usando sus puños y las llamas para exterminar la amenaza. Raito siguió la voz de su compañera, que lo guiaba a continuar acabando con las arañas que se desprendían de las alturas.
Amaneció, la lluvia se presentó para calmar la furia de las llamas rojas. Era cierto que estaban en una zona desolada, sin embargo el fuego agitó las bandadas de aves, y las cenizas se esparcieron con ayuda del viento, lo cual podría llamar la atención en los siguientes bosques poblados por campesinos. Era un problema, porque cuando estos suponían e inventaban historias para explicar extraños fenómenos, estas se propagaban como las enfermedades.
Naila tocó tierra firme, se la veía exhausta, sucia de tierra, carbón y cenizas. Raito, por otra parte, tenía una suciedad similar y la ropa casi deshecha.
—Fue… divertido —habló Raito dándole la espalda para regresar a la madriguera.
Naila se le quedó mirando, impactada.
—Aunque te resulte extraño, también fue divertido para mí. —Le siguió el paso, sonriendo.
—No me resulta extraño. Tú me pareces una mujer extraña —agregó sin mirar atrás. Escuchó un tono alegre en Naila, por lo cual supo que estaba sonriéndole.
Decidió imitarla.
La ejecución de Jarol se programó temprano en la mañana, la lluvia se encontraba muy lejos como para entorpecer el evento. La plaza principal era sede de ejecuciones, de esta forma, el pueblo podía presenciar la justicia del rey. Los padres de familia y sus hijos varones, eran los primeros en presentarse. Utilizaban estas instancias para hacerles ver a los jóvenes, lo que les ocurriría si cometían crímenes.
El capitán de la guardia real no tenía obligación de asistir, su trabajo era mantener el reino seguro y luchar las batallas que le fueran encomendadas, no obstante, aquella mañana dedicó parte de su atareada jornada para observar los últimos momentos del condenado a muerte. Desde una de las torres del castillo, vio al hombre subir los peldaños hacia la plataforma donde estaba instalada la guillotina, dispositivo usado para los crímenes menores. Ver morir a un ladrón era el pan de cada día, por más que Advaland era un reino próspero, la pobreza siempre existiría. Muchos niños huérfanos, vagabundos y campesinos, arruinados económicamente por los destrozos de las criaturas nocturnas en sus cosechas, se colaban en el mercado para robar. A diferencia de ellos, Jarol nunca necesitó tomar una fruta o pescado de allí, él robaba joyas del castillo, las enviaba a herreros para que crearan nuevas y las exportaba a otros poblados.
Jarol descubrió que su destino final no sería la guillotina, sino la hoja de una enorme hacha en manos de un verdugo. Entendió que su crimen era más grave de lo que creyó, ya que los verdugos proporcionaban una muerte más lenta que la filosa guillotina. Su verdugo tenía puesta una bolsa de arpillera en la cabeza con dos agujeros para poder visualizar lo que tenía delante. Algunos de estos trabajadores creaban sus propias máscaras con esmero, cociendo todo tipo de telas negras o violetas, para que la gente pudiera distinguirlos. El de turno, prefirió cubrirse con algo no llamativo. Jarol reconoció al carnicero que cortaba los animales para que pudiera cocinarlos en su taberna, por la cicatriz que le atravesaba el largo del brazo derecho. Pensó en la suma de dinero que ganaría después de matar a su mejor cliente. Qué ironía, pero no lo culpaba.
Se arrodilló, pidió como último deseo: que sus ojos no estuvieran vendados, argumentando que la vista del lejano castillo, era demasiado hermosa como para privarse de ella. Elías, en la lejanía, percibió la mirada de Jarol sobre su persona, a pesar de que no lograba diferenciarla con claridad. El verdugo levantó el hacha, y sin demoras la bajó hacia el cuello de Jarol. El primer hachazo no bastó, el condenado siguió con vida, ahogándose con su sangre. El pueblo observó horrorizado. El hacha no estaba afilada como debería estar. Elías apartó la mirada, como si viviera en carne propia el mismo la agonía de Jarol. De nuevo, el carnicero levantó el hacha, otra vez no bastó para cortarle la cabeza. Los gritos de la gente se propagaron, algunos recibieron la sangre del hombre en el rostro y en sus ropajes. El ejecutor se vio obligado a insistir, igual a cuando los huesos de los bueyes se lo ponían difícil en la carnicería, hasta que finalmente lo consiguió. La cabeza de Jarol rodó dibujando un camino rojo en el trayecto.
—¿Ese era el amigo de Diana? —preguntó Megara apareciendo detrás del capitán—. Se hizo justicia luego de tanto tiempo.
—Fuiste tú —la acusó—. El hacha… tú la cambiaste.
La reina se colocó a su derecha y respondió:
—No recibiría el mismo castigo que los demás. Me desagradan las personas que abusan de la confianza de sus líderes habiendo vivido bajo el mismo techo. Imagina la cantidad de veces que le robó a su preciada amiga.
—No merecía morir así.
—Claro que lo merecía. Principalmente por su otro crimen, el que solo tú y yo conocemos.
Lo último lo puso en alerta. Era imposible que estuviera al tanto de la situación de Naila, sin embargo, si algo aprendió en sus años con la reina, era el peligro que corría al esconderle secretos.
—Tu error, mi querido Elías, fue contarle a Empirio que asesinaste a un hombre conejo. Puedes engañarlo, pero no a mí. Compartir el lecho contigo me ha enseñado muchas cosas sobre ti. —Megara hizo una pausa para deleitarse, había puesto al dragón entre la espada y la pared—. Interrogué a los clientes del cantinero y al administrador del burdel. Por supuesto que lo hice empleando mis métodos. Una mujer de cabellos claros con un pañuelo en la cabeza estuvo deambulando por la zona. —Rió—. Me sorprende que hayas creído que no lo descubriría. Por favor, recuérdame su nombre, el de la zorra con quien te acostaste.
Elías reaccionó y sujetó a Megara del cuello, elevándola del suelo con facilidad.
—Has colmado mi paciencia, bruja —expresó entre dientes. Los colmillos se alargaron y los ojos se iluminaron. Ella nunca lo había visto así de enfurecido, olvidando su deber como protector de la realeza de Advaland. Movió las piernas, arañó la mano del dragón plateado, en esfuerzos por zafarse, pero Elías se fijó al cuello como un parásito con su huésped. Creció con el enemigo, protegiendo a una mujer que usurpó la posición de Diana, que develó el misterio de los conejos y participó de su esclavización y exterminio. Pasó noches bajo los efectos de potentes sustancias que despertaran su placer sexual hacia Megara. Por fin se sentía bien tocarla, ver su expresión, el sudor corriendo por su rostro sin que esté sobre él.
No pensó en nada más, solo en continuar apretando.
—¡Suéltala! —exclamó Empirio haciendo su aparición en el momento indicado para detenerlo. Elías aflojó la mano. Megara se desplomó tosiendo y sobándose el cuello.
—Arrodíllate —ordenó en tono severo.
El hombre permaneció de pie, desobedeciendo una orden directa. Estaba muy enfurecido como para pensar claramente en lo que acababa de hacer. Agredir a la reina ya de por sí era un delito, intentar estrangularla, agravaba su crimen.
—¡HE DICHO QUE TE ARRODILLES!
El grito de Empirio retumbó en el pasillo del castillo. El dragón respondió hincando la rodilla en el suelo.
Varios sirvientes y esclavos se asomaron para ver el espectáculo. Nunca habían sido testigos de un conflicto que involucrara al capitán de la guardia real, por lo que era toda una novedad.
—Deshonras a tu madre con tu comportamiento. No eres leal como Diana, desde pequeño eres traicionero. Sabía que nunca cambiarías —sentenció Empirio, poderoso. La decepción del rey no fue sorpresa para Elías, siempre se consideró un dragón pensante y sensible frente a las vidas de los demás, debilidades que no logró superar con el tiempo.
Calló, aguardó a que Empirio dictara su condena. No podía ejecutarlo, pero sí torturarlo, extraer sus partes para que reflexionara mientras se regeneraban en un frío calabozo.
—Te daré una última oportunidad de redimirte, de borrar esta grave equivocación. Piensa bien lo que dirás.
Megara se levantó detrás. El capitán brindó un espectáculo formidable, ahora restaba ver el acto final. ¿Reconocería haber sido desleal protegiendo a una coneja? ¿Le brindaría información de su paradero? La reina se formuló muchas preguntas en torno al asunto, sin embargo, ninguna involucró lo siguiente que oyó de la boca de Elías.
Anocheció en el bosque. Aquello era todo oscuridad, a no ser por la fogata que Raito encendió. El manzano que se erguía arriba de la madriguera, pese a las consecuencias del incendio, liberó la última fruta. Naila observó al gigante fallecido con pena, era la fuente de alimento para ella y sus hermanos, pero sobre todo, un sabio que conocía la historia de Naitan, la llegada del abuelo que huía del exterminio con una Fedrea que lo acompañó toda su vejez.
—Me pregunto cómo acabó vinculándose con una criatura así —susurró tocando el tronco resquebrajado—. Hay muchas cosas que no recuerdo de cuando era una niña.
La voz de la mujer atrajo a Nona, coneja que saltó a su hombro.
—Sé que has estado protegiéndome todo este tiempo, pero también has guardado secretos —le dijo acariciándole la cabecita con un dedo—. ¿Crees que no tengo la madurez para conocerlos?
—¿Ellos no son menores que tú? —Raito salió del profundo agujero, habiendo escuchado lo último.
—Son mayores. Eran adultos cuando Megara los convirtió, y yo apenas una niña —explicó, viendo al hombre sentarse a los pies del árbol. Lo acompañó recostándose en el césped a contemplar las pocas estrellas que asomaban de entre las ramas. Nona se bajó del hombro y se sentó a la derecha de Naila.
—¿Por qué debo esperar la luna llena? No me has respondido desde que lo mencionaste.
Naila concentró su vista en las tintineantes luces. Nona aguardó para oírla contarle sobre la maldición de los ojos rojos.
—En la primera noche de luna llena, los conejos nos volvemos seres destructivos. Matamos todo lo que se nos cruce por el camino. La mayoría pierde la cordura, pero yo… conmigo es diferente. Alguien ocupará mi lugar. Ella está decidida a ayudarte si la dejas hacer lo que quiera.
—¿Alguien ocupará tu lugar?
—Usará mi cuerpo por esa noche. Es algo que no puedo impedir. —Naila movió la cabeza a un costado, notó la confusión en Raito. Era natural que no lo comprendiera, pero no tenía otra forma de explicarlo. La intranquilizaba pensar que perdería el control, y que Ela se aliaría con el dragón negro, con tal de arrasar con Advaland. Por un instante, recordó la petición de Elías. Guiaría a la muerte al reino, arruinaría lo que su amigo protegió. Aunque planeaba desligarse del asunto perdiendo la capacidad de controlar su cuerpo, estaba haciendo todo lo posible por fortalecer a Ela y posicionarla en el sitio indicado.
—No es una buena idea. —La respuesta de Raito la desconcertó.
—¿Qué dices? ¿Por qué no sería una buena idea usarla para tu venganza? ¿No era eso lo que buscabas?
—Porque no serás tú.
El silencio reinó. A Nona le alivió entender la decisión de Raito, confiar en Ela era demasiado arriesgado. Además, si Naila habló sobre una maldición, era esperable que desconfiara y se mostrara precavido.
—Ella es más fuerte y veloz que yo. Podría trepar la muralla, desplazarse sin ser vista, hacerse paso entre los guerreros. Es la distracción perfecta.
—¿Y si no llegamos a un acuerdo? ¿Y si decide traicionarme entregándome al rey? ¿No has pensado en nada de eso?
—Claro que lo he pensado. El rey Empirio asesinó a mi pueblo, no existe motivo para que ella no busque venganza.
—Dejarla hacer lo que quiera. —Raito caminó hacia la fogata, se detuvo a una corta distancia, y continuó—: Es prueba suficiente para saber que no lo has pensado bien. ¿Cuántas noches nos quedan?
—Cuatro. —Naila abrazó sus piernas, cabizbaja. El hombre derrumbó su plan en segundos, señal de que, paulatinamente, recuperaba la noción de lo que significaba idear una estrategia segura, pensando en una que sí pudiera funcionar.
—Te esfuerzas tanto en serme útil, que olvidas lo más importante.
—Entonces dime qué es lo más importante.
—Encontrar a mis hermanos. No puedo correr el riesgo de confiar en una maldición, en seres que matan cualquier cosa que se le cruce por el camino. Si mis hermanos tampoco lograran transformarse como yo, serían un blanco fácil.
Las llamas se debilitaron, pero su calor se mantuvo intacto para combatir la fría noche. Nona empatizó con Raito, en cambio Naila acumuló dudas.
—Casi no hablas de tus hermanos. Por favor, ayúdame a entenderte mejor.
Raito calló, dándole a entender que no tenía intenciones de contarle sobre su familia.
—Te aconsejo que no te enamores de mí. No me interesan los juegos de niños.
La mujer abrió los ojos como platos, fue lo último que esperó oír de su boca. Seguir interesándose en él, seguir jugando un juego peligroso para mantenerlo a su lado, no era propio de ella. ¿Dónde había quedado la Naila que se escondía? ¿Dónde quedó la coneja que escuchaba a sus hermanos mayores? Estaba perdiendo la cabeza por su desesperación de no volver a quedarse sola.
Raito volteó, Naila visualizó su mirada brillante, igual a la de Elías, pero de color escarlata. Que fueran un dragón negro y otro plateado, no importaba, ambos eran bestias, eso era algo que no podría cambiar.
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