Black dragon - 16
Para contactarlos era necesario prometerles riquezas que no todos los reinos poseían. Empirio reunió información sobre los mercenarios más eficaces, enviando a un grupo de mediadores al continente de Storang, a las riesgosas tierras de dragones negros. De los cincuenta hombres, solo diez regresaron con vida. Las tormentas que azotaban el Mar de Bronce eran mortales y los habitantes de la ciudad principal de Akarum, no recibían a los invitados cordialmente. Hacía falta acordar una cita con el gran maestro, para asegurar un trato decente. Megara estudió las costumbres de los dragones negros, antes de autorizar la travesía, sin embargo, muchas de estas no estaban al conocimiento de los extranjeros. La mirada lasciva de un soldado a una dragona, bastó para que las llamas rojas lo sentenciaran a muerte. Los dragones negros cuidaban sus territorios, pero más que eso, a sus hembras. Uno de cada veinte nacimientos pertenecía al sexo femenino. Ellas eran la clave para evitar la extinción.
Los enviados del rey fueron prisioneros en Akarum, hasta que el gran maestro tomara la decisión de liberarlos. Presentar una carta real era como llevar un escudo poderoso, más aún si era escrita por el soberano a puño y letra, pero los dragones no pensaban de la misma forma. Era solo un pedazo de pergamino, el que no protegía las vidas de unos invasores, por más que en ella se detallaran sus motivos.
El gran maestro era el líder, el dragón más longevo del lugar. Un guerrero que había acumulado tantas batallas, que su forma humana se perdió con el tiempo. Además de ser el guerrero más respetado de su raza, esta criatura también era considerada la más sabia. Su experiencia, vivencias, eran transmitidas a las nuevas generaciones y registradas en escrituras que se archivaban en una enorme biblioteca, también hogar del erudito.
El enorme dragón los recibió, estaba sentado en un inmenso trono construido con huesos de sus antecesores. Ubicado a su derecha, se encontraba otro miembro de su raza, este con forma humana, un intérprete que se encargaba de comunicar las palabras del maestro. A pesar de estar cerca de zonas de volcanes, la biblioteca era un lugar gélido y oscuro, apenas iluminado con candelabros cuyas velas alumbraban con fuego rojizo.
Los mediadores expusieron sus intenciones, los constantes ataques de gigantes en las aldeas de humanos, eran un problema que se debía atender con urgencia. El gran maestro los escuchó, no del todo convencido en prestar a sus mercenarios. Advaland era un reino muy lejano, del que se divulgaba escasa información. Tenía entendido que los dragones plateados ofrecían sus servicios a los humanos, siempre y cuando vieran un futuro prometedor en sus clientes, lo que escapaba a las costumbres de su pueblo. No mantenían contacto con los plateados, y viceversa. Los negros preferían solicitar riquezas abundantes para sobrevivir en el entorno agresivo de los volcanes. Vivían pocos animales que satisficieran el apetito de un dragón, por lo que se veían obligados a comprar productos del exterior.
El líder llamó a un cuarteto de hermanos, que últimamente habían ganado fama entre los jóvenes. Raito era una especie de héroe para los pequeños, porque desde que era una cría, cazaba solo y combatía con enemigos que lo duplicaban en tamaño. Rakuzen era listo y dedicaba buena parte de su tiempo a aprender idiomas extranjeros para poder negociar. Los dos menores, Raneri y Rian Chu, comenzaban sus vidas como mercenarios cumpliendo con las exigencias de los mayores, lo cual era una buena señal.
Los cuatro respondieron al llamado, estaban dispuestos a emprender un nuevo viaje. La primera tarea que les fue encomendada, fue comprobar con sus propios ojos el tesoro que Empirio les prometió. Rakuzen conservaba una idea de la cantidad que el gran maestro aceptaría por iniciar una batalla con los gigantes. Si todo estaba en orden, trabajarían siguiendo las órdenes del rey, y solo lo desobedecerían si uno de ellos era perjudicado, sea por el motivo que sea. Tenían el permiso de atentar contra la vida de los humanos involucrados.
Los sobrevivientes viajaron en los dragones hasta las inmediaciones del Bosque Carmesí. El rey Empirio les sugirió no mostrarse a los pueblerinos por la conmoción que generaría la presencia de criaturas oscuras que nunca habían visto. En Advaland las personas conocían a los dragones plateados como Diana y Elías.
Al arribar, fueron guiados por los guardias al interior del castillo. Raneri se asombró con las dimensiones de la construcción, el lujo de las alfombras, cuadros, ventanales y armaduras que adornaban los pasillos. Rian Chu no pudo evitar comentar su sorpresa al avistar el patio de entrenamiento desde una de las ventanas del segundo piso. Los soldados blandían espadas impecables. Jamás vio espadas tan limpias y brillosas, las hojas parecían espejos en lugar de acero. Rakuzen le explicó que esas espadas no participaron de batallas y que posiblemente no hace mucho salieron de la herrería.
Luego del recorrido, arribaron a la sala del trono. Los esperaban Empirio y Megara. Raneri sonrió maravillada al ver las coronas, objetos que los dragones negros no utilizaban. La reina descubrió la tierna expresión de la joven, y sonrió en respuesta.
—Sean bienvenidos a mi reino —habló Empirio—. Por favor, siéntanse cómodos en su estadía. A partir de ahora no son mis trabajadores, son mis invitados.
Raito frunció el ceño, el exceso de cortesía le resultó molesto.
—Todavía no acordamos trabajar para ti.
Rakuzen liberó un largo suspiro, para después tomar la palabra, mostrarle a su cliente los buenos modales que su hermano mayor carecía.
—Gracias por confiar en nuestro servicio, su majestad. Lamento las muertes de sus hombres en el peligroso viaje.
—Mis hombres sabían a lo que se enfrentaban. Sus corazones nobles los guiaron hacia ustedes en busca de protección para sus familias.
—Sus muertes no serán en vano. Se cantarán canciones en su honor —añadió Megara.
—Tenemos orden de nuestro líder de comprobar el tesoro que nos ha ofrecido —dijo Rakuzen.
—Por supuesto.
Empirio miró a su izquierda e hizo un ademán con la mano. Los mercenarios no notaron la presencia de un guardia rubio, ya que la mayoría llevaba una vestimenta muy parecida como para diferenciarlos. Elías les acercó un cofre, se posicionó frente a los hermanos y lo abrió enseñándoles su contenido.
—Espero que la cantidad sea suficiente —deseó el rey.
—Lo es —afirmó Rakuzen.
—¿Cuándo partiremos? —preguntó Raito.
—En la mañana. Mi reina y yo queremos ofrecerles un banquete de bienvenida en la noche. Queremos que conozcan a los caballeros que viajarán con ustedes y disfruten de la comida. Tenemos excelentes cocineros, el menú constará básicamente de carne.
—¡Un banquete! —celebró Raneri. Raito, por lo contrario, no estuvo contento con el evento. Pensaba que los humanos serían un estorbo en su misión, y la amabilidad casi desesperada del rey seguía incomodándole.
—Estoy ansiosa por escuchar sus historias de batallas. Mientras tanto, sean libres de recorrer el castillo y el pueblo. De seguro encontrarán actividades para entretenerse.
—No vinimos a pasear —refunfuñó Raito, molesto con las reacciones de sus hermanos. Estaban encantados de pasar el día sin preocuparse por la misión, comer en abundancia en la noche y partir fuertes y descansados en la mañana.
—Vamos, hermano Raito. Con tantas misiones no hemos tenido tiempo para descansar —lo motivó Raneri.
El hombre no podía negarse cuando lo miraba con “ojos tiernos”, como decidió llamarlos Rian Chu. Le costaba admitir que era demasiado complaciente con su hermanita, ya que era la única. Los días de Raneri acompañándolos a las misiones estaban contados, pronto florecería y se volvería una reproductora que dedicaría sus días a parir dragones. Sería tratada como un tesoro, teniendo el mejor estilo de vida que su comunidad podía destinarle, pero estaría separada de su familia, los mercenarios.
Raito asintió con la cabeza, Raneri le dedicó una traviesa risa. La propuesta de recorrer el reino, explorar un sitio desconocido era atrayente. Megara fijó su vista en la primera víctima, la fragilidad de Raneri destacaba entre los cuatro, como para no aprovecharla en pos de su verdadero objetivo.
Transcurrió la tarde hasta que llegó la noche. El festín colmó el comedor con caballeros de clase alta, que se unieron a la lucha contra los gigantes. Disfrutaron de la velada, tranquilos, sabiendo que los dragones tomarían el protagonismo en la invasión. Las últimas batallas demandaron gastos importantes para los nobles socios de la corona. Una tropa de refuerzo disminuía los costos, y Empirio se encargaría de pagarles a los mercenarios, así que todos eran beneficiados.
Raito se mantuvo distante del resto, para él, un evento social era una distracción. Hizo acto de presencia siguiendo el consejo de Rakuzen, los humanos eran seres sociales, creyó que sería una buena estrategia aprender de ellos interactuando, viendo cómo se relacionaban. A pesar de sus esfuerzos por mantenerse atento, los humanos no le interesaban en lo más mínimo. Compartía su misma apariencia, pero no más que eso.
Se quedó en un balcón, contemplando la luna casi llena, cuando la hechicera apareció para hacerle compañía.
—Es hermosa, ¿no? La luna —dijo sosteniendo una copa de oro entre los largos dedos.
El dragón la miró de reojo, sin intenciones de continuar la charla. Estaba al tanto de que Megara tenía un título mucho más importante que las demás mujeres. Los soldados la obedecían sin importar las órdenes. Si Megara quería participar de la invasión, lo haría, si Megara quería ir al frente y guiarlos a las Montañas de Gigantes, lo haría. Nadie respondía con un “no”, ni siquiera el rey.
—Debo admitir que me siento un tanto inquieta compartiendo el mismo castillo que los dragones negros —manifestó depositando la copa sobre el mármol. Raito vio su reflejo en el reluciente dorado del oro. Advaland era un reino rico, de eso no había dudas, sin embargo, en las lejanías, se hallaban los barrios pobres, apartados de la opulencia que gozaban los nobles. Se cuestionó sobre la idiotez humana, por no tomar parte de las riquezas que tenían delante, para alimentar a sus hijos y sobrevivir.
—Somos mercenarios, no lastimamos a nuestros clientes —aseguró.
—Qué puedo decir. Ustedes poseen una fuerza extraordinaria… ¿Eres el mayor de los cuatro?
—Sí.
Megara dio un sorbo de su bebida, el invitado no quitó la vista de la luna.
—No deberían atacarlos —advirtió.
—Las ambiciones de Empirio suelen rebasar los límites, pero lo hace para proteger a su pueblo. Gigantes han asesinado a los campesinos que trabajan fuera del reino. Mientras sigan existiendo, no habrá paz para nosotros.
—Los gigantes son agresivos por naturaleza. Es lo que son, no pueden luchar contra ello.
—¿Justificas sus asesinatos?
—Creo que todo ser viviente debe saber cuál es su lugar.
Los cantos en el banquete se escuchaban desde el balcón, no obstante, para Megara y Raito solo hubo silencio. La reina terminó de beber, el dragón atisbó la sonrisa de la mujer alargarse.
—Lo afirmas porque eres un dragón negro. Si un hechicero te convirtiera en un humano, te arrebatara ese gran poder… nos entenderías. —Puso la mano encima del pectoral izquierdo del mercenario y siguió—: En este mundo solo sobreviven los fuertes. Nosotros luchamos por serlo, consiguiendo recursos y aliados, para lograr vivir nuestras vidas plenamente. Así es como lo hacemos, sacamos fortaleza de nuestros corazones, como si dentro de ellos ardieran intensas llamas, iguales a las tuyas.
Raito apartó la mano de Megara.
—Dudo que exista un hechicero capaz de arrebatarme algo.
—Dudo que exista un dragón capaz de sentir empatía por los débiles.
Dicho lo último, Megara regresó al banquete.
El viaje inició al amanecer. Los soldados seleccionados prepararon las catapultas y ballestas para apoyar a los dragones combatientes. Los pobladores del reino se reunieron a los costados de la calle principal, para ver a los héroes salir de las murallas con destino a Montañas de Gigantes. Transitaron por los caminos reales, Megara y sus mejores hombres iban adelante, los dragones negros y el capitán de la guardia real, al final del grupo.
—Los reyes y reinas no se exponen a los peligros de las batallas —comentó Rakuzen al hermano mayor—. No tuve oportunidad de dialogar con la reina para que me explicara sobre su presencia.
Raito recordó la breve conversación de la madrugada anterior, algo en esa mujer no terminaba de cerrar. La sonrisa, su tranquilidad al hablar pese a expresar temor a los de su raza, todo en ella era contradictorio. Aunque conservaba más preguntas que certezas, desistió en buscar explicaciones. Su tarea era asesinar a los gigantes y cobrar una generosa suma.
—No me interesan los motivos de la reina en venir. No nos pagaron por proteger a la realeza, concentrémonos en la misión.
Rakuzen escuchó su voz interna, la que le decía que continuara sospechando, hacerlo podía ser la diferencia entre la vida y la muerte. La raza humana era conocida por ser la más conflictiva de todas y la que menos protegía de los suyos. La pobreza era la principal prueba de su desinterés por las vidas. No tenían miedo de extinguirse como los dragones. Prosperaba a base de las desgracias de unos y las victorias de otros, dividiéndose en reinos, combatiendo entre sí.
—Te confías demasiado. —Tocó el hombro de Raito para detener su caminar. Rian Chu y Raneri percibieron el enojo en el rostro del mayor. Se avecinaba una discusión.
—Preocúpate en pulir tus habilidades, y esa inseguridad que tienes desaparecerá.
Las duras palabras de Raito pesaron en su hermano. Sabía que la distancia entre ellos era abismal. Raito era el orgullo de su clan, hijo de dos fracasados que supo hacerse lugar entre los fuertes para borrar las equivocaciones de sus padres. Mientras que él compensaba la falta de talento con su intelecto. Sin embargo, para los dragones negros, ser listo no se comparaba con el poder de las llamas.
Rakuzen le apretó el hombro, sin poder controlar su frustración.
—¡No se trata de ser débil o fuerte! ¡¿Por qué nunca quieres escucharme?!
La exclamación llamó la atención de varios caballeros, incluyendo a Elías.
—Tranquilos —intervino Raneri para separarlos.
—Yo solo puedo encargarme de cumplir la misión. Los traje porque el gran maestro me lo pidió, si fuera mi decisión los hubiera dejado entrenando en el pantano, donde deberían estar.
Raito siguió sin medir sus palabras, tal vez en su desesperado intento por aplacar las inseguridades de Rakuzen… o las propias.
Raneri agachó la cabeza, herida por la poca confianza que su hermano depositaba en sus habilidades. Por mucho que entrenara para mejorar, nunca era suficiente.
Avanzaron por los caminos, cruzaron el Bosque Carmesí, para luego alcanzar las primeras elevaciones de terreno. El aire comenzó a escasear, los soldados lo percibieron en sus piernas cansadas, en el trabajo que requirió en jalar de las cuerdas que amarraban las ballestas y catapultas ya equipadas. El sol se ocultó por el horizonte, despojándolos de iluminación. Fue allí cuando los dragones se transformaron y volaron para avistar la aldea enemiga. El color negro de sus escamas se camufló con el oscuro cielo, brindándoles el escondite perfecto para estas enormes criaturas. Rian Chu se encargó de dar el aviso, rugiendo poderosamente.
—Es la señal —descubrió Elías—. Despejen la zona de vegetación e instalen las catapultas.
Los soldados obedecieron y se desplazaron con rapidez, como lo habían practicado en el bosque.
Los dragones lanzaron sus llamas a los gigantes que estaban fuera de sus hogares. Sus pieles eran como corazas resistentes, difíciles de que ardieran. Raito insistió con un gigante adulto que se defendía con un mazo, en su intento por derribarlo. La llamarada fue desprendiéndole la piel, pero tardaría, así que optó por envolverle el brazo con su cola y morderle la cabeza para desorientarlo. Los colmillos de un dragón quebraban hasta el más resistente diamante, por lo que se ensartaron en el cráneo del gigante, hiriéndolo de gravedad. El dragón lo superaba en tamaño, aunque la diferencia no era mucha, si una horda acorralaba a los hermanos estarían en problemas. Pero Raito no necesitó ayuda, el sabor de la sangre en su boca despertaba a menudo su bestialidad interna. Terminó por separar la mitad de la cabeza de su adversario. Ese fue el líder, el primero en caer.
Raneri se ocupó de los pequeños, niños y madres jóvenes que huían de la destrucción. A simple vista, parecía ser una tarea fácil, encargarse de quienes no se defendían, pero para Raneri significaba el cargar con una cruz que no cargaban los demás. Les arrebató a los infantes a las mujeres, los elevó por los aires y los arrojó sobre el duro suelo y el fuego rojo. Los soldados no tardaron en iniciar una lluvia de rocas, contribuyendo con parte de la misión. Fueron muriendo, diez, después veinte, treinta, hasta cuarenta gigantes en minutos.
Megara observó el exterminio con una seriedad inusual. Estaba concentrada en su siguiente movimiento, el que no involucraba a los gigantes.
—Serás tú. El que decidirá el destino de los dragones negros, pero ten en cuenta una cosa. Ataca la arrogancia del hermano líder —se dirigió a Elías a su derecha.
—Sí, lo sé.
El último gigante falleció, no hubo bajas en el bando de Empirio, los caballeros cuidaron la distancia con los aldeanos, limitándose a lanzar rocas con las catapultas, creando una barrera que les cerraba las salidas. Por otra parte, los dragones no recibieron heridas significativas. Lo siguiente que hicieron, fue buscar recursos en la aldea que pudieran serles de utilidad. Mientras los humanos recorrían el lugar, los hermanos se adentraron al bosque para vestirse y descansar. Encendieron una fogata, el frío de la madrugada no era agradable para ellos.
—Tenemos una buena anécdota para contar cuando regresemos a casa —dijo Rian Chu, contento con el resultado.
—Los humanos son amables, nos han dado de comer y los gigantes fueron adversarios difíciles de derrotar —agregó Raneri.
Rakuzen y Raito permanecieron callados, sin intercambiar ni una sola mirada entre sí. La misión había terminado, lo único que restaba por hacer, era regresar a sus tierras, llevando un cofre repleto de monedas de oro.
El mercenario más experimentado se puso de pie y se separó del resto. Caminó por el bosque, buscando agua para lavarse. No tardó en encontrar un angosto arroyo bajar por la ladera de la montaña. Sumergió las manos, viendo el reflejo de la luna llena, era realmente hermosa, la luz blanca entre tanta oscuridad. Mientras se quitaba la suciedad de sus dedos, divisó movimiento en el agua. Inmediatamente se incorporó, pudiendo ver al individuo que lo generaba. Raito no supo explicar qué era, parecía un niño desnudo, pero su piel era de un material similar a la corteza de los árboles. Tenía los ojos verdes y brillosos, igual al resto del cuerpo y unas ramificaciones que reemplazaban el cabello. Los brazos eran largos, superando la medida de sus piernas. Los afirmaba en el suelo para poder avanzar por encima de las rocas.
—¡No te acerques! —advirtió.
El niño árbol quedó quieto, como si se tratara de un juego. Puso una sonrisa pícara cuando comenzó a perder el equilibrio. Luego cayó sobre el arroyo salpicando al dragón confundido. Las gotas desprendieron una poderosa luz al tocarlo, Raito retrocedió cegado por esta. Luego de eso, el ser se esfumó en el aire. Tras recuperar de nuevo la visión, distinguió un símbolo desconocido en un brazo que brilló un par de segundos para acabar desapareciendo por completo.
—No se disculpará por sus palabras. La honestidad del hermano Raito es devastadora.
Fue Raneri la que abordó el tema que los tenía preocupados.
—Es el más fuerte de los mercenarios. Dejémoslo ser arrogante —lo defendió Rian Chu.
—La arrogancia será su perdición. Es por eso que debemos protegerlo, es más vulnerable de lo que cree —afirmó Rakuzen, temiendo por el destino de su hermano—. Me resulta extraña la presencia de la reina. Volvamos e investiguemos.
Los tres regresaron a la aldea devastada, sin esperar que hallarían la traición a cambio de sus servicios.
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