Black dragon - 17
Era la primera noche de luna llena, Toto, Lulú y Nona, eran conscientes de lo que significaba. Naila durmió dentro del sótano que habían adaptado como una celda, hasta que la poderosa luna se alzó en el cielo. Los tres conejos se quedaron observándola, haciéndole compañía en el duro momento en el que su hermana le cediera su lugar, sin su consentimiento, a Ela. La luz blanca ingresó por los pequeños orificios en la madera de la puerta, viajó por el suelo pedregoso y acabó reflejándose en el rostro de la mujer. Abrió los ojos rojos, que primeramente parecían inofensivos. Los animales pudieron ver la transición entre los dos seres que compartían el mismo cuerpo, como un fenómeno único en su raza. Cada despertar de Ela se hacía más tardío, querían creer que su querida hermana estaría ganando la batalla. Los años recientes, presa en aquella prisión bajo la casa, sirvieron para arrebatarle la libertad, a la dueña de sus miedos.
Ela se erguió, el lugar no era cómodo para pasar la noche, lo sabía mejor que nadie. Silenciosa, dirigió la vista a la pared, llevaba la cuenta de los días que faltaban para volver a tomar el control. Ahora con filosas garras marcó nuevas líneas, generando un sonido molesto para la delicada audición de un conejo. Contó de nuevo los días pasados, acción que alertó a Nona, después, respiró el aire del ambiente, detectando un aroma inusual. Escucharla hablar hacía que el pelaje de los conejos se levantara, por el temor que los invadía. Tenía una voz diferente a la de Naila, más grave y sin un ápice de dulzura. Combinaba con sus movimientos lentos, cautelosos. A pesar de lo anterior, Toto, Nona y Lulú se inquietaron por el silencio. Ela solía conversar con ellos, persuadirlos de liberarla. Que no hubiera dicho ni una sola palabra, los aterraba.
—Es una bella noche —por fin habló—. La luna llena reina el cielo, puedo oír el viento mover las hojas de los árboles, y lo más importante… puedo olfatear ese particular aroma. —Ela se volteó, fijó la mirada en el conejo que conservaba un muy buen sentido del olfato, y siguió—: ¿También puedes sentirlo? El olor del fuego.
Toto tembló, a lo que la mujer se acercó a los barrotes.
—¿Conocen a las criaturas que lanzan fuego?… Vamos, no sean tímidos. Seguramente las conocen. Son dragones. Papá hablaba de ellos. Contó una vez que aplastó la cabeza de una cría en una cueva al norte. Intentó comerlo y se convirtió en una presa.
Lulú se hizo entender desmintiendo la historia. Al igual que Naila, interpretaba a la perfección las intervenciones de los conejos.
—Es cierto, yo no miento. Tengo los oídos de Naila. Papá era un excelente guerrero, dedicó su vida a servir como apoyo a los ejércitos. Luchó con ogros y liberó colonias de hadas esclavas. ¿Por qué no me creerían que asesinó a una cría de dragón? Los dragones no son gran cosa. —Sujetó un barrote y lo apretó—. Podría montar uno si me sacan de aquí. Imagínense tener un dragón como transporte. Volaríamos a nuestro verdadero hogar. ¿No quieren regresar a casa?
Lulú se mostró triste, extrañaba las frías tierras donde vivían en paz con la naturaleza, lejos de la interacción con los humanos. Eran buenos días, pero no regresarían.
—Campesinos cobardes —dijo apretando con intensidad el acero, doblándolo hacia un lado—. Les ofrezco la salida a todos sus problemas, y se rehúsan a cooperar. Me obligan a ponerme violenta.
Toto escapó de lo que se avecinaba. Lulú se quedó mirando a Ela apartar los barrotes como si estos fueran hierba alta. Nona tuvo que morderle una oreja para hacerla reaccionar. Ela no era una aliada, ni alguien en quien pudieran confiar.
Se liberó de la prisión y persiguió a los conejos. Los pequeños animales intentaron escabullirse entre los huecos de la casa, pero Ela conocía todos sus trucos, porque los ojos de Naila también eran los suyos.
—Vuelvan, hermanitos. Ustedes son los guías de Naila, hoy serán los míos.
Dio un espectacular salto y cayó delante de la puerta, sin darles oportunidad de escapar.
—Iremos a pasear. —Sonrió con malicia.
Rakuzen, Rian Chu y Raneri recorrieron la aldea de gigantes. Los caballeros que los acompañaron revisaron las chozas buscando objetos de valor, pero no hallaron alguno que les otorgara más riquezas de las que encontrarían en Advaland. Los gigantes no acumulaban oro, joyas ni tesoros, sobrevivían con lo que recolectaban en las montañas y construían sus hogares con barro, leña y paja.
El fuego rojo consumió los cadáveres desparramados, infectando el entorno con un hedor a carne quemada y excremento. Vieron a los hombres deambular de un lado para otro, maldiciendo, deseando alcohol y unas cuantas mujeres para calentarlos. La reina se había perdido entre tanto desastre, nada de eso combinaba con sus atuendos finos de hechicera. Raneri se separó de los otros, en busca de una ruta que la condujera a la verdad que Rakuzen demandaba. Anhelaba con todo su corazón serle de ayuda a sus hermanos mayores, para poder despedirse tranquila de ellos y vivir lo que quedara de su vida fértil en la ciudad de Akarum.
En un estrecho espacio entre dos chozas, visualizó dos sombras, una conservaba la silueta de una mujer, así que sospechó que sería Megara. Al principio estaban separadas, pero luego se unieron como una sola. Imaginó que estarían apareándose, los humanos lo hacían sin necesidad de procrear, pero cuando decidió distanciarse, escuchó una orden por parte de la reina.
—Ve por la dragona que nos está espiando.
Raneri distinguió unos ojos brillantes en la penumbra. El terror la forzó a movilizarse, Elías también lo hizo.
Raito caminó de regreso a la aldea siguiendo el rastro de sus hermanos. Avistó a Raneri correr en su dirección. Lo tomó por sorpresa que se desplazara a tal velocidad, ya que no veía a nadie persiguiéndola, hasta que Elías cayó desde las alturas en medio de los dos. El impresionante aterrizaje desconcertó a los dragones. El capitán le dedicó una mirada cruda a Raito, este último quedó perplejo. Paulatinamente empezaba a despertar del letargo que provocó el trabajar por una generosa recompensa sin cuestionar.
Raneri esquivó a Elías y corrió hacia su hermano mayor.
—Nos traicionaron, los humanos nos traicionaron.
Lo sujetó de la mano, para que ambos escaparan de las garras del dragón plateado. Elías inició el proceso de transformación, era distinto a la nube de vapor que emitían los negros, por lo cual no supieron que se trataba de su contraparte, solo presintieron que algo los mataría si se quedaban a averiguarlo.
Las llamas azules se expandieron por el bosque. Los caballeros se cubrieron con sus escudos, pero algunos no tuvieron la suerte de salvarse de la abrasadora llamarada. La orden de Megara era clara, asesinar sin importar lo que debiera sacrificar. Estar cerca de un combate que involucrara dragones era un peligro constante. Pocos en la tropa conocían la identidad del plateado para tomar las seguridades correspondientes.
Rakuzen y Rian Chu sintieron el estruendo y vieron el fuego azul elevarse como la bestia alada.
—No puede ser —temió Rakuzen.
—¡Son llamas azules! ¡Es un, es un…! —Se desesperó Rian Chu.
No alcanzaban las palabras para definir la magnitud de la terrible situación.
Eran cuatro contra uno, unirse sería la solución, pero Raito no pensaba así. Se sentía culpable de no percatarse sobre la presencia de un dragón plateado. Nacieron de un mismo ser, sin embargo el transcurso de los siglos los había alejado tanto, que ni siquiera sus instintos más primitivos pudieron alertarlo.
—¡Huye, me encargaré del enemigo! —ordenó Raito a Raneri. La chica estaba temblando de miedo. Veía fuego azul por todas partes, los árboles arder hasta las cenizas, el calor quemándole la piel, nunca un escenario que involucrara las llamas fue tan aterrador.
—¡Raneri! —Raito presionó sus brazos para ayudarla a reaccionar— ¡Vete, ahora!
El dragón plateado aterrizó, provocando que una avalancha de tierra se les viniera encima. Raito abrazó a su hermana poniendo su cuerpo como escudo. Varios árboles se desprendieron en el trayecto de la destrucción. Raito apenas pudo visualizar el entorno, una capa de tierra y cenizas los cubrió. Decidido a proteger a Raneri, la cargó en sus brazos para escapar juntos, sin tener la menor idea de hacia dónde se dirigía.
El rugido de la ayuda se escuchó. Rakuzen encontró a Elías gracias a la luz de la luna, reflejándose en las escamas claras, y lo embistió con el enorme tamaño de un dragón negro. Era más delgado que Raito, pero eso no interfirió estando frente al enemigo. La fuerza destructiva de Uros vivía en su primera rama de descendientes, antes de que Ignis usara la magia élfica para convertirlo en un dragón plateado.
Megara cabalgó con los sobrevivientes a la batalla. Se abrió paso entre la cortina de humo, conjurando un hechizo de viento, muy poderoso, que creó un camino seguro hacia su objetivo. Los soldados se encargaron de acarrear con sus caballos las dos ballestas, armas que cumplían un rol fundamental en la misión. A Empirio les gustaba llamarlas “mata dragones”, invirtió gran capital en construirlas, en forjar los arpones que pudieran atravesar las gruesas escamas, usando a Elías como su principal sujeto de pruebas. Con la potencialización de los hechizos de Megara, sería infalible.
Localizaron a Elías y Rakuzen, combatiendo en el cielo. La reina no tenía manera de distinguir cuál de los cuatro era, pero eso no importaba, los cuatro morirían. Ordenó a los caballeros que se detuvieran e instalaran las ballestas para apoyar al capitán. Si lograba mostrarles a los hombres del rey que podían asesinar a un dragón, nadie se atrevería a cuestionar al ejército y motivaría a los jóvenes a ofrecer sus vidas por la causa. Una de las herramientas con las que contaría Empirio, sería la lealtad inquebrantable de su pueblo.
—¡Accionen las ballestas! —gritó Megara. Los arpones viajaron a gran velocidad hacia Rakuzen. El dragón visualizó la punta del primero irradiando una potente luz violácea, sin ella, no hubiese podido esquivarlo en la oscuridad de la noche. Pero lo que Rakuzen no sabía, era que esa luz estaba acompañada de la magia de una habilidosa hechicera. El arpón regresó y se clavó en la parte posterior del ala derecha, mientras que el segundo lanzado, se incrustó en su pecho. Elías se encargó de terminar de ensartarlo, resquebrajando la coraza de escamas.
Rakuzen rugió, Elías le abrió la mandíbula, le destinaría una muerte rápida y enviaría un mensaje a los otros hermanos. Los dragones negros no son invencibles. Lanzó fuego en el interior de la boca, esto hizo que Rakuzen ardiera por dentro con llamas azules, incompatibles con las rojas que no pudieron protegerlo. Al acabar, su verdugo mordió el cuello y le arrancó un trozo, para luego dejarlo caer. Escupió la carne de Rakuzen, sabía como el demonio, pero dentro de ello, encontró la satisfacción de haber saboreado a una presa.
Uno menos, restaban tres.
Raito recostó a Raneri sobre los pies de un árbol.
—Prometo que regresaré con la cabeza de ese dragón plateado. Estaremos riéndonos de lo estúpido que fueron los humanos en la mañana, cuando regresemos a casa con todos sus tesoros.
Raneri deseaba confiar en las palabras de su héroe, en la sonrisa falsa, pero aquella madrugada Raito parecía más otro infante asustado como ella.
—No quiero que te vayas. Quédate conmigo —suplicó apoyando la mano sobre la del mercenario.
—No puedo quedarme.
—Por favor, tengo miedo.
Raneri liberó lágrimas. Raito siempre le decía que llorar era señal de debilidad, por eso muchas veces debía esconderse para hacerlo. Sintió vergüenza de mostrarse vulnerable, de que tuviera que pedirle que no se marchara a cumplir con su deber.
—¡No llores! ¡¿Cuántas veces te he dicho que no puedes llorar?! ¡Los dragones no lloran!
Las exclamaciones de Raito la hirieron. Habían sobrevivido a muchas situaciones como esa, donde ponían sus vidas en juego para llevarle riquezas al gran maestro. No obstante, para Raneri, esta era diferente, realmente creía que iban a morir.
Raito se levantó y le dio la espalda. Si hubiese escuchado al corazón de su hermanita gritarle a través de esas lágrimas, la historia hubiese sido diferente.
Se guió por los rugidos de Rian Chu, el siguiente en enfrentarse a los traidores. Alejándose lo suficiente para no afectar a Raneri con su transformación, cambió de forma y voló al escenario de combate. Pero por las fuerzas indomables del destino que obraron en contra de sus deseos, halló a Rakuzen desplomado en el suelo, al igual que Rian Chu con un enorme puñal de hielo incrustado en su pecho.
Las manos de Megara estaban al borde de la congelación. Usar esa magia hacía que los brazos se entumecieran y no pudiera moverlos como quería. Elías conocía las consecuencias, no podía conjurar otro hechizo sin la movilidad en sus miembros superiores, por eso permaneció cerca de ella al ver regresar a Raito.
La descontrolada furia del dragón mayor se manifestó en el fuego rojo que envió a los responsables de la muerte de Rakuzen y Rian Chu. Elías recogió a la reina y lo eludió, asombrado por su poder.
Raito le enseñó al capitán de la guardia real quién mandaba. La existencia del líder del grupo de mercenarios, era sinónimo de humillación para él. Mientras viviera, siempre habría alguien a quien no lograría vencer. Batalló con las bolas de fuego, la fuerza bruta y la impenetrabilidad de sus escamas. “Atacar la arrogancia del hermano líder.” Sí que lo había hecho, asesinando a los dragones machos, sin que pudiera hacer nada para salvarlos, pero faltaba la última pieza que completaría el tablero que visualizó Megara. No estaba la hembra. Raito decidió protegerla antes de enfrentarlo, seguramente la convenció de huir a salvo. Elías voló en dirección contraria, su contrincante lo siguió, entendiendo a dónde pretendía dirigirse.
“Atacar a la arrogancia del hermano líder”, de los presentes, nadie atacó más, que la propia Raneri. Apareció de entre las nubes, empecinada en derrotar a Elías. Le dio un zarpazo con sus afiladas garras, para el plateado fue fácil visualizar los movimientos y las intenciones de serle útil a su compañero. La agarró del cuello sin mucho esfuerzo, la superaba ampliamente en tamaño, ni siquiera sentía que estuviera estrangulándola. Estaban los tres en el cielo, lejos de tierra firme, era imposible que aquel extraño ser se mantuviera de pie sobre una nube, pero el niño árbol sí lo estaba. Raito lo vio por un instante, luego experimentó un intenso dolor en su corazón. Se tocó el pecho con sus bestiales manos de dragón, pero no le pareció que fueran estas las que lo tocaron, sino las suyas al adoptar la apariencia humana. ¿Cuándo cambió de forma? ¿Por qué notaba sus cabellos moverse con el viento, haciéndole cosquillas en el rostro?
Elías apretó y apretó, hasta que extrajo la vida de Raneri. Todo ocurrió a una velocidad abismal. Raito no supo qué sucedió exactamente, solo presenció el final de su hermanita, siendo desechada como basura.
«¿Por qué? ¿Por qué está pasando esto? ¿En qué me equivoqué?», se preguntó, atormentado.
El resto de la pesadilla se desarrolló en su mente, al mismo tiempo que el amanecer iluminó su cadáver decapitado. Fue divertido, pero toda historia llega a su fin. El niño árbol jugaba con los habitantes del mundo, quitaba unos, agregaba otros, rompiendo con la lógica que los suyos habían implantado desde el inicio de los tiempos. Era pequeño, inexperto, y amaba las historias de héroes que fracasaban y volvían a levantarse, y si incluía a un dragón, más aún. ¿A qué niño no le fascinan los dragones? Por eso mismo decidió que la historia de Raito no tendría ese trágico final. Se presentó después de que el rey Empirio, Megara, Elías y Naila abandonaran el bosque.
Toto percibió el aroma dulzón de las frutas, combinado con el perfume de las flores. Fue una larga noche, les costó perder a la yegua, que, bajo los efectos del hechizo de Megara, fue obligada a tratar de matarlos. Persiguieron el aroma encantador, el cual les mostró el final de su recorrido, y el de sus vidas como la conocían después de ser convertidos por la reina.
El cuerpo de Raito yacía inerte, la sangre se secó con el paso de las horas y la piel del fallecido se tornó pálida, casi grisácea. Era una escena espantosa de ver, pero los conejos encontraron valor donde antes albergaron miedo. Se acercaron a despedirlo, en ese momento descubrieron al dios de la naturaleza. El niño árbol los saludó con la mano. Se lo veía feliz, a pesar de que sus ojos blancos y su sonrisa tiesa no les diera la impresión de estar sintiendo felicidad. Se asemejaba más a un muñeco de madera, que a un ser viviente. Este recogió la cabeza de Raito y la ubicó sobre el cuello rebanado. Finos hilos verdosos de luz unieron las partes. Los conejos observaron maravillados la reconstrucción del cuerpo. Lulú se preguntó por qué esa entidad hacía lo que hacía, Raito no regresaría de la muerte, no conocía individuo capaz de burlarla.
El niño árbol murmuró una melodía mientras unía el brazo amputado del dragón, la melodía que muchas veces se oía en los bosques. Naila solía contarles que los espíritus cantaban historias que pocos podían interpretar, sin embargo, aquello no era un simple espíritu. Era un dios, y los dioses controlaban la muerte. Al finalizar, los miró con los ojos vacíos y la sonrisa de oreja a oreja. De las ramas, encima de la cabeza, florecieron flores blancas, adornando lo que antiguamente solo era un árbol desnudo. Nona se animó a avanzar. El dios puso la mano sobre las hierbas, debajo de Nona nació una flor, la que la envolvió con sus grandes pétalos rosados. Toto y Lulú se acercaron también, el ser realizó el mismo movimiento, ahora los tres estaban dentro de las flores, esperando a renacer de nuevo.
Los hilos en Raito desaparecieron. La pesadilla había sido verídica, igual que su descanso con la muerte. “Tú eres extraña”, recordó sus últimas palabras, la imagen de Naila queriendo alcanzar su mano, el frío que le helaba la piel, y su brazo siendo desprendido por los restos de Rian Chu en una espada, por las llamas rojas. Una mezcla de enojo y tristeza lo invadió. Abrió el ojo que conservó intacto, aunque el otro había quedado perdido entre la maleza, veía mucho mejor así, con uno solo. Era su recordatorio de una venganza frustrada.
Se incorporó, era de día. Observó el manzano carbonizado, el interior de la madriguera cubierto con tierra. Lo que llamó poderosamente su atención, fueron las tres plantas que nacieron en el lugar. Eran más grandes que las demás, y ocultaban un bulto. No quiso averiguar qué se estaba formando. Miró a su alrededor, no quedaban rastros del niño árbol. Estaba seguro que lo había visto cerca, tal vez estaba imaginándoselo. Investigó el espacio, se topó con las flechas elaboradas con Raneri, pero no con las espadas. Rememoró la disculpa de Naila, había pruebas de que fue perseguida desde la tumba de Naitan hasta la madriguera. Pensó que estaría muerta o presa del rey. Cualquiera que haya sido su destino, no existía otro culpable más que él.
Regresó al hogar del abuelo conejo, los pétalos de las flores rosadas se abrieron al mismo tiempo. Raito no se molestó en prepararse para un nuevo enfrentamiento, al ver las largas orejas de los seres nacientes.
—Son ellos.
Aquella fatídica madrugada de luna llena, Ela encontró al dragón caído, desnudo e indefenso en medio del bosque.
—No es lo que imaginé —comentó, decepcionada.
El trío de conejos vieron al moribundo humano, confundidos.
—Sea lo que sea. Ustedes se asegurarán de que Naila lo encuentre —les ordenó jalando la cuerda que los amarraba—. Apuesto a que será divertido conocer su historia.
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