Black dragon - 18
Tres días transcurrieron desde los últimos acontecimientos. Claus y Lilia se reunieron de nuevo. Desde la alianza que formaron para destronar a Empirio, utilizaron los establos del castillo como sede de encuentros para planear el asesinato. A pesar de que ella proviniera de una familia noble, no contaba con aliados de confianza a quienes pudiera acudir para que colaboraran. El rey era respetado, sin embargo, también temido por la protección del dragón plateado. Pero Claus era diferente, tenía un lazo con Megara, y Lilia lo mantenía muy presente. Era de los pocos que podía ingresar al espacio destinado a los experimentos de la hechicera, donde guardaba pociones y toda clase de venenos. Se rumoreaba por ahí, que se volvió inmune a estos por sus reiteradas prácticas y el amplio conocimiento que adquirió al estudiarlos.
—Es arriesgado que nos reunamos durante el día —dijo el caballero.
—Se te olvida que estamos comprometidos. Lo natural sería que nos encontremos durante el día, no en la noche. ¿Qué haremos si un sirviente nos viera juntos antes de la boda? Tengo que permanecer pura. —Lilia no conservaba ni un atisbo de preocupación. Consiguió que su padre le comprara a Empirio uno de sus sementales, quería montarlo en compañía de su futuro esposo—. Obtuve el permiso de mi familia para pasear contigo en el Bosque Real —siguió hablando, mientras ambos caminaban por el establo.
—El torneo se avecina. Los participantes concurren con frecuencia al Bosque Real para practicar. No podremos hablar a gusto —expresó Claus.
—Qué mejor oportunidad para observar las destrezas de mi flamante caballero —bromeó prendiéndose del brazo del hombre—. Después de capturar al legendario Megoz, todos quieren verte. —Lo observó, no del todo convencido y agregó—: Descuida, se aburrirán de presenciar tu talento. Tendremos un momento para conversar.
Claus no pudo negarse a los caprichos de la mujer. Como afirmó, a veces olvidaba que estaban comprometidos y no era únicamente una persona que compartía sus ansias de ver a Empirio muerto. Lilia no lo odiaba, pero el rey era el principal obstáculo. No podía casarse con él y asesinarlo en su noche de bodas, ni tampoco atentar contra la vida de una hechicera, así que el hermano pasional de la reina era la única opción viable.
—Estás acostumbrada a conseguir lo que deseas.
Caminaron al exterior, pasando por el patio principal hacia las enormes puertas del castillo.
—Lo estoy. ¿Es malo?
—Conseguir siempre lo que quieres te priva de conocer la otra cara de la realidad. Debes caer para aprender a levantarte.
—Tienes razón. Tal vez deba vivir en los suburbios de la ciudad para que los criminales me violen y conozca el sufrimiento de las mujeres.
Claus rió, como si eso fuera posible. Su familia, la casa Kodnoen, deambulaba solo por la calle principal y escoltados por soldados, algunos de estos reclutados por la guardia real. Nadie sería tan estúpido de ponerle una mano encima. Su cabeza volaría por los aires.
Los sirvientes les acercaron sus caballos. La pareja partió hacia el Bosque Real acaparando las miradas del pueblo. A Claus no le agradaba ser el centro de atención, a no ser que sea en el campo de batalla, pero a Lilia sí. El joven pensó que cumplía con una de las cualidades para ser reina, considerarse superior a los demás. Megara lo creía, pero desde su rol como hechicera, estando un peldaño más arriba que los humanos incapaces de manipular la magia.
Recorrieron el bosque, hallaron a varios nobles practicando arquería, otros combatiendo con espadas. Claus fue invitado a mostrar sus habilidades, un hombre bastante ancho y de armadura reluciente lo desafió a una contienda, de la que no logró salir victorioso.
Luego de las adulaciones al hermano de la reina, de los nobles ponderando la belleza de Lilia, se liberaron del grupo y atravesaron una buena parte del bosque hasta que arribaron a un sendero espeso.
—No es sitio para una dama —comentó Claus.
—No te preocupes, te cuidaré. —Lilia avanzó. Su prometido la siguió, malhumorado por la respuesta. No conocía ese tramo, ya que la vegetación entorpecía el paso.
—Existen muchas culturas que veneran a los dioses de la naturaleza. Construyen santuarios en lugares de difícil acceso, porque de este modo solo los más fieles, fuertes y valientes pueden llegar a ellos —contó la doncella—. Hace un tiempo, mi carruaje se descarriló, por alguna extraña razón los caballos se espantaron. Dio un vuelco, mi sirviente y yo terminamos aquí desfallecidos entre las espinas. Desafortunadamente, él falleció a causa del impacto, en cambio yo, estando herida, vagué por aquí un día entero en busca de ayuda.
Lilia lo guió por el sendero, este se tornaba más y más estrecho.
—¿Me dirás que encontraste un santuario?
—Es una cueva. Mira. —Señaló adelante. A simple vista parecía una cueva como cualquier otra, llena de lodo, rocas y con un hedor a cadáveres de animales en descomposición.
Desmontaron y se introdujeron en la cueva. Dentro de ella no reinaba la oscuridad como era lo esperado, sino que pequeñas luces entre las rocas ofrecían una iluminación aceptable para poder visualizar el entorno.
—¿Son cristales? —preguntó Claus.
—Sí, están dispersos por toda la cueva. Pero que no te engañen, al sacarlas pierden su encanto y se convierten en rocas. No sirven como tesoros.
Se detuvieron en el corazón del lugar. Lilia observó la curiosidad en el rostro de su acompañante, al investigar la cantidad de cristales de mayor tamaño que se amontonaban, creando una forma similar a la de un árbol.
—Impresionante, ¿no? Me refugié aquí. En la noche los dioses me hablaron. Me dijeron que mis ambiciones no eran locuras, que serían mi motivación para cambiar el destino de Advaland.
Claus diferenció unas inscripciones sobre el duro material. No había visto una escritura como esa, seguía una dirección vertical, no horizontal como la utilizada por los humanos.
La doncella lo tomó de la mano y la posicionó sobre el cristal verdoso.
—¿Sientes algo diferente?
—… Nada.
—Lo supuse. No tienes ambiciones, solo lujuria. Nunca los escucharás.
Claus retiró la mano, separándose de la de Lilia con brusquedad. ¿Acaso algo relacionado con ese asunto los ayudaría a acabar con la vida de Empirio? Si no lo hacía no tenían por qué perder el tiempo.
—Estas inscripciones. ¿Sabes lo que significan? Los dioses no escriben, no necesitan hacerlo porque lo hacen los mortales. No tienes ni la menor idea de a quién le rezas, tampoco con quiénes compartes tu nueva fe.
—Es irrelevante. Ellos me hablaron directamente.
—Te diré lo que es irrelevante, ¡toda esta porquería lo es!
Claus caminó de regreso. Lilia lo persiguió tratando de convencerlo de que se quedara, pero tres hombres les cerraron las salidas. Eran nobles que vieron los caballos afuera de la cueva y oyeron voces que provenían del interior. La joven los identificó, eran caballeros de alta cuna como ella, primos por parte de su madre.
—¿Qué hacen aquí solos? —preguntó el más alto del trío.
Claus descifró las sospechas en sus miradas. Si le contaban al rey sobre su hallazgo, se generaría un escándalo.
—Nos perdimos —explicó Lilia.
—Alguien como Claus no se perdería en un lugar así. Nos ha guiado en peores circunstancias —agregó otro de los sujetos.
—¿Qué hay de ustedes? ¿Por qué circulan por esta zona? No veo que traigan sus espadas para el campo de entrenamiento.
Los sujetos callaron. Aquel bosque estaba reservado para la clase alta, por ende, solo un exclusivo grupo lo frecuentaba. Claus estaba al tanto de que los hombres pecaminosos lo usaban para escapar de sus prometidas y esposas, y disfrutar de la práctica de las artes del amor entre sí.
—Guardaremos silencio si ustedes también lo hacen —propuso el más apartado.
El hermano de la reina frunció el ceño, no estaba obligado a hacerlo, cuando él y Lilia no acudieron a la cueva con las mismas intenciones. Desenvainó su espada, sus compañeros temieron por sus vidas.
—Espera. Esto es una tontería, somos jóvenes, tenemos nuestras necesidades.
—¿Qué crees que haces? Apenas los conozco, pero son parte de mi familia —murmuró Lilia, comenzando a preocuparse.
—Nunca me agradaron los nobles. Son blandos en el campo de batalla, y no saben dar placer.
Claus se movilizó con la destreza de la que su futura esposa alardeó. Perforó el corazón del primero, retiró la espada y decapitó al segundo. Al alcanzar al tercero, el desdichado se defecó encima antes de que la cuchilla le abriera la mandíbula en dos, dibujándole una larga sonrisa. Lilia observó con horror el derramamiento de sangre.
El único de pie guardó su espada y miró atrás.
—Me gustaría proporcionarle una muerte como cualquiera de estas a mi cuñado. ¿Estás de acuerdo?
Lilia negó con la cabeza. Presenció ejecuciones, sin embargo, ver un asesinato de frente era un asunto distinto.
—¿Prefieres que invada el sótano de Megara para conseguir veneno?
Ella asintió, sin despegar la vista de los muertos.
El asesino acortó la distancia entre los dos. Le rodeó la cadera con su brazo derecho y continuó.
—Te ves hermosa con la boca cerrada.
El respiro de su prometido sobre sus labios la hizo erizar. Tenía sangre en un par de mechones del cabello violáceo que le rozaba su lado izquierdo, sangre que compartía con los fallecidos.
—Cuando nos conocimos creí que eras especial, que tu posición, nuestra relación dispar de poder, me impediría hacer cosas como estas, pero… veo que solo eres una loca con aires de grandeza. Rézale a esas rocas brillosas apiladas como mierda, escucha esas voces que te dicen lo que quieres oír. Viviré en la realidad, haciendo lo que quiera para mantener la lujuria que mencionaste.
Acto seguido, la empujó al lodo y se le tiró encima. Lilia se ensució la cara, adquiriendo el olor nauseabundo de la cueva.
—Lamento desilusionarte, no serás violada por un criminal como yo. Al final conseguirás lo que deseas como siempre —susurró, para luego apartarse.
En la noche, Claus bajó por las escaleras, que parecían interminables, hacia el laboratorio de Megara. Era la hora de la cena, por lo cual la pareja real, los ancianos del consejo, Elías y los principales guardias, no circulaban por los pasillos. Abrió la puerta, lo primero que vio fue a una prisionera, posiblemente, una que Megara apartó para torturarla, o para que cumpliera la función de un sujeto de prueba. Tenía la piel clara y lisa, largos rizos rubios, casi albinos, enredados y sucios con sangre seca. Un pañuelo gris le cubría la cabeza y otro más fino tapaba sus ojos. Estaba vestida con lo que quedaba de un vestido rosa con múltiples cortes y mordeduras de ratas. Tuvo curiosidad en ver lo que escondía, con lo poco que notaba podía concluir que sería una mujer hermosa, pero no quiso entrometerse en los asuntos de su hermana.
Revisó las estanterías, había muchos frascos de todo tipo, con sustancias que desconocía, otras no tanto. Naila movió las orejas atadas en reacción a un sonido que solo ella captó. Reconoció el paso de la única pierna, el bastón afirmándose en el suelo. Se trataba del hombre que había estado los últimos días extrayendo las escamas plateadas que se formaban al intentar lastimarla. Decidió no alertar al intruso. Megoz ingresó a la habitación topándose con Claus indagando los venenos.
—El caballero esclavo —dijo. Claus quitó la espada de la funda y volteó alterado por la presencia de un tercero.
Megoz se tomó unos instantes para analizar la situación. Su antiguo captor sostenía un pequeño frasco en la mano que no empuñaba su espada.
—¿Viniste a buscar un veneno para el rey? —descubrió.
El joven no pudo negarlo. Engañar a un mago como él era impensado.
—¿Me acusarás con mi cuñado?
—No me interesa lo que le hagas al rey. Eso no frenará a la reina esclava.
Claus concordó con lo dicho por Megoz. Si Empirio moría, Megara no se rendiría, continuaría investigando y practicando las artes oscuras, haciéndose cada vez más y más poderosa. No creía que verdaderamente lo amara para buscar a su asesino y cobrar venganza.
—¿Me dejarás salir? Aunque no te interese la muerte del rey, tienes información para extorsionarme. Después de todo, fui yo quien te venció.
—Quise que lo hicieras. No puedo invadir un castillo sin llamar la atención. Ser un prisionero me brinda más beneficios. Mi libertad desata el caos para los mortales.
La revelación de Megoz apuñaló su orgullo como guerrero. En el fondo lo intuía, pero oírlo de esa forma no fue menos doloroso.
—¿Qué pretendes?
El mago caminó con dificultad hacia los estantes, apartó dos frascos y extrajo un objeto largo que estaba envuelto.
—El veneno es el arma de los cobardes —expresó desenvolviendo la tela, enseñando qué guardaba—. Y tu veneno, Claus Liapsis. No eres alguien que se conformará con envenenar a Virtanen. Desearás seguir asesinando. Crearás una cadena de muertes, una detrás de otra, hasta que tu capitán te vea lo suficientemente desquiciado, como para decidir ponerle fin a tu vida. Elías te recordará que eres un simple humano, que lo único que haces es caer y levantarte, mientras el dragón plateado se eleva en el cielo, todopoderoso.
Claus se imaginó ese futuro, le hirvió la sangre. La diferencia entre él y Elías era abismal. Fue bendecido al nacer como dragón con un poder que nunca tendría por ser humano, tuvo la fortuna de compartir su lecho con Megara, de ganarse su obsesión. Pensar en vivir sin lograr superarlo, era insoportable.
—Preguntaste qué pretendo. —Megoz le acercó el objeto misterioso, era un tubo con una sustancia que brillaba con la débil iluminación del ambiente—. Conviértete en la primera persona que desafíe la naturaleza de los dragones.
Traicionó a Naila, a la amistad que alguna vez tuvieron. Después de ser apresada, no volvió a verla. Elías recordó, tras beber la décima copa de la noche, la humillación pública de Naila al pisar la ciudad. Le colocaron una bolsa negra en la cabeza, rodeándole el cuello con una cuerda que jalaba Megara para obligarla a caminar descalza. La soberana despertó a los habitantes con sus exclamaciones, anunciando la captura de una asesina. La gente le lanzó piedras, tomates, incluso desechos fecales. Tropezó sobre la calle empedrada, cayó sobre las ratas muertas que arrojaban los niños, se hirió con los trozos de botellas de vidrio que los comerciantes dejaban, para apostar cuánto tiempo tardaría en rendirse al dolor.
Elías se refugió en el burdel para escapar de la vergüenza que sentía al compartir el mismo hogar que Naila, al igual que en su niñez. Se acurrucó junto a la ventana, envuelto en sábanas. Dos prostitutas lo acompañaron, ambas de cabello tan claro como el de Naila, pero se durmieron al acabar el acto sexual. Había cumplido con su deber, borrado su error de agredir a Megara, pero nada de eso le trajo paz, al contrario, ahora combatía con el remordimiento, su castigo por la traición.
Oyó tres golpes en la puerta, los que el dueño del establecimiento le dijo que daría cuando encontrara lo que le solicitó. Elías lo recibió y regresó a su posición anterior.
—Me tomó un par de días, pero lo conseguí —dijo, en voz casi inaudible, cuidando de que sus empleadas no despertaran.
Elías apenas movió los globos oculares para ver el pergamino sobre las manos huesudas del anciano.
—Son los planos del castillo. Absolutamente todas las habitaciones, pasadizos secretos, túneles que conectan con otros sitios, todo está aquí. Sepa entender, capitán, que mi vida corre peligro por…
—Te daré mi parte del tesoro de los dragones plateados por tu servicio y tu silencio —lo interrumpió, estirando el brazo para recibir el pergamino.
El hombre abrió los ojos como platos. La recompensa era demasiado generosa. Todo dragón plateado nacía con una parte de un gran tesoro, suma que podía gastar como quisiera.
—No tiene que dármelo. Soy viejo, mi vida no vale tanto —manifestó, inseguro de pronunciar esas palabras. Intentaba ser modesto, pero su expresión de felicidad absoluta lo delataba. Quería esa fortuna a toda costa.
El dragón dejó los planos sobre una mesa y se sirvió una copa más.
—La vida no debería tener un precio en oro. —Le acercó la copa al dueño del burdel y siguió—: No comprendo por qué los humanos se manejan así.
—Le agradezco, capitán… no sabe cuánto. He trabajado duro para mantener este lugar…
—Estoy ofreciéndote un trago. Bebe —ordenó, serio.
El hombre lo hizo sin protestar, ni molestarse por las interrupciones y la falta de interés de su cliente en su historia. Vació la copa, el vino era dulce, el más costoso del mercado. Él lo había escogido para sus clientes, exigente con otorgarles lo mejor. Beber del mismo néctar que la nobleza, era como sentirse uno más del grupo. Los ojos se le llenaron de lágrimas… luego de sangre. La tráquea se inflamó tanto, la piel se estiró tanto, que parecía un globo que estallaría pronto. El anciano se tiró al suelo, no tuvo tiempo de asimilar lo que bebió, se trataba de un potente veneno, del cual los dragones no conocían sus efectos.
Elías se descubrió y tapó el cadáver con las sábanas.
—Lo siento. No confío en nadie.
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