Black dragon - 2
Personajes
Dos días antes de los últimos acontecimientos, la caravana real se dirigió a su siguiente conquista. Los territorios de los gigantes en zonas altas de montañas, ricos en minerales, eran su objetivo más anhelado. El rey Empirio se caracterizaba por desafiar a criaturas peligrosas como estas, capaces de atacar su reino y destruirlo fácilmente, sin embargo, tenía confianza en sus planes, y en haber contratado a cuatro hermanos dragones negros para ayudarlo en tal hazaña.
La reina Megara lideró el viaje, cabalgando en su yegua blanca, la más veloz de todo Advaland, gracias al arduo entrenamiento que proporcionaban los jinetes de la realeza. Le seguía un grupo importante de soldados acarreando catapultas y ballestas enormes, lo cual intrigó a la menor de los dragones negros, Raneri.
—¿Por qué los humanos traen armas para luchar? ¿Con nosotros no basta? —preguntó mirando a uno de sus hermanos mayores, Rakuzen, quien solía investigar otras culturas para las misiones que les encomendaban. Mientras los demás se concentraban en mejorar sus habilidades en combate, él lo hacía en alimentar sus conocimientos. Una pequeña parte de la población de estos dragones se encargaba de aprender idiomas e historia, por este motivo poseían una enorme biblioteca en la ciudad principal de Akarum, comentada por los investigadores extranjeros como la más grande del continente Storang.
—Son soldados, es lógico que luchen para cumplir con los propósitos de su rey —respondió, sin lograr aclarar las dudas.
—No los entiendo —dijo Raneri colocando los brazos detrás de la nuca—. Como sea, su líder ya nos pagó por esta misión.
—Será emocionante enfrentarnos a los gigantes —agregó Rian Chu, el tercer hermano mayor para Raneri, y el más cercano a ella. Eran inseparables, entrenaban para mantener su forma dragonaria como los demás; tanto Raito como Rakuzen, contaban con años de experiencia, que para los dragones negros, era extremadamente valioso.
Raneri borró su sonrisa y miró atrás, al final del grupo se encontraba Elías. Según había escuchado era el capitán de la guardia real de Empirio. No comprendía por qué, a diferencia de sus subordinados, no contaba con una armadura que lo protegiera. Acudió nuevamente a la sabiduría de Rakuzen.
—¿Por qué ese sujeto no viste armadura?
Ya agotado de las preguntas, y del largo camino que emprendieron, Rakuzen suspiró y se limitó a suponer que la fuerza del capitán le permitía afrontar a sus enemigos sin necesidad de protección. Leyó que varios guerreros humanos se lanzaban a las batallas apenas con una espada o una lanza, abatiendo a criaturas que duplicaban su tamaño. Eran historias de héroes antiguos, que se propagaron primero en baladas y luego en escrituras.
Raneri no pudo evitar burlarse, con el simple hecho de imaginar a un humano enfrentándose valerosamente a un gigante, era absurdo.
—Un solo golpe de un gigante lo volaría por los aires.
En ese preciso momento, Raito pisó firme, provocando un temblor en el suelo que obligó a sus hermanos a desequilibrarse y caer. Al mismo tiempo, el caballo de Elías enloqueció.
—Guarden silencio. Estamos en medio de una misión —ordenó Raito, poniendo a los hermanos en su lugar. Él era el que respondía por el grupo de dragones, trataba con los reyes y recibía la paga en nombre de todos. Siendo el mayor de su familia, debía poner los límites para no ser la burla de los demás. Los dragones negros tenían prohibido juzgar a sus clientes, preguntar de más o cuestionarlos.
—Odio que hagas eso —se quejó Raneri, aún en el suelo.
—Avancen, dragones. Debemos arribar antes del anochecer, será noche de luna llena —notificó Elías detrás.
Raito volvió a verlo, tanto él como el capitán intercambiaron miradas. La observación de Raneri no pasó desapercibida, a pesar de las leyendas de humanos formidables en combate, Elías no demostraba tener un gran físico, ni una gran destreza para enfrentarse a una de las razas más peligrosas y destructivas.
La imagen de los ojos azules de Elías, que parecían brillar con luz propia, pese a los rayos del sol, permaneció en su mente hasta que despertó. Raito experimentó una intensa jaqueca, jamás había sentido algo así. Su cuerpo estaba débil, a tal punto que apenas podía mantenerse despierto. Se incorporó en la cama, las imágenes a su alrededor se movían en un movimiento de rotación constante. Logró diferenciar la luz tenue de unas velas, las paredes de piedra y barro, y un gran arco que dividía lo que, a su entender, era una habitación de la cocina.
—¿Dónde estoy? —preguntó confundido.
De repente escuchó un estruendo proveniente de la cocina, posteriormente visualizó una olla con tizne rodar debajo de la cama.
—¡No puede ser! ¡La comida se ha quemado! ¡Toto! ¡¿Dónde te escondiste?! —exclamó una voz femenina, fina y escandalosa, que aturdió a Raito aumentando su interminable confusión—. ¡Estabas a cargo de la comida mientras tomaba un baño!
Respondiendo al enojo de la extraña, que todavía no se mostraba para que el huésped pudiera verla, un bulto se movió debajo de la cama, acercándose a la pierna de Raito con rapidez. Alertado, levantó la sábana y observó debajo. Se trataba de un conejo de pelaje marrón. Raito no vio algo así en su larga vida de viajes realizando misiones, por lo que no supo si aplastarlo, o dejarlo ir.
—¿Una rata?
Toto lo miró, creyendo que el enfermo hombre necesitaría recuperar energías, para ayudarlo le ofreció el resto de la zanahoria que estaba devorando. Raito frunció el ceño, los dragones no se alimentaban de vegetales, por lo que el gesto no tenía sentido, más viniendo de un animal que no poseía inteligencia. Lo que el recién llegado no sabía, era que todo en esa casa carecía de sentido, incluso la propia propietaria, quien apareció delante de él.
—¡Toto! ¡Te dije sobre la…! —Naila interrumpió la oración tras ver al sujeto consciente, mirándola con evidente asombro—. ¡El invitado se ha despertado! —festejó esbozando una gran sonrisa encantadora.
Raito fijó la vista en las orejas de Naila, eran iguales a las de Toto, solo que con el tono pálido de su cabello. Era una mujer joven y voluptuosa, no cumplía con el canon de belleza que seguían los suyos, las hembras musculosas solían ser las más bellas, sin embargo Naila le despertó una atracción inusual. No tuvo tiempo de formular una hipótesis sobre el tipo de criatura que era, y su grado de peligrosidad, debido a que Naila llamó a sus otras compañeras, Nona y Lulú, los conejos que se subieron sobre sus hombros y cabeza, para luego exclamar:
—Bienvenido a nuestra morada.
Le fue imposible comprender por qué se mostraba alegre delante de un dragón, cuando en Advaland identificaban su raza, inclusive mostrándose con apariencia humana. Eran altos, corpulentos, de piel ligeramente tostada y con la punta del cabello de color rojizo.
—¿Qué sucede? ¿Sigues enfermo? —Se le acercó sin prestar cuidado, lo cual significó una invitación a la muerte. Inmediatamente, Raito estiró el brazo y la tomó de la cabeza con agresividad, no obstante, la falta de energías le impidió concretar su objetivo. Naila notó el peso de la mano, este se incrementaba a medida que transcurrían los segundos.
—Es… ¿Una clase de saludo? —preguntó, intrigada.
«¡Imposible! ¡Con mi fuerza su cráneo habría explotado! ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué no ha sangrado ni un poco?!», pensó Raito. No era habilidoso analizando la situación, menos si el tiempo era escaso para averiguar qué sucedía. Se volvió costumbre matar si se sentía amenazado, o si sus instintos de supervivencia le indicaban que debía hacerlo.
—Tienes una mano enorme —comentó Naila comparando la de Raito con la suya, acción que lo movilizó.
—¡¿Quién eres?! —exclamó.
—¡Ah! —se exaltó—. Olvidé presentarme, soy Naila. Y ellos son mis hermanos, Lulú, Toto y Nona.
Raito alejó la vista de los particulares individuos, al recordar momentáneamente a los tres monstruos encapuchados de un solo ojo.
«¿Qué pasó durante la pelea?… Esas brujas… algo le hicieron a mi cuerpo. Me siento… muy débil». Esforzarse por obtener la respuesta que explicara su actual estado, drenó las energías que recuperó durmiendo. La vista se tornó borrosa, apenas consiguió escuchar a Naila hablar.
—Te hallamos inconsciente en el bosque. Decidí traerte aquí para atenderte. No tenías heridas, pero estabas ardiendo en fiebre.
A pesar de las insoportables jaquecas, llevó a su mente al límite, ahora, el dragón plateado ocupó los pensamientos.
«Ese desgraciado me tendió una trampa.»
—Todavía te ves enfermo, continúas sudando mucho. Será mejor que descanses hasta que te recuperes —aconsejó Naila, preocupada.
—No estoy enfermo. Tengo que salir de aquí —dijo poniéndose de pie, pésima idea para un cuerpo hechizado por magias antiguas. Oyó el latido de su corazón golpear con fuerza en el interior, de la misma forma que lo hizo en el pasado. Sin desearlo, se dejó caer sobre la cama. Naila lo sostuvo colocando la mano sobre el pecho.
—Estás ardiendo demasiado… —Naila retiró la mano y retrocedió. Durante la niñez, ayudó a su madre, Iri, atendiendo casos de fiebre amarilla en los nobles del castillo Virtanen, pero nada se comparaba con lo que padecía Raito. Era imposible que alguien siguiera con vida en esa condición.
Raito se recostó en la cama y cerró los ojos, rindiéndose otra vez ante el sueño.
—Es extraño —habló Naila acercándose junto a sus conejos. Al dormir, el rostro del hombre lucía calmado, totalmente diferente a cuando permanecía despierto—. Tal vez solo necesite descansar —concluyó regresando a la cocina.
Megara se levantó temprano en la mañana para continuar con sus investigaciones. Las tareas de la reina de Advaland variaron con el tiempo, dependiendo de la mujer que ocupara esa posición. Algunas participaban de las juntas con el consejo real, asesorando al rey en sus decisiones respecto a distintos asuntos, como la economía del reino y la administración de las tierras. Otras, como la fallecida madre de Empirio, se encargaban de mantener el castillo, contratar y despedir a los empleados, ya sea mucamas, maestros y soldados. Pero como bien sabían todos en aquel lugar, Megara no era una reina común. Pasaba sus ratos en una habitación subterránea, construida especialmente para desempeñar sus macabros experimentos que involucraban magia negra.
Esa mañana no fue como las anteriores, retornar al castillo con tres dragones negros era un gran mérito, por lo que la celebración duró toda la noche, entre copas y placer. Rodeada de recipientes de cristal, cuyas sustancias en el interior brillaban en diferentes tonos de violeta y rojo, leyó las últimas palabras de un antiguo libro deteriorado. Estaba escrito en un lenguaje poco conocido por las jóvenes generaciones, no así para la culta Megara. Aprendió a leer a una edad temprana, escapando de los días aburridos en una pobre aldea del norte. Descifrar las extrañas letras de los Clefios, comprender la difícil lengua hablada, le salvó la vida unas cuantas veces.
Elías bajó por las escaleras hasta toparse con la habitación de la hechicera. Abrió la puerta sin golpear con anterioridad, hábito del capitán de la guardia real. Existía confianza entre ellos, tanta que se llegaba a rumorear que eran cómplices, compartían secretos y pecados que pondrían sus cabezas en estacas si fueran descubiertos.
—Elías, querido. No era necesario que vinieras, acordamos encontrarnos en la madrugada —dijo Megara sin quitar la vista del líquido rojo que vertía en una probeta.
—El rey me ordenó escoltarla al pueblo —notificó paseando su vista por el perímetro visible. Le resultó llamativa la oscuridad del sitio, las débiles llamas en las velas, principalmente en ciertos rincones de la habitación.
—¿Con qué motivo? —preguntó la mujer, desinteresada en salir al pueblo.
—Ofrecerá un banquete para los aliados de los reinos vecinos. Quiere que luzca la vestimenta apropiada para la ocasión —respondió Elías descubriendo una sombra moverse en un rincón. Era una prisionera encadenada a la pared rocosa.
—¿Vestimenta apropiada? Mi esposo olvida que soy una hechicera, no una mujer noble de la alta sociedad —expresó molesta—. De seguro teme que aparezca el dragón negro restante a atacarme, explicaría por qué te envió a una tarea tan inútil como esta.
Cuando se hizo silencio entre los dos, Elías escuchó quejidos provenientes de la prisionera. Megara no pudo esconder más su perverso plan, así que se acercó a la mujer cargando una poción roja.
—Es una asesina, se infiltró en el castillo e intentó envenenar mi comida. Al parecer todavía hay personas que se oponen a mí —contó inclinándose para lograr ver mejor el rostro maltratado de su siguiente víctima—. Pobrecilla, planteó matarme desconociendo que soy inmune al veneno. ¿Cuán estúpidos pueden llegar a ser?
Elías visualizó a la reina sujetar el rostro de la prisionera.
—Le corté la lengua. Aunque hablaba el antiguo lenguaje de los Clefios, entendí claramente sus insultos. Ambas provenimos del mismo lugar infernal, y aun así no compartimos los mismos ideales. Juzgarla sería una pérdida de tiempo.
Megara la forzó a tomar del recipiente. La desdichada asesina bebió la mayor parte del líquido, entre débiles intentos por defenderse. Una vez terminado, la hechicera retrocedió para ver a su doceava prueba ejecutarse. La piel de la mujer comenzó a caérsele, como si reaccionara a ácido. Se logró ver, entre la espantosa forma desfigurada, un cuerno crecerle de la frente, similar al de los dragones negros. Escamas nacieron de su carne para cubrirle el rostro carcomido por el terrible dolor.
Elías desvió su mirada al suelo, estaba al tanto de las locuras de su reina, pero presenciarlo era diferente.
—¿Guardarías mi secreto? —le preguntó enseñándole una malévola sonrisa.
—Si es lo que usted desea. —Se reverenció el capitán.
Megara caminó hacia él, y se posicionó a su lado.
—¿Cómo surgieron los dragones? Me interesaría oír qué opinan los de tu raza. Es difícil saberlo, ustedes, los dragones plateados, son fríos como el hielo.
—Surgimos de la tierra y cuando morimos volvemos a formar parte de ella.
—Es una creencia muy arcaica —comentó Megara cruzándose de brazos, pensativa—. Prefiero seguir mi teoría, la que muchos hechiceros han intentado comprobar. Los dragones fueron creados por un poderoso hechicero. Utilizó a un humano y logró abrir una puerta.
El martirio de la prisionera finalizó, su cabeza de dragón se despegó del resto de su cuerpo y rodó a los pies de los presentes.
—El problema… es que no consigo abrir esa puerta.
Elías avistó el ojo rojo de la criatura. Lo que Megara intentaba crear, era un dragón, como según ella, hizo el primer hechicero en explorar las artes oscuras de la magia. Ninguna de las razas de dragones se cruzó con otras que no fuera de su misma especie, por esta razón, nadie sabía con exactitud si podía nacer un dragón de cualquier vientre. Su población descendía, existían pocos nacimientos y a pesar de ser criaturas longevas, el poseer inteligencia los llevó a idear sus propias culturas que castigaban la debilidad.
—Otro intento fallido —lamentó la reina—. Vamos, Elías, iremos al pueblo por un vestido.
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