Black dragon - 20
El castillo se fue derrumbando, primero fueron las torres principales, la habitación real y la de los invitados, luego el comedor, sitio de grandes banquetes. Quedaron cubiertos de escombros, cuerpos y fuego azul. A pesar de la destrucción, la sala del trono conservó la vista del cielo. Sin un techo encima, solo el eterno manto ennegrecido por el humo, y las tenues luces de las estrellas que aparecían y desaparecían de la vista de Empirio. Pidió a los guardias que seguían de pie, que lo trasladaran y lo ubicaran en su trono. Era allí donde debía estar, donde lo encontrarían los enemigos que intentaron usurpar su posición, o arrebatarle la vida por simple venganza. Le era difícil averiguar quién era el responsable de la actual situación, después de décadas de gobernar sobre cadáveres.
Un soldado acomodó la corona abollada sobre la cabeza de su rey. Varias de las piedras preciosas de la misma se habían desprendido, debido a los impactos que recibió. Le ofrecieron leche de amapola para el dolor, pero Virtanen se rehusó. El dolor hacía que su odio estuviera presente, lo mantenía intacto, alerta.
Naila escapó del sótano. Los pasillos modificados por los obstáculos insuperables, la guiaron a la cocina. Recordó las indicaciones de Elías, interrumpidas por ella en su afán de alejarlo para siempre de su vida. Haría el intento de hallar una salida secreta, lo haría por sus hermanos, para retornar al bosque e iniciar la búsqueda de sus paraderos. Retiró la madera rota, que antiguamente funcionaba como la puerta, y miró el escenario dentro. Vio la sangre todavía en movimiento desplazándose por el suelo. Naila cerró los ojos ardidos a causa del ambiente caliente y sofocante. Al volver a abrirlos, ya no eran los ojos de una adulta, sino los ojos esperanzados de una niña.
En su niñez, todo le resultó nuevo. Las largas mesas con manteles, platos de porcelana, ollas que reflejaban las imágenes del entorno como si fueran espejos. Cuchillos de todas las formas y tamaños, tenedores largos, tenedores cortos. Naila contó cinco clases de ellos, sin tener la menor idea de por qué los humanos utilizaban esa cantidad en una misma comida.
—La cocina es más grande que nuestra casa —le dijo a su madre, Iri. Era una joven de estatura promedio, de cabellos castaños y lacios, los que hacían que sus orejas caídas se camuflaran, dándole una engañosa apariencia humana.
En aquel tiempo, los conejos ofrecían sus servicios como mucamas, carpinteros, cocineros, entre otros oficios, a los reyes. Una gran parte de la población emigró de las Montañas Heladas de Niels, por las frecuentes tormentas de nieve que destruían sus chozas y cosechas. Se instalaron en el Bosque Carmesí, tras negociar con los reyes del continente; un hogar a cambio de trabajo.
La familia de Naila se mudó al castillo, gracias a las recomendaciones de Jarol, el cocinero personal de la reina Diana. El hombre entabló una relación con Niels, padre de Naila, luego de que este lo salvara de unos bandidos que trataron de robarle en una madrugada fría de invierno. Jarol fue un invitado en la aldea de conejos, compartió cenas, alcohol e historias con la nueva comunidad, hasta sentirse uno más de ellos.
Iri aceptó trabajar como mucama para Diana, y Niels como un guerrero que apoyara el ejército de Empirio.
—Es incluso más grande que el taller de mi suegro —añadió Niels, igual de asombrado que su pequeña hija. Era un sujeto enorme, fornido, de cabello enmarañado y claro. Su esposa le había aconsejado que se arreglara para la ocasión, pero a Niels no le importaba verse prolijo. Era un ser de las montañas, para combatir el frío no existía nada mejor que un abundante cabello y vello por todo el cuerpo. Aunque era un tipo simpático y aniñado, sus ojos oscuros espantaban a todo aquel que hiciera contacto visual. Era una extraña condición que el resto de los conejos no poseía.
—Tienes suerte de que mi padre no esté aquí para escucharte —dijo Iri, observando con detenimiento el lugar. Ciertamente, el espacio era bastante amplio, con él se podrían construir al menos seis chozas. ¿Quién necesitaría tanto personal? Solo una reina. No conocía a Diana, sin embargo, intuía que no era como las soberanas de los reinos vecinos. Nunca salía del castillo. Oyó comentarios sobre su inigualable belleza, que sus vestidos celestes siempre estaban adornados de rosas, las que crecían en un jardín creado para ella.
—Si el abuelo estuviera aquí, te clavaría una estaca en el trasero —bromeó la niña. Iri, enojada con el comentario, jaló de la oreja de su hija para enderezar su comportamiento.
Niels se rió de la expresión de Naila. No solía admitir que le dolía, eso la hacía verse chistosa. Mordía tanto sus labios, que su boca parecía una cáscara de maní.
—Y tú, estoy segura de que esa frase la escuchó de ti.
Iri tomó la oreja de su marido. Los dos lucharon por no quejarse, ni pedirle que los soltara. De tal padre, tal hija.
—Bienvenidos —los saludó Jarol.
Iri fue la única de su familia en devolverle el saludo acompañado de una agradable sonrisa.
—Les encantará trabajar para la realeza. Contarán con muchos beneficios. Una habitación propia con comodidades… —Jarol bajó la mirada hacia Naila, quien sobaba su oreja izquierda. Notó que tenía los zapatos rosas sucios de lodo, la vestimenta polvorienta, y un par de escarabajos tratando de escapar del cuello de su vestido. Suspiró y continuó—… Por supuesto, sin olvidarnos de la educación para la coneja revoltosa.
—No quiero tener un maestro —protestó Naila.
Jarol se agachó a su altura.
—Los maestros pueden ser… exigentes. Con el tiempo se los agradecerás.
A Naila no le agradaba el cocinero, compartía la misma fascinación que su madre por hacer de ella una dama. Desvió la mirada hacia una puerta que se ubicaba al final de la cocina. Detectó movimiento, alguien los estaba espiando. Sintió curiosidad, dio un salto pasando por encima de Jarol, hizo una voltereta en el aire y cayó sobre una de las mesas. Tomó impulso, saltó de nuevo, esta vez aterrizando delante del espía. Lo examinó de pies a cabeza. Llevaba puesto un atuendo blanco, la ropa más limpia y refinada que había visto en un infante. Después se detuvo a contemplar el rostro estupefacto. Era rubio, de ojos celestes y calmos como el mar.
—Me llamo Naila —se presentó estirando el brazo—. Estrecha mi mano.
El niño notó los mismos detalles que Jarol, pero lo que más acaparó su atención fueron las peludas orejas.
—Estrecha mi mano. Es lo que haces cuando conoces a alguien —insistió.
—Me llamo… Elías Jasen. —Tímidamente levantó el brazo.
—¿Tienes dos nombres? —preguntó, apretándole con fuerza la mano temblorosa.
—No… Elías es mi nombre… Jasen es mi apellido. Puedes llamarme solo Elías.
Naila ladeó la cabeza, confundida.
—Si quieres que te llame Elías. ¿Por qué dijiste Jasen? ¿Eres tonto?
—¿Tonto? No, es que… —la voz del dragón plateado se volvió cada vez más suave, hasta alcanzar los susurros—. ¿Qué eres?
—¡¿Qué?! ¡No te oigo! —Naila movió las orejas hacia adelante, tocando la punta de la nariz de Elías. Al recibir el contacto del pelaje, no pudo evitar estornudar.
—¡¿Qué pasa contigo?! ¡Me lanzaste tus mocos! —exclamó retrocediendo.
—Joven Elías, ¿Por qué no está en su entrenamiento matutino?
Jarol acudió con Iri y Niels, temiendo que Naila se hubiera metido en un problema con otro de los sirvientes, o en el peor de los casos, con algún caballero que estuviera de paso.
—Estaba… descansando.
—Él es el hijo de la reina Diana —explicó el cocinero al resto de los presentes.
—Es el príncipe. —Iri se puso nerviosa. Que su hija lo incomodara era un asunto serio. Se informó previamente con respecto a las jerarquías de los humanos, y por lo que entendió, el príncipe se convertiría en rey cuando éste muriera o le cediera el título. Sujetó la mano de Naila y la apartó de Elías, disculpándose en nombre de su hija.
—No es el príncipe. Nació antes de que Diana se hiciera reina.
—Significa que no es hijo del rey —comprendió.
—Ahora que trabajarán en el castillo deben saberlo. La reina Diana y este niño que ven aquí son dragones plateados. Advaland cuenta con su protección. En este momento, Diana se encarga de la seguridad del reino. Una vez que Elías llegue a la edad adulta, la reemplazará.
—Para ser un dragón es bastante pequeño —expresó Naila, interviniendo en la conversación.
—¡No soy pequeño! —Se molestó Elías.
—Es suficiente descanso por hoy. Regrese a entrenar. No querrá hacer enojar a su madre —aconsejó Jarol.
—Está bien. Si me disculpan. —Elías se despidió reverenciándose.
Niels lo observó retirarse, con la imagen en su mente de la cría de dragón que asesinó en el pasado. No sabía que los dragones también tenían apariencia humana, de haberlo sabido, el final del encuentro hubiese sido distinto.
—Por mi parte, también regresaré a mis tareas. Terminen de desempacar. Mañana a primera hora deben ocupar sus puestos de trabajo. Y la revoltosa debe asistir a la clase de su maestro. En el castillo es importante aprender a leer y escribir.
La familia se trasladó a su habitación. Era de menor dimensión que la colosal cocina, pero de igual modo era más espaciosa que su casa en el bosque.
Llegada la noche, Niels encendió el fuego y Naila se divirtió saltando sobre la cama.
—Es tiempo de que la conejita se duerma —anunció el padre.
Naila acató la orden. Sus energías no se agotaban fácilmente, pero ese día fue diferente. Recorrieron largas distancias por el Bosque Carmesí hacia Advaland, sin apoyarse en carretas para llevar sus pertenencias. Cuando su cabeza tocó la suave almohada de plumas, se introdujo en un profundo sueño.
Tanto Iri como Niels quitaron sus sonrisas y revivieron sus miedos, que habían sido escondidos para no preocuparla. Vivir en un lugar con cientos de soldados custodiando, más dos dragones plateados, era un riesgo constante. Su raza debía sobrevivir a la luna llena sin que nadie se enterara de lo que sucedía esa noche.
—¿Las celdas del calabozo servirán? —cuestionó el hombre.
—Sí, Jarol las probó con un oso.
—Eres más fuerte que un oso. —Niels abrazó a su esposa. Era el único conejo conocido en no experimentar los efectos de la maldición, por ende, el único capaz de protegerlas. Estaba decidido a matar por ellas. Si los soldados las veían, inmediatamente intentarían lastimarlas para defenderse. Ni un buen trabajo, ni una excelente posición económica, ni todo el oro del mundo, valdrían más que su familia. Iri era consciente de eso, Niels no era una bestia descontrolada, pero arrasaría con todo lo que se le interpusiera sin pensarlo dos veces.
—Pase lo que pase, recuerda tu prioridad. —La mujer se separó y lo miró a los ojos aguardando su respuesta. Niel sabía qué decir para tranquilizarla, sin embargo, de hacerlo estaría renunciando a su otra mitad, a su amada.
—Dilo.
La mirada oscura de Niels nunca le resultó aterradora, ella veía amabilidad.
—Naila es mi prioridad.
—Te la llevarás y me dejarás atrás.
—No sucederá. Estaré cuidándolas.
Un ojo de iris amarillento nació en la puerta. Diana era adorada por ser una reina servicial como ninguna otra, por su naturaleza como dragona y su historial en Advaland, no obstante, existía un aspecto que solo Empirio conocía de su personalidad, era la más desconfiada del castillo. Tenía siete Fedreas que le obedecían, las cuales usaba para espiar a sus empleados.
En la habitación real, la reina recibió la visita de quien, en un futuro, sería la confidente de Naitan.
—Sucederá en la primera noche de luna llena, ama Diana —informó—. Debe ser cuidadosa. El rey y la hechicera no pueden descubrirlo. Iniciarán una batalla en el castillo. Le declararán la guerra a los conejos.
Diana permaneció sentada en la cama, con su camisón blanco de seda y la cabeza inclinada.
—¿Se encuentra bien?
Su esposo, el consejo asesor del rey y algunos miembros de la nobleza sabían que su salud no era nada buena. Su enfermedad empeoraba con los años. Empirio se rehusaba a tocarla, porque de hacerlo, sentiría la piel helada de su esposa, recordándole su cercana muerte. Diana lo sospechaba desde que perdió el calor en su cuerpo, Virtanen buscaba consuelo en otra mujer, una que estuvo rodeándolo últimamente. No le guardaba rencor, ya que seguía enamorada de Eliot, pero la entristecía transitar el tortuoso camino hacia la muerte, sola durante la noche.
—Has hecho un buen trabajo, Taina. Descansa.
Para la Fedrea, que le hubiera escogido un nombre era un honor, sin embargo, escucharla decirlo con ese tono apagado, hacía nacer una profunda tristeza en su corazón. Los dragones plateados no las veían como seres con sentimientos, las usaban para sus propósitos, tampoco tomaban en cuenta sus advertencias.
—¿Desea algo más?
Diana elevó la cabeza. La ventana estaba abierta, a través de esta podía ver que se avecinaba una tormenta.
—Hay maldad en Elías —dijo, con el sufrimiento de una madre.
—¿Por qué lo afirma? —preguntó, desconcertada.
—He escuchado a mi hijo nombrar a Ignis mientras duerme.
La dragona volteó, tenía lágrimas en su pálido rostro, y ojeras pigmentadas de color negro. Taina no la había visto así en años. Qué tortura insoportable era para su ama, convivir con el cruel frío sin el hombre que juró estar a su lado. ¿Cuál era la finalidad del matrimonio para un rey? Diana no podía darle hijos. ¿Por qué renunció a sus tradiciones casándose con una dragona? ¿Eran celos? ¿Era porque Empirio sabía que nunca sería como Eliot? ¿Aprovechó su título para que nadie la tuviera?
—Es posible que lo haya leído.
—¡No existen registros de esa elfa en este castillo! —exclamó levantándose de golpe—. Ella me castigó helándome la piel. ¡Es magia élfica! ¡Es lo que está matándome!
—¿Por qué una elfa querría hacerle daño a su familia? Sé que es difícil luchar contra los delirios, pero debe tratar. Elías la necesita.
Diana cruzó el largo de la habitación, haciendo que su ropaje se moviera enseñando los pies descalzos, la primera parte de su cuerpo en perder su tonalidad natural. Dolía cuando pisaba, como si miles de pequeñas agujas se incrustaran.
—Mátalo —pidió hincando las rodillas sobre la alfombra que cubría el suelo, delante de la criatura de un solo ojo—. Ignis se apoderó de Elías. Mátalo antes de que sea demasiado tarde.
Taina sintió compasión, le acarició la mejilla. Era increíble lo que una sensación al tacto despertaba en su interior. Parecía que deslizaba sus dedos sobre un cadáver, a pesar de que veía con claridad la expresión de Diana, buscando desesperadamente una salida.
—Los elfos se distanciaron del mundo. No debe temerle a aquello que no interferirá en su vida —intentó abrirle los ojos. Diana lo recibió como una ofensa.
—¡No estoy mintiendo!
Empirio ingresó a la habitación advertido por el grito. La halló desorientada, buscando al ser que la dejó con sus insanos pensamientos atormentándola.
—¿Con quién hablabas? —preguntó confundido.
Diana fingió un desmayo para salvarse de toda acusación. No estaba equivocada al pensar que Empirio la creía fuera de sus cabales. Cada día estaba más alejada de sus labores como reina, encerrada entre esas cuatro paredes. Empirio la sostuvo, obligado a enfrentarse a la enfermedad de su esposa. No era la misma mujer que intentó batallar contra su naturaleza al darle un príncipe, o la guerrera que lo protegió de los enemigos, pero seguía siendo suya… su Diana.
Megara fue rescatada por una tropa de Advaland, de los dominios de los ogros cuando arribaba a su adolescencia. Según las fuentes más confiables del rey, una joven hechicera era esclava de Oidang, mantenida como otra de sus cinco esposas de diferentes procedencias. Asesinar al líder de los ogros no generó una revuelta en sus seguidores, al poco tiempo nombraron a otro que ocupara su lugar y los guiara. En cuanto a Claus, fueron separados tras abandonar los crueles y peligrosos ambientes. El infante estaba preso bajo tierra, trabajando como esclavo. Los soldados no tuvieron acceso a las profundidades para sacarlo. Por este motivo, decidieron priorizar la vida de Megara para que Empirio obtuviera lo que planeaba con esa invasión.
Los anteriores reyes de Advaland no demostraron interés en los hechiceros, los “nómades de reinos” como solían llamarlos, porque con la protección de los dragones plateados bastaba, pero Empirio era ambicioso, quería conocer más sobre ellos y asegurarse la gratitud de una jovencita prometedora, sería la mejor opción para satisfacer esa ambición.
La hechicera se encargó de apoyarlo en sus conquistas. Era audaz, astuta y sabía enfrentarse a los ancianos del consejo, mostrando convicción en sus argumentos. Aunque para su edad no era considerada como una consejera fiable para las familias adineradas que prestaban sus fortunas al ejército, Empirio depositaba su confianza en ella. La palabra de él siempre tendría mayor valor, era lo que le permitía a Megara permanecer cerca. No faltaban los rumores de que se acostaba con el rey.
A la mañana siguiente se dirigió al jardín, respondiendo al llamado de la reina. Diana la esperaba en su momento de desayuno, sentada en una silla de madera junto a una mesa adornada con un mantel blanco, un jarrón con rosas y dos tazas de té recién preparadas. En contadas ocasiones habló con ella, siempre estaba en compañía de sus guardias, lo que le incomodaba. A diferencia de los anteriores encuentros, esa mañana Diana estaba sola. No necesitaba custodia ni protección, tratándose de una dragona, pero por protocolo la reina tenía que tener al menos dos guardias cuando salía de sus aposentos.
—¿Por qué me ha llamado, mi reina? —preguntó Megara.
—Siéntate a beber té conmigo —la invitó señalándole la otra silla disponible.
La joven se sentó, no podía rehusarse a una orden, ya que compartir el desayuno no lo consideraba como una invitación.
La reina levantó la taza y dio un sorbo. Megara aguardó a que hablara, mirando meticulosamente sus lentos movimientos.
—¿Todavía no confías en mí?
—Usted no quiso que su majestad me trajera al reino.
Diana cerró los ojos y sonrió. Su aspecto no era igual al de la madrugada. El sol la llenaba de vitalidad y la noche se la arrebataba.
—¿Me ganaré tu confianza si me ofrezco a rescatar a tu hermano?
Todo lo que anhelaba Megara era recuperar a Claus. No quiso aceptar el té, una total descortesía, prefirió concentrarse en averiguar los motivos ocultos detrás de la oferta.
—¿Se lo comentó a su majestad?
—No estoy obligada a comentarle a mi esposo.
—Los dragones plateados le sirven a sus reyes. Tienen prohibido actuar sin su consentimiento, sobre todo si se trata de invadir otro reino.
—Tierra de Ogros no es un reino, ni siquiera tiene un nombre propio. Los ogros son bárbaros, viven para saquear, violar y matar. Si fuera por mí, quemaría su territorio y exterminaría a su raza.
Lo último sorprendió a Megara. La figura de la reina que tenía en mente, era muy distinta a la que estaba viendo y escuchando. Había olvidado que no era humana.
—¿Cuándo fue la última vez que se transformó? —interrogó, tomándose el atrevimiento de dudar de su palabra.
—Antes de que enfermara. Empirio me lo prohibió por temor a que empeorara mi condición.
—¿Por qué es tan importante para usted ganar mi confianza? Estaría arriesgando su vida.
Diana calló. Intuyó que Megara lo descubriría con solo mirarla a los ojos. Era una dragona, si no retornaba a su forma original, terminaría olvidando lo que eso significaba. Ser obligada a vivir como la esposa de un rey humano, era apartarla de su otra mitad, la que la definía.
—Los dragones son criaturas asombrosas. Me gustaría poder crear uno —comentó la hechicera, dibujando una sonrisa perversa en el rostro—. Aceptaré su generosidad, mi reina. Todo para verla brillar a la luz del sol con su verdadero esplendor.
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