Black dragon - 21
Vería a la reina por quinta vez, después de dos semanas viviendo en el castillo. Iri pensó que sus labores como mucama serían constantes, y que no tendría tiempo de convivir con su esposo e hija, pero Diana casi no solicitaba su presencia. Se alistó con sus ropajes de mucama para asistirle en la mañana. Golpeó la puerta de la habitación real, Empirio comenzó con su atareada jornada temprano, así que solo se toparía con Diana. Oyó la voz que la habilitó a pasar e ingresó siguiendo las formalidades que los humanos marcaban entre un sirviente y su amo. Debía agregar a sus frases las palabras “mi reina” y no mirarla a los ojos.
La dragona estaba peinando su cabello, trenzándolo para que le fuera más cómodo lidiar con el largo del mismo. Para las batallas solía cortarlo, pero desde que se casó tenía que ocuparse más de su apariencia.
—¿Preparo su ropa?… mi reina —preguntó Iri, todavía enfrentaba un proceso de adaptación, por lo que no podía dejar sus nervios atrás y hacerlos menos evidentes. Diana la miró a través del espejo. Nadie se enteraría de que era una coneja si se vestía como las demás mucamas.
—Quítate el pañuelo —ordenó colocándose su corona de plata—. ¿O acaso intentas ocultar lo que eres en realidad?
Iri obedeció sin pensar detenidamente a qué se refería. Diana se levantó con cuidado y caminó hacia la cama.
—Elige un vestido que me ayude a cabalgar y prepara una muda de ropa extra para el retorno. ¿Sabes montar?
La coneja se sorprendió con la pregunta. Lo había hecho en contadas ocasiones cuando era una niña. Eran tiempos muy lejanos como para afirmar con certeza que aún conservaba la habilidad.
—¿Por qué lo pregunta?
—Me comentaron que levantas barriles sin inconveniente. Eres fuerte, así que decidí que serás mi dama de compañía. Saldremos al Bosque Real.
Se detuvo a observar la mirada fija en el suelo de Iri.
—Mírame. Mientras estés aquí debes mirar a los ojos. Los ojos dicen más que las palabras. No somos culpables de que los humanos sean ignorantes.
Iri acató la orden.
—Antes de ser una reina, soy una dragona. No lo olvides.
—Sí, mi…
—Cállate y ponte a trabajar.
La dama de compañía aceleró el paso. No entendía bien cuál sería su labor. ¿Debía cumplir un rol diferente? ¿O solo pasaría más tiempo con ella? No tuvo oportunidad de averiguarlo. Diana la observó desplazarse en la habitación de un lado a otro, riéndose de lo desorientada que estaba en un ambiente nuevo. Se comentaba que Diana siempre mantenía una sonrisa cautivadora y calma, pero para Iri era más una mujer autoritaria que se burlaba de ella, probándola constantemente.
Al finalizar, se dirigieron a los establos. La reina le regaló un caballo y les dejó muy en claro a los cuidadores: ese animal recibiría el mismo trato que su yegua blanca. Era un honor para un sirviente recibir un regalo como ese, aunque Iri no lo comprendía bien.
Recorrieron el Bosque Real en completo silencio, únicamente se escuchaba el canto de los pájaros, el sonido del agua del arroyo bajando por la ladera. Era un sitio tranquilizador, similar al que Iri estaba acostumbrada, esto la calmó bastante. Delante de sí, veía la cabellera dorada de Diana, parecía que estuviera hecha de hilos de oro. Envidió su belleza, hasta entonces, solo eso. Le había escogido un vestido celeste, de los que conservaba menos tela, para que Diana pudiera subirse y bajarse rápido del caballo. De los modelos dentro de su armario, era el menos elegante. No tenía rosas, adornos o bordados, pero Diana no protestó, así que imaginó que su elección fue la correcta.
Arribaron a un acantilado, el final del paseo.
—Guarda mi ropa en aquel tronco hueco. —La reina lo señaló y continuó—. Después de que me haya ido, regresarás por el mismo camino. Si mi esposo pregunta por mí, guardarás silencio. ¿Has entendido?
No terminó de cumplir con la primera tarea, cuando tuvo que responder por todas las demás con un inseguro “sí”. Diana apeó, se despidió del animal acariciándole el lomo y caminó al borde de la pendiente.
—¡Espere! ¡¿Qué hace?! —trató de detenerla con una exclamación de preocupación.
—Será la última vez que te lo mencione… antes de ser una reina, soy una dragona.
Tras lo dicho, se arrojó al vacío. Iri corrió hacia ella, para cuando quiso asociar el acto suicida de su ama, con su verdadera naturaleza, una criatura alada surgió de las profundidades y voló haciendo que una ráfaga de viento la obligara a retroceder. Diana desplegó las alas, sus escamas plateadas brillaron con ayuda del sol. Ninguna piedra preciosa se igualaba al material deslumbrante que cubría su cuerpo. Su silueta era esbelta, de cintura fina y caderas anchas, con menor musculatura que un dragón macho. La mandíbula era un tanto más alargada, y los colmillos apenas se notaban al cerrarla. En la cabeza le crecieron escamas largas, formando una especie de melena. La coneja la contempló maravillada, nunca había visto un dragón. Las leyendas acerca de los dragones eran ciertas, eran majestuosos, inalcanzables, estaban más cerca a los dioses, que a los mortales.
A Megara le hubiera gustado verla, sin embargo, Diana prefirió que fuera Iri. Ellas estaban malditas, la hechicera jamás podría entenderlo. Se miraron, viendo más allá de las apariencias que la sociedad humana les asignó.
—Diana… vuela —susurró su dama—. Yo me encargaré del resto.
Retornó al castillo. El revuelo por la desaparición de la reina alcanzó la sala del trono. Iri fue llevada ante el rey para ser interrogada, no faltaron los testigos que la señalaran como la principal sospechosa.
—La reina tiene prohibido abandonar el reino. ¿Dónde está? —preguntó Empirio con prepotencia. Le disgustaba ver las orejas de conejo de Iri, a pesar de que perteneciera a otra raza, lo consideraba una deformidad.
—Antes de ser una reina, es una dragona —respondió mirándolo a los ojos. Ahora con el respaldo de Diana, desaprobaba las costumbres humanas que marcaban la diferencia entre trabajadores y sus jefes.
—¡¿Qué dijiste?! —Empirio se paró de golpe—. ¡Hablas de tu reina! ¡Aprende a ocupar tu lugar!
—Su lugar es en el trono exigiendo respuestas. Entiendo esa parte de su posición, pero olvida lo que Diana es en realidad. Los dragones son enormes porque el cielo que surcan es infinito.
—Qué estupideces estás diciendo. ¿Qué sabe una coneja como tú de los dragones? Deberías agradecer a los reyes que te dieron pan y cobijo.
—Mi esposa lo agradece —irrumpió Niels, dejando tanto a Empirio como a Iri, perplejos. Se suponía que Niels no podía abandonar los campos de entrenamiento durante el día, no obstante estaba allí, para proteger a su mujer—. Nuestro pueblo elige a nuestros líderes. No conocemos lo que es la sangre real como ustedes. Le ruego que haga el esfuerzo por entenderlo.
—No me interesan sus costumbres. Ustedes vinieron en busca de un hogar, yo se los he dado. Tienen que cumplir con el acuerdo. Ella sería la sombra de la reina, ¡Y la reina ha desaparecido!
Iri miró a un costado, a pesar de estar de acuerdo con la libertad de Diana, le debía explicaciones a Niels sobre su comportamiento.
Empirio aguardó a que los conejos aceptaran lo que son, simples sirvientes. Niels miró a su esposa luchar contra lo que creía correcto y justo. La conocía, aunque perdiera una batalla, seguiría adelante defendiendo sus convicciones.
—Dile dónde está —dijo poniendo la mano sobre su hombro.
Iri apretó los puños.
—No lo sé.
—Si mientes, lo tomaré como traición —advirtió Empirio—. La traición se paga con la muerte.
—No llegaremos a ese punto. Iri, ¿cuál es tu prioridad?
—Es Naila —contestó sin dudar.
—¿La abandonarás?
—Jamás. —Alzó la cabeza—. Se transformó en dragón y voló al norte.
Empirio actuó con rapidez, ordenó a los guardias que iniciaran la búsqueda. Niels no se quedó atrás, para expiar la insolencia de su esposa, también lo incluyó en la tropa.
Naila y Elías presenciaron las preparaciones de los soldados en el patio principal del castillo, escondidos detrás de las carretas.
—¿Por qué se marchan? —preguntó la niña—. ¿Habrá una guerra?
—Las guerras no se planean de un amanecer para otro —explicó Elías—. Lo más seguro es que se trate de un asunto externo al reino.
—¿Externo? ¿Qué quieres decir?
—A veces el rey presta ayuda a los poblados vecinos a causa de invasiones de monstruos.
Sus apreciaciones no eran equivocadas, Virtanen organizaba viajes con ese propósito, pero en esta oportunidad no imaginó que la causa sería su propia madre. Las puertas del castillo se abrieron para dar paso al desfile de caballeros. Alcanzó a salir la mitad del grupo, cuando Diana apareció para frenarlos. Se desplazaba descalza, con sus cabellos despeinados, moviéndose junto a su lento caminar. Estaba vestida con la muda extra que Iri ocultó en el tronco, lo más llamativo de todo, era que cargaba un pequeño niño sucio y herido en sus brazos.
“Es la reina, ha vuelto”, los soldados comenzaron a esparcir la frase al interior del castillo. Los niños los escucharon. De los dos, solo Elías corrió hacia la entrada, interesado en descubrir el porqué su madre despertó esa clase de sorpresa. Al verla, sus dudas se esclarecieron. Había actuado por su cuenta rescatando a un esclavo. Supo distinguirlo por las cadenas que colgaban de sus piernas y los harapos típicos del desierto.
—¿Madre? ¿Por qué?
Diana hizo contacto visual con su hijo. Elías temió, seguía tan fría como siempre, pero además de eso, ahora escondía en sus ojos, algo misterioso que lo forzó a hacerse a un lado, tal y como hacía en sus encuentros con la elfa de sus sueños.
Megara se apresuró, abriéndose paso entre los hombres para confirmar sus sospechas. Se trataba de Claus.
—¡Mi hermano! ¡Mi querido hermano! —Se abalanzó y lo tomó entre sus brazos, abrazándolo como nunca antes lo había hecho—. ¡Gracias, mi reina! ¡Gracias por salvarlo!
Megara no era de llanto fácil, pero con aquel reencuentro desbordó en lágrimas. Claus tenía alrededor de cinco años, lo único que entendía del mundo, era el dolor corporal y emocional, que el vivir le producía. Despertó después de escuchar el agradecimiento de Megara, reconocía a la única voz que le daba calma y seguridad. Sabía que estando con ella, todo sería mejor.
La desobediencia de la reina hacia su esposo, su actitud irresponsable, su impudencia debían ser castigadas. En otros reinos los reyes azotaban a sus esposas, abrían heridas en las espaldas, la parte de sus cuerpos que solo ellos conocían, pero Diana no era una humana, se curaría rápido y no recordaría sus errores cargando con heridas. Los guardias la trasladaron a la habitación real, allí la esperaba Empirio sentado en el borde de la cama bebiendo una copa de vino.
Luego de unos momentos de quietud, la mujer rompió con el silencio.
—¿Mi esposo desea que me quite el vestido y me arrodille? —dijo, manteniendo tranquilidad, pese a su cuestionable comportamiento.
—Acércate —dijo Empirio.
Diana se aproximó en paso firme. No olía el inconfundible aroma dulzón del vino, era porque sus sentidos se apaciguaban al regresar a su forma humana de nuevo. No supo descubrir si Empirio estaba ebrio, si las palabras que salieran de su boca serían sinceras.
—¿Por qué arriesgaste tu vida por un niño esclavo?
—Para ganarme la gratitud de la hechicera.
—No querías su gratitud, querías su obediencia —descubrió.
Diana se despojó de su vestido. Empirio soltó la copa, derramando lo que quedaba. El color azulado corría desde los pies de la dragona, hasta la mitad de sus muslos.
—¿Dejé de ser deseable para mi esposo? ¿Es porque soy fría como el hielo? ¿Es porque no puedo abrigarlo en la noche?
—No lo hiciste por celos. ¿Qué buscas de la chica?
—Hay muchas cosas que Megara hace… que yo no puedo hacer.
El rey la sujetó del brazo izquierdo y la lanzó sobre la cama. Diana cerró los ojos, sintió los labios de Empirio robándole el aliento, su mano recorrerle la pierna sin temor a toparse con el frío de su cuerpo.
Megara los escuchó detrás de la puerta. De ahora en adelante, no sería propiedad del rey sino también de la reina. Para ella, recuperar a Claus era lo más importante. Haría lo que Diana ordenara.
—¿Por qué el fuego es azul? —preguntó Naila, intrigada, tocando la punta de una llama que alumbraba la lectura de Elías.
—Es el color del fuego de los dragones plateados —contestó sin perderse entre las letras clefias. Conocía poco de la escritura de los antiguos magos que practicaban las artes oscuras, pero tenía la obligación de saber más de ellos por si en un futuro se encontraba con sus seguidores. Para los historiadores los Clefios estaban extintos, sin embargo existían muchos libros que explicaban sus métodos y diccionarios que servían para traducir sus garabatos.
—¿Me muestras tu forma de dragón?
Naila afirmaba que Elías era su amigo, pero para él, ella era simplemente la única en el castillo con la que podía jugar y cometer travesuras como la de escaparse de su entrenamiento para pasar la tarde en el bosque, cavando y trepando árboles. La amistad no era un concepto con el que estuviera acostumbrado manejar.
—Claro que no.
—¡¿Por qué?! —Naila no aceptó un “no” como respuesta, apoyó los puños sobre la mesa con violencia, provocando que la pila de libros se derrumbara sobre las páginas, volcando, al mismo tiempo, la tinta que Elías guardaba en un frasco para escribir sobre el pergamino.
—¡Mira lo que has hecho! ¡Vete a dormir y déjame estudiar! —gritó Elías, ya harto con la insistencia de Naila en quedarse en su habitación durante la noche.
La coneja, enfadada, se subió a la mesa y expresó:
—Al principio pasábamos más tiempo juntos. ¿Te aburriste de mí?
—Hay otros niños en el castillo. ¿Por qué no te haces amiga de ellos?
—¡Porque nadie en el castillo es como tú!
Elías quedó boquiabierto, era la primera vez en toda su vida que alguien lo consideraba importante. Siempre fue el segundo dragón, el hijo de la reina que no sería príncipe, el estudiante que se esforzaría en ser un erudito del que nadie pediría consejos.
—Limpiaré lo que hice si eso te hace feliz. —El enojo en Naila disminuyó tanto, que Elías comenzó a ver tristeza en su rostro sonrojado. No quería que estuviera triste, después de todo, a ambos les gustaba permanecer en compañía del otro.
—Si fuera mi decisión, te mostraría mi forma de dragón… pero el rey me lo prohíbe. ¿Te han prohibido algo alguna vez?
Naila se puso a pensar, sí existía algo en lo que sus padres eran muy estrictos.
—Sí… no puedo quedarme despierta cuando hay luna llena.
—¿Por qué?
Naila se tiró sobre la cama y cubrió su cara con la almohada. Elías lo interpretó como una manera de escapar de la pregunta. Respetó su privacidad. Retomó la lectura, lo que quedaba de las páginas entintadas con grandes manchones negros. La luna creciente se movió en el cielo estrellado hasta desaparecer, señal de que el tiempo transcurrió mientras acababa con sus tareas.
—Elías. —Naila despertó al sentir la cama hundirse por el peso de su amigo sentándose en el borde.
—Perdón si te desperté. Amanecerá pronto.
—¿Lo que dijo la reina ocurrirá?
—¿Te refieres a que me convertiré en el protector del reino?
Naila asintió. Elías no comprendió por qué no tenía la misma sonrisa que enseñó al enterarse del futuro que le esperaba.
—Sí, ocurrirá.
—Podrías… morir.
Todo cobró sentido para el joven dragón, le afligía pensar en perderlo. Se alegró de recibir otra demostración de afecto.
—No te preocupes, no es sencillo asesinar a un dragón.
La ignorancia de Elías lo salvó de odiar a su madre. Diana ya había encomendado una misión a Megara a cambio de haber rescatado a Claus. Esa misión era asesinarlo.
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