Black dragon - 23
Su servicio del día hubiera culminado, si Diana no le hubiese pedido que se quedara a tomar una taza de té en la habitación real. Pasar sus ratos libres con la reina no era de los mejores planes, más aún cuando el sol se ponía lentamente en el horizonte. Pronto la luna llena brillaría en su máximo esplendor, invitándole a perder la cordura.
Diana se encargó de servirle. El agua caliente estaba teñida de un color rojizo. El té era una bebida universal, los conejos también disfrutaban de las hierbas, pero los dragones eran diferentes. El sentido del gusto no estaba muy desarrollado como para distinguir sabores, sin embargo, Diana compartía una taza de té para conversar y afianzar las relaciones con sus aliados. Transcurrió el tiempo desde que su dama de compañía se enteró de que pretendía matar a Elías, su silencio fue una buena señal.
—Bebe —insistió Diana, luego de ver cierta quietud en Iri.
La mujer alzó la taza, sintió la porcelana tibia con los labios y dio el primer sorbo. Diana la imitó.
—Nuestros hijos se han vuelto buenos amigos —comentó.
—Sí. Son inseparables.
—Elías nunca ha sido sociable. Tiene un hermano mayor llamado Damian. ¿Ha escuchado de él?
Iri negó con la cabeza.
—Damian y Elías son gemelos, pero nacieron con varios amaneceres de diferencia. Damian nació antes de que prestáramos nuestros servicios a Advaland, Elías lo hizo después de que me instalara aquí. El mayor permaneció en el Castillo Blanco, en las tierras de dragones plateados, bajo la tutela de su padre. Empirio no sabe sobre la existencia de mi otro hijo. No quería que también solicitara su apoyo. Es nuestro deber servir, pero estar ligado a un reino nos limita.
—Entiendo —habló Iri, pensando en la motivación de Diana por contarle sus secretos. Tal vez solo buscaba a alguien con quien hablar, alguien que la escuchara sin juzgarla, o comentar sobre “el invierno” avanzando cada día en su cuerpo.
—Siempre me pregunté por qué Elías no nació junto con Damian. Mis hermanos afirmaban que era débil, que no sobreviviría estando fuera de mí… me gustaba creer que reunía fuerzas consumiendo mi salud. Eso me calmaba, no soportaba la idea de que un hijo de Eliot fuera débil.
—¿Cómo es Eliot? —se animó a preguntar Iri.
—Lo considero el dragón más fuerte, no por el número de batallas que ha liderado, ni por los reinos que ha protegido. Él sabe cuándo actuar y cómo hacerlo.
Hubo silencio.
—Supongo que piensas lo mismo de Niels, que es el conejo más fuerte de todos.
Iri asintió con la cabeza. Conocía todo de su esposo, tanto sus fortalezas como sus debilidades, sin embargo, continuaba maravillada con la fuerza interna que lo movilizaba para proteger a su familia y ganar batallas.
Los últimos rayos de sol terminaron de alumbrar, las llamas azules se encendieron de repente en las velas de la habitación. Iri miró la nueva iluminación con fascinación.
—Parece magia, pero no lo es —agregó la dueña de las llamas azules—. Se dice que a los dragones los creó un mago a partir de un humano, yo me inclino por la teoría de que la misma naturaleza nos creó en su agonía.
—¿En su agonía?
—Así es… como ocurrió con ustedes y su maldición.
La palabra “maldición” sembró temor en la sirvienta.
Diana continuó:
—Existe la leyenda de un dios que perdió la guerra. Vagando por el bosque encontró un conejo que se ofreció como alimento. Esa no es la única leyenda de los conejos. Los Clefios escribieron sobre la agonía de la naturaleza, del rugir de los volcanes que destrozan la vida, de los rayos que caen sobre los árboles para incinerarlos. Algo intentó recompensar el sacrificio de una pequeña criatura, en cambio, volcó en ella todo su enojo. El mismo enojo que la eternidad talla en los inmortales.
Iri vio la imagen borrosa de su reina, mientras narraba las creencias de los magos oscuros, de los asesinos de razas, de los amantes del conocimiento que desbordaban de ambición y malicia.
—¿Qué… me sucede? —Se tocó la frente, estaba sudando. Trató de entender los cambios en su cuerpo, el frío recorrerle la piel, haciéndola temblar.
—Los dragones plateados no aprobamos la existencia de dioses. Para nosotros, los elfos eran como los dioses para los demás, porque eran como nuestros amos, pero a ellos ya no les importa el mundo donde viven. Así que no tenemos en qué creer.
Iri trastabilló con la pata de la mesa y cayó sobre la alfombra. Escupió gotas de sangre, las que formaron parte del cuero teñido de rojo, igual al té que bebió. Todo cobró sentido, había sido una tonta.
—¿Me… envenenó?
Diana se acercó a su dama de compañía y le susurró al oído:
—Será noche de luna llena.
Niels ubicó a Naila sobre un montón de heno, reunido en la celda escogida por Jarol para detener la locura.
—Agradezco tu ayuda —dijo el hombre mirando a Nona detrás de los barrotes de la prisión continua—. Iri contaba con la resistencia del acero.
—Los herreros humanos son habilidosos, pero al desconocer la magnitud del daño que provocamos, estas celdas no son suficientes para resistir la maldición —comentó Nona recuperando el pequeño frasco que le ofreció a la familia vecina. Se trataba de una poción de sueño diseñada por ella misma para protegerse.
Naila se introdujo en un profundo sueño, sin tener la oportunidad de preguntar qué bebió.
—¿Dónde está Iri? —preguntó Nona.
—No lo sé. La he buscado por todas partes. Comienzo a preocuparme por ella.
Nona pensó en cómo ayudarlo. Las nubes estaban cerca de liberar a la presa luna, el tiempo se agotaba.
—Tráeme aquella cubeta con agua. Te ayudaré a localizarla —pidió señalando al otro lado.
Niels obedeció y se arrimó. El espacio entre barrotes era estrecho, no obstante a Nona le bastó para estirar el brazo y tocar el agua con la punta de sus dedos. El guerrero conejo observó las ondas moverse. El reflejo de la joven hechicera se transformó en una nítida imagen de la habitación de la reina.
Iri todavía se encontraba en el suelo, retorciéndose de dolor. Diana contempló el bello paisaje nocturno y calmo. Las nubes viajando, la luz blanca de la luna, que como un ejército en plena guerra, se desplazaba del este hacia el oeste.
—Entiendo la necesidad de tu familia de habitar este castillo. Te ofrecieron riquezas que no hallarías en otros lugares, pero tu sola presencia pone en peligro a mi señor esposo, a sus guerreros, a todo lo que debo proteger. —Se volvió hacia Iri. La observó sufrir. Aguardó a que cambiara y le mostrara que no estaba equivocada, que traicionarla era la salvación de Advaland.
Finalmente, la luna reinó en el cielo. Iri no pudo evitarlo, la maldición era poderosa, y no era nadie para frenarla. Solo era una coneja entre miles y miles. No era especial, no era igual a Niels que podía ver a los monstruos, cuando ella solo veía oscuridad. Los dientes se alargaron, convirtiéndose en filosos colmillos, los ojos modificaron su color a un rojo vivo, el pelaje que cubría las orejas se erizó, se paró en puntas, horrorizando el aspecto de la fina dama.
—Ven, Iri. Muéstrame tu enojo —la invitó Diana separando los brazos, haciendo que su vestido aumentara su volumen con ayuda del viento. La coneja dio un espectacular salto en el aire. El cabello castaño parecía una larga red que muy pronto estaría cayéndole encima para apresarla. Ambas hicieron contacto visual, únicamente Diana rememoró sus días juntas, la conexión que tuvieron como seres que anhelaban la libertad, el dejar de temerle al mañana, ya sea “el invierno” o la “luna llena”.
La dragona cerró los ojos, se disculpó y se apartó del camino de Iri. La bestia no se detuvo, cayó desde el último balcón de la altísima torre, para acabar estrellándose en el patio central. Iri hincó una rodilla al suelo, creando un cráter como resultado. Inmediatamente, se fueron formando grietas, cada vez más profundas en el piso. Las torres se agitaron, una bandada de cuervos voló, espantados por la repentina sacudida. Ese fue el inicio del caos.
Nona no percibió lo que ocurría, así como Naila, durmió dentro de su celda.
—¡No puede ser! ¡Iri! —exclamó Niels levantándose de golpe para correr detrás de su esposa. El agua en la cubeta de madera se volcó, la escena que se reflejaba en el agua desapareció.
—¿Papá?
A pesar de la desesperación del hombre, escuchó la débil voz de su hija llamándolo. Impactado, volteó. Naila estaba sentada, mirando el ambiente que la rodeaba, analizando la situación como si realmente estuviera consciente.
—¿Conejita? —Niels se le acercó. Conservaba los mismos ojos que los de su raza al perder la cordura, sin embargo, algo diferente residía en ella. No parecía ser su pequeña.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Naila acortando la distancia entre los dos.
—Mamá está con la reina Diana. No te preocupes, la traeré para que estén juntas.
—¿Por qué permitiste que se quedara con ella?
Niels quedó desconcertado con la pregunta. Era diferente si se la formulaba su hija. Sentía que lo estaba culpando de la ausencia de Iri en un momento crucial como ese.
La niña se aferró a los barrotes sin apartar la vista del hombre. De a poco, fue doblándolos, ejerciendo una increíble fuerza para un cuerpo tan pequeño. Niels se vio reflejado en Naila, por fin vio la herencia que dejó en ella.
—La traeré aquí. Por favor, espera a que regrese.
—Ya he esperado demasiado —confesó.
La reacción de Niels fue tardía, Naila escapó de la celda. A suma velocidad subió las escaleras al piso superior. Los ventanales de los pasillos eran grandes, permitían ver el paisaje alrededor del castillo y el fuego de las antorchas que se encendían en dirección a ellos.
Elías se asomó por la ventana, el temblor que experimentó la torre no era normal. Estaba dentro de una construcción de cientos de años, que había soportado invasiones y temporales feroces.
—¿Qué ocurre afuera?
No se quedó a esperar las noticias, se dirigió a la puerta de su habitación, cuando sin previo aviso, se topó con Megara.
—¡Su majestad me ordenó protegerte! —anunció sujetándolo del brazo con brutalidad.
Elías confundido, se rehusó a cooperar y le pidió que lo soltara.
—¡Ven conmigo! ¡El castillo está siendo atacado! —Megara estaba dispuesta a arrastrarlo si era necesario, con tal de cumplir con la orden de su rey.
—¡Suéltame, bruja! ¡Soy un dragón plateado, no requiero de tu protección!
La hechicera lo abofeteó. Elías no lo recibió como un castigo por su rebeldía contra el rey, sino como un desesperado llamado de atención. Decidió dejar de resistirse.
Empirio asistió a Diana, pensando que había sido atacada en sus aposentos.
—Fue Iri, esposo mío —explicó—. Ha caído, pero sigue con vida.
El rey salió al balcón. Iri estaba en una pieza, pese a la tremenda caída y a los efectos del veneno que le sirvió Diana.
—No durará mucho. En este momento un grupo de soldados está invadiendo la aldea de conejos. Los mejores están en el castillo para combatir con…
Virtanen estuvo a punto de nombrarlo, a aquel guerrero que le había traído una victoria y se había ganado el cariño de una buena parte del ejército. Aquel guerrero “El indomable”, el que parecía que nada ni nadie podía derrumbarlo, perseguía a una conejita, con la torpeza de un gigante desorientado.
Iri miró a su familia, pero no la reconoció. Detrás de los ojos rojos solo existía una ira incontrolada, injustificada para la centrada Iri, la madre y la esposa que cuidaba de los suyos con dedicación. Dio unos pasos inseguros hacia ellos. Diana se sumó a su esposo para presenciar el fin de los conejos, pero cuando arribó al balcón, sus piernas se debilitaron y se desplomó.
—¡Diana! —Empirio la tomó entre sus brazos.
Sangre escapó de la boca de la reina. La dragona mojó los dedos para comprobar sus sospechas. Acto seguido, reunió fuerzas para levantarse, se apoyó sobre el barandal de mármol manchando el blanco puro con su sangre. Fue allí cuando divisó al culpable. Megara estaba del otro lado del patio, de la mano de Elías, observando su plan ejecutarse sin fallas. A pesar de la distancia, consiguió diferenciar la sonrisa maliciosa de la hechicera.
—Esa… maldita… mujer.
Megara halló la forma de matar a un dragón y la probó en su rival. Debía envenenar el té para Iri, así que aprovechó la oportunidad para mezclar sus ambiciones personales, con la petición de su reina. No tenía razones para asesinar a Elías, pero sí para asesinarla a ella. Amaba a Empirio, también amaba la idea de convertirse en reina, de darle lujos a su hermanito y nunca más acercarlo a la vida de un sirviente o la de un esclavo. Los hermanos Liapsis gobernarían.
—¿Madre? ¿Está… sangrando?
—La vida de la reina se extingue. “El invierno” es cruel, mi joven Elías. —Megara se agachó a la altura del niño dragón y siguió—: No temas, prometo que siempre te protegeré.
Llegado el momento de la muerte de Diana, Elías sabía que tenía prohibido llorar, sería su sucesor, el protector del reino. Un guerrero con esa posición no demostraba emociones, tenía el deber de servir y obedecer.
—No quiero… que mi madre fallezca.
Megara fue testigo de las lágrimas del infante. Lo rodeo con sus brazos, el contacto físico, el consuelo de la mujer, era demasiado reconfortante como para apartarse. Elías se aferró a la hechicera.
—¡MALDITA! ¡TE ASESINARÉ! —sentenció Diana, enfurecida, viendo cómo su lugar era usurpado por una humana. Se esforzó por transformarse, pero con solo intentarlo, su cuerpo se debilitó aún más. Se resbaló con su propia sangre sobre el mármol y acabó cayendo de la torre.
Empirio se estiró para alcanzarla, no obstante fue demasiado tarde. Diana impactó sobre el duro suelo de piedras. Los dragones eran resistentes, la caída no le arrebató la vida, pero sí la acercó al peligro de la coneja maldita. Iri giró, la corta memoria en ese estado le permitió rememorar a Diana, la primera en ver tras su despertar.
—¡Arqueros! —gritó el rey. Los soldados que se ocultaban en los muros se asomaron con sus arcos y flechas listos para disparar.
—Es la reina Diana —la identificó Naila. Niels no escuchó a su hija, estaba concentrado en encontrar una salida segura. Estaban rodeados, un mal cálculo y las flechas acabarían con su familia. De haberla escuchado, la historia hubiese sido diferente. Naila se apresuró hacia la dragona. Fue tan veloz, que solo Iri logró verla. Diana sintió su vestido romperse, los pétalos de las rosas celestes desprenderse. Naila abrió heridas fatales en ella con casi invisibles zarpazos.
Empirio vio a la niña coneja cubierta de la sangre de su amada. Vestía adorable como una muñeca, pero las manchas y los restos de piel de su esposa, la convertían en un ser macabro.
Megara abrazó con más intensidad a Elías, evitando que presenciara el impresionante hecho. No necesitaba que un dragón se transformara y que se descontrolara delante de su rey.
El grito de dolor de Empirio fue la orden para que los arqueros dispararan. Niels visualizó las flechas, la lluvia de muerte, descender del cielo estrellado, de la enorme luna que los condenaba a vivir un infierno. Luego miró a Iri, escuchó su voz en la mente, la voz que le susurraba “¿cuál es nuestra prioridad?” exigía que le respondiera, que la calmara, que le brindara paz antes de morir.
—Es Naila. —Niels apretó los puños, tomó impulso y saltó para proteger a su hija. Hizo su elección, la última dolorosa elección. Aterrizó y puso su cuerpo como escudo. Abrazó a Naila llorando a la mujer que amaba, llorando por haberla dejado atrás. Las flechas atravesaron a Iri. La bestia luchó para sacarlas, pero más se clavaron, clavaron y clavaron… hasta que, por fin, paró de moverse.
Gobernó el silencio.
Niels se incorporó. La mayoría de las flechas rebotaron al entrar en contacto con su cuerpo, no obstante, algunas se incrustaron débilmente en su carne. Se quitó las que estaban en sus hombros.
—¡Arqueros!
Oyó la exclamación del rey. No se atrevió a voltear y ver el cadáver de Iri, prefirió ver el rostro inexpresivo de su actual hija, de ojos rojos como la sangre que la cubría. Luchó para regalarle una sonrisa, para ganarle a la tristeza.
—Nunca olvides que mamá y papá te aman. Cuando te sientas sola, piensa en nosotros abrazándote, acunándote y abrigándote. Cruzaremos a este lado y te acompañaremos aunque no nos veas. Sé que este mundo puede ser una pesadilla, pero recuerda que lo bueno de las pesadillas, es que al final te despiertas.
Niels posó la mano sobre la cabeza de Naila, deseando que sus palabras alcanzaran a la coneja indicada. Ela las recibió y las talló en su mente para que Naila siempre las tuviera presente.
—¡Disparen!
“El indomable” liberó un grito poderoso, provocó que los arqueros no pudieran moverse. Aturdidos y desorientados bajaron sus arcos. La avalancha de destrucción se desató, Niels saltó sobre los muros y acabó con todo ser viviente. Separó cabezas, miembros, mordió cuellos, aplastó cuerpos. Empirio miró horrorizado la pila de restos humanos que caían. Su reino padecía, y apenas era el principio. Primero sería su castillo, después el pueblo.
Elías se separó de Megara, reconoció a algunos caballeros pintar charcos en el suelo al impactar desde los altos muros. Eran sujetos cuyas destrezas eran envidiables. Actualmente, se habían vuelto sacos de grasa, carne y huesos desplazados por todo el patio.
—Este horror es culpa de la maldición de la luna llena. Los conejos no son tus amigos, son enemigos —señaló Megara.
—Es… imposible.
Virtanen retrocedió aterrado, al ver a Niels pararse sobre el barandal de mármol. La sombra que proyectaba sobre él era inmensa. Las llamas azules se agitaron detrás, tratando de combatir con la penumbra de la habitación.
—No queríamos hacerles daño. ¿Por qué iniciaron esta guerra? Ustedes no están malditos. ¿Por qué siguen destruyendo de este modo?
Empirio no respondió, se encontraba demasiado asustado como para hablarle al gigante albino que se erguía poderoso, juzgándolo antes de condenarlo a muerte. El rostro de Niels estaba empapado de sudor, sangre y lágrimas. No era la imagen de un verdugo como el rey lo veía, era la de un hombre sufriendo.
—Tú… y los de tu raza… son monstruos —acusó Empirio.
—Las historias de tu reino dirán que somos monstruos, las del mío dirán que ustedes lo fueron. Lo seguro es que nunca seremos los villanos.
Empirio cerró los ojos, esperó el golpe de gracia, no obstante, un tercero estuvo en desacuerdo con ese final. Una luz celeste se desplazó hacia el conejo y lo arrojó por el balcón. El rey sintió calor, su larga capa se calcinó de repente. Las llamas azules estaban más cerca de lo que recordaba.
Niels viajó por los aires y acabó colisionando contra los muros en el extremo este del castillo. Empirio se movilizó para ver lo que había ocurrido. Debajo, vio a un hombre rubio vestido de blanco. Diana, apenas consciente, descifró la presencia del extraño. Esa inconfundible presencia que ansiaba ver.
—Eliot.
—¿Padre? —Elías recordaba vagamente a su padre, pero lo suficiente como para reconocerlo—. ¡Padre!
Que Eliot asistiera a Advaland era una señal de debilidad por parte del reino. Significaba que los dragones implicados en su protección eran incompetentes y que peligraba la permanencia de los mismos. Eliot miró a Elías, silencioso, inmutable.
Niels se puso de pie, no llegó a enterarse de quién o qué cosa lo empujó con tremenda fuerza física. Regresó al patio, solo halló una cara nueva, los demás eran cadáveres.
—¿Fue ese soldado el que me noqueó? —se preguntó. No parecía fuerte, era de estatura promedio, muchos soldados del ejército eran más altos y fornidos que él. No representaba peligro, a no ser que no se tratara de un humano.
Caminó en su dirección. Fue notando el parecido con Elías y la reina Diana. Comprendió que era un miembro de la familia de los dragones.
—Hay más en este reino. Es un problema.
Aceleró el paso, formó el puño en su intento por derrotarlo de un solo golpe. Eliot lo evadió, se posicionó detrás y le atravesó el pecho con la mano desnuda. Niels bajó la mirada, vio su propio corazón latir fuera de su cuerpo, sujetado por los dedos escamosos del dragón, y las garras enterradas en él.
Eliot retiró el brazo, aún con el órgano de su rival apresado en su mano. El guerrero conejo cayó sobre sus rodillas. Todavía estaba vivo para que pudiera ver a su asesino enseñándole la enorme diferencia de poder que los dividía.
—La maldición de la luna llena —habló Eliot—. ¿Esto es lo que nace de la ira? No es nada comparado con la fuerza de un dragón.
Aplastó el corazón, extrayendo hasta la última gota de vida. Niels terminó de desplomarse. El sonido del pesado cuerpo, las nubes llevándose la luz blanca de la generadora de todo ese caos, devolvió a Naila de su profundo sueño. La niña despertó ahuyentando el color rojo en sus ojos.
—¿Dónde… estoy?
Eliot notó a la última sobreviviente.
—¡Espere, padre! —exclamó Elías acercándose.
El dragón adulto arrojó el corazón a los pies de su hijo. Elías no pudo quitar la repulsión que le provocaba ver el corazón aplastado. Quiso vomitar, pero soportó las ansias para no quedar al descubierto.
—Por favor, padre. Llévese a mi madre. Debe ser tratada pronto o morirá. La medicina de los humanos es inútil. Ella está muy enferma.
Diana se avergonzó por el atrevimiento de Elías. Era una prueba evidente de su fracaso al educarlo. Si un dragón no era fuerte, estaba muerto aunque siguiera respirando.
—¡Mamá! ¡Papá! —gritó Naila descubriendo los cadáveres de sus progenitores—. ¡¿Por qué?! ¡¿Por qué los mataron?!
El llanto de la niña fue lo único que se escuchó en aquel desgarrador escenario.
Eliot miró arriba, Empirio no sabía cómo explicar los hechos. Llegó a creer que los dragones plateados lo abandonarían, que lo dejarían combatiendo solo con los conejos sobrevivientes.
Eliot levantó el dedo índice y dijo:
—Una. Esta fue una oportunidad. La próxima ya no habrá salvación para Advaland.
Comments for chapter "23"
QUE TE PARECIÓ?