Black dragon - 25
El dragón ceniza, una creación de Megoz y Megara, se elevó en el cielo negro de humo, atentando contra la vida de los habitantes de Advaland. Inició con el derrumbe del castillo al transformarse, luego con las ráfagas de viento que producían sus alas al moverlas, lo que arrasaba con los techos de las casas, y por último, con las llamas violetas que más que quemar, desintegraban todo aquello que tocaba. La muchedumbre corrió desaforada hacia las afueras de las murallas. El monstruo alado era espantoso al igual que mortal. Nadie podía descifrar cuál sería su rumbo, ni siquiera el propio Elías que compartía parte de su naturaleza. Los soldados no dieron abasto para controlar a la gente, unos murieron siendo aplastados o asesinados por grupos de ladrones, en su afán de despojarlos de sus armaduras para venderlas en cuanto salieran. Sabían que Advaland caería, su hambre se multiplicaría en el exterior.
Elías desenvainó la espada para cortar a quienes intentaban atacarlo. Ya sean vagabundos, prostitutas, incluso niños adiestrados para matar, todos eran sus enemigos si se interponían en el camino del deber. Advaland mostró su verdadera cara, la que muestran los humanos cuando se ven acorralados. El egoísmo y el heroísmo se hicieron presentes. Padres sacrificándose para proteger a sus hijos, otros optando por hacer lo opuesto. Carretas repletas de heridos por atender, carretas repletas de barriles de vino y hombres que apenas podían moverse con el peso de tanto alcohol en su sangre.
Llegando a la plaza principal, sede de ejecuciones públicas, Elías se detuvo a ver el terrible escenario. Todo a su alrededor era un completo caos, ya ni siquiera podía distinguir entre las siluetas que se movían entre tanto humo y polvo. Posiblemente habría muchas víctimas que no vería, pero debía hacerlo.
Naila escuchó un rugido conocido. Después sintió el temblor arrojar más rocas sobre ella. Las eludió con agilidad, su cuerpo cargaba con muchas cicatrices, sin embargo desde que Megara descubrió las escamas plateadas en ella, no volvió a sangrar. A pesar de eso, el escaso oxígeno en el ambiente la debilitaba. Se ayudó en lo que quedaba de una pared para mantenerse de pie, mientras el suelo volvía a agrietarse hasta desprenderse, dejándole un único y estrecho camino seguro hacia la sala del trono.
Miró al cielo ennegrecido, no quedaba resguardo alguno para los que continuaban en el reino. Ahora dos dragones batallaban. El plateado sujetó del cuello a su adversario, este conservaba un menor tamaño y su peso no se comparaba con el suyo. Tomarlo fue sencillo, el último dragón con el que luchó lo llevó a alcanzar sus límites, agradeció que Claus fuera diferente.
Era el hermano de la reina quien puso a su rey en el trono para desangrarse, no Raito como pensó con los derrumbes y el calor sofocante de las llamas en el aire. Lo descubrió usando el olfato, tenía impregnado el olor de la magia oscura, era nauseabundo, de la materia orgánica en descomposición, maloliente y rancio. Empirio tenía enemigos por doquier, no obstante que se tratara de Claus fue inesperado. A Megara no le convenía un episodio como ese, por lo tanto, no podía pensar en otra explicación que justificara el porqué del ataque, más que la de haber sido engañada por alguien más astuto que ella.
Voló con Claus fuera de las murallas. El dragón ceniza no tenía brazos, estos se habían fusionado con sus alas, así que no pudo zafarse del agarre. Su confección no lo ayudó, no era apto para el combate. Aunque sus llamas violetas eran distintas, sin un objetivo claro, Elías podía redireccionarlas a su gusto. Lo lanzó al bosque, haciendo que el aterrizaje violento creara un camino de destrucción de árboles. Luego liberó una llamarada azul. El dragón se retorció de dolor, las escamas grises no poseían la misma resistencia que la de los dragones negros, se fueron consumiendo como pétalos de flores respondiendo al fuego. No era un adversario digno, pero eso era lo que a Elías menos le importaba. Había destrozado el castillo, había hecho de la ciudad una pesadilla viviente. Advaland tardaría años en recuperarse.
Elías descendió, Claus continuaba moviéndose sobre la alfombra de vegetación muerta. Empirio le ordenó que le llevara su cabeza, eso mismo haría. Hincó una rodilla en el suelo, preparó las enormes garras para desprender la carne y el hueso, cuando de repente oyó los gritos de Megara.
—¡Por favor no lo hagas!
Sorprendentemente para el capitán, Megara había atravesado el campo de batalla en el que se convirtió Advaland, y arribó en el momento indicado. Volteó a verla, su vestido estaba despedazado, apenas colgaban unos retazos que tapaban parte de su desnudez. Sangraba de sus extremidades, de la cantidad de heridas abiertas por cortes. Se formaron moretones en su piel, el hombro izquierdo estaba dislocado. La mitad del rostro se encontraba enrojecido, tenía un ojo cerrado a golpes y el otro lloroso. Elías pensó que el pueblo aprovechó la oportunidad para volcar su ira en ella, también pensó que la reina no se quedó atrás. ¿A cuántos habrá asesinado a su paso? ¿Cuántas espadas habrá elevado para decapitar, desmembrar y degollar? Nadie sería capaz de contar las víctimas porque todas terminaron siendo trozos de carne para los perros callejeros, que más que terror a los dragones, albergaban el terror del hambre.
—¡Deja a Claus vivir y convenceré al rey de perdonarle la vida a Naila! —trató de negociar. Elías conocía a Megara, el tiempo se encargó de educarlo para entender las intenciones de la maldita reina que debía proteger. Giró nuevamente hacia Claus, ella insistió.
—¡Con Megoz descubrimos que está embarazada!
La revelación de la hechicera detuvo sus movimientos.
—¡La cubrió una coraza de escamas plateadas cuando intentamos lastimarla! ¡Ambos sabemos que ustedes protegen a sus madres incluso antes de nacer! ¡Un dragón plateado crece en su vientre!
Elías se volvió y le rugió enfurecido. El viento hizo que Megara cayera de espaldas. Los dragones no se podían comunicar adoptando esa forma, sin embargo, entendió lo que Elías dijo a la perfección. No creía en la veracidad de sus palabras. Nunca existió ser capaz de engendrar un dragón y que no sea miembro de ellos.
Megara se esforzó por incorporarse. Estaba empecinada en salvar a su hermano de las garras del capitán.
—¡Por eso te rechazó! ¡Porque no quería que su hijo acabara como tú, preso del deber! ¡Si te aceptaba sabrías hacia dónde escaparía! ¡Con el tiempo terminarías descubriéndolo!
De repente, el cuerpo del dragón ceniza liberó vapor. Megara corrió en dirección a Claus. Sintió su piel quemándose con las altas temperaturas, pero continuó como si eso no fuera un impedimento. Tosió y cayó de rodillas, no se había dado cuenta de que Elías retornó a su apariencia humana, hasta que el hombre la jaló de los largos cabellos hacia atrás para distanciarla de su objetivo. Megara gritó, con el ojo sano visualizó el pie de su hermano, estuvo tan cerca de llegar a él, que le fue tremendamente doloroso alejarse.
—¡Por favor! ¡No lo mates! —suplicó.
Elías se inclinó para susurrarle al oído:
—¿Recuerdas la visita de los tres reyes?
La mujer asintió, entre sollozos.
—Uno de los reyes suplicó por su vida. Te ves igual de patética que ese anciano.
—¡Nos iremos de Advaland! ¡Renunciaré a mi puesto de reina! ¡Jamás volverás a vernos!
Elías apretó el cuello de la hechicera. La primera vez que lo hizo, estaba cegado por la ira. Esta segunda vez lo disfrutó.
—Cierra la boca. Tengo órdenes de llevarle la cabeza de Claus al rey. Estuviste ahí, cuando me ordenó delatar a Naila. Esa fue la decisión más difícil que he tomado en mi vida. Traicioné a la mujer que amo. Míranos ahora, ¿por qué no acataría esta simple orden?
La mujer emitió quejidos entrecortados. Rasguñó el brazo de Elías, pero la piel de un dragón era demasiado dura, lo que podía herir en humanos, no lo haría en alguien así. La liberó, cargar con la muerte de Megara sería una molestia si seguía trabajando para Empirio, ayudándolo a reconstruir el reino arruinado. Se paró, la reina se aferró a la pierna del hombre, continuaba llorando en medio de súplicas y promesas demasiado ambiciosas como para cumplirlas.
—¡Ya basta!
La apartó y avanzó, pero la hechicera no desistió. Se le adelantó, se arrojó sobre Claus. Oyó el débil latir de su corazón dentro del pecho, tuvo esperanza. El vapor aún no se había disipado, por este motivo, el rostro de Megara recibió quemaduras más significativas, arrebatándole la belleza innata que poseía. El joven despertó y la llamó por su nombre. Megara le sonrió.
El aspecto de Claus era una combinación entre hombre y monstruo. La mitad era el auténtico guerrero que todos conocían, la otra, un dragón delgado, con los brazos extremadamente finos de los que se desprendían ramificaciones, que una vez formaron alas. Era espantoso de ver, sin embargo para la reina, seguía siendo su tierno hermanito. Estando consciente, comenzó a agonizar de dolor, a luchar por hacerse entender.
—Encontraré una poción que te ayude —le juró.
Claus no estuvo de acuerdo. Entre gemidos de dolor… le pidió que lo matara.
Elías los contempló a la distancia. Se preguntó cuánto tiempo tardaría Megara en ponerle fin al sufrimiento de Claus. Por un momento creyó que no lo dejaría ir, que lo sentenciaría a mantener esa horrorosa forma con tal de que estuviera vivo, pero se equivocó. Megara conocía la situación, el enorme problema en el que ambos estaban metidos. Prefería ser ella quien lo despidiera, y no la guillotina sobre su cuello, ni la espada de algún soldado atravesándole el corazón. Lo abrazó, lo lloró por última vez… y finalizó con su vida. Elías no presenció la ejecución, solo visualizó una luz violácea envolverlos.
La sala del trono se encontraba en calma. Por órdenes de Empirio, los soldados debían ayudar a los habitantes del reino, en lugar de quedarse protegiéndolo de los posibles enemigos. Naila se desplazó por el lugar. Empirio la avistó recorrer la larga alfombra manchada con un camino de sangre. Su esposa no cumplió con lo que le había prometido, Naila continuaba viva y sin heridas visibles. No se decepcionó de ella, la suerte parecía finalmente sonreírle a la coneja.
—¡Bienvenida de nuevo! —exclamó—. De niña no tuviste oportunidad de ver mi trono, ¿no es así?
Naila llevaba consigo una espada que recogió de los muchos cadáveres que yacían en los pasillos. Empirio visualizó la hoja brillar con la luz blanca de la luna. Era un brillo rojizo, no cabían dudas de que estaba elaborada con uno de los hermanos de Raito. Dulce ironía.
—Su reino ha caído —habló Naila—. No le queda nada por vivir.
Focalizó la mirada en la amputación del rey, notó que fue cauterizada. Era una clara evidencia de que Elías estaba al tanto de la condición del soberano. Se encontrarían si no se apresuraba.
—Estás bien informada sobre nuestras costumbres —comentó Empirio, abrigándose las piernas con parte de su tapado—. Un rey no puede reinar en la nada absoluta. En eso se convertirá Advaland. ¡Celébralo, coneja!
Virtanen brindó con la copa que todavía sostenía entre los dedos ensangrentados. Naila avanzó en pasos inseguros. Subió las escaleras y se enfrentó al rey.
—Adelante. Corta mi garganta, perfora mi corazón. Escoge la manera de matarme que te provoque placer.
Dibujó una sonrisa burlona. Jugar con la muerte nunca se sintió así de bien. La mujer le apuntó con la espada. No quería mostrarse débil, pero las lágrimas salieron sin obedecerla. Le era difícil mantenerse firme, sosteniendo con determinación el arma que le arrebataría la vida a Empirio. Rememorar la pesadilla de su pasado no la motivó a lastimarlo como esperaba, sino que las dudas comenzaron a carcomerla por dentro. ¿Sus padres lo hubiesen aprobado? ¿Estarían de acuerdo con que viviera con el recuerdo de haber asesinado a un rey? Las sonrisas de Niels e Iri jamás la abandonaron, los cálidos recuerdos en familia a los pies de la chimenea, escuchando las aventuras de su padre y las canciones de su madre. Si avanzaba, aquellos recuerdos serían reemplazados por ese momento. Sea Advaland un reino caído o no, la imagen de aquella hoja enterrándose en el corazón de Empirio la acompañaría hasta sus últimos días.
—¿Qué pasa? ¿Crecer te volvió una cobarde?
Naila apretó la empuñadura, impotente. Si algo le enseñó el tiempo compartido con Raito, era que la venganza podía ser engañosa, podría brindar fortaleza al derrotado, pero nunca el remedio para curar sus heridas. Raito siguió tan triste como al principio, aunque le hubiera dedicado una sonrisa momentos previos a ser decapitado por Elías. Haría cualquier cosa por volver a verlo. Sabía que, ni siquiera cobrando venganza por su memoria, lo conseguiría.
No tenía razones para continuar.
—Yo… —Naila batalló con su conflicto interno, no paró, hasta ganar—. Lo perdono.
Empirio la miró con los ojos bien abiertos, impactado por la decisión. Nadie más que ella tenía el derecho de proceder tomando su vida. Despacio, Naila bajó la espada. Sus músculos se relajaron, experimentó alivio en su pecho. El perdón era liberador.
A pesar de sobrevivir a la coneja, no pudo impedir lo que se avecinaba detrás. Empirio fue el primero en verlo, era un individuo de gran estatura, vestido por una capa negra que le tapaba la cabeza, proyectando una amplia sombra que oscurecía su rostro.
—Perdono todo el mal que me ha causado —Naila volvió a hablar.
—Pero yo no.
El sujeto le arrebató la espada y la ensartó en el corazón del rey. Virtanen contempló la expresión de confusión de Naila, junto con los ojos rojos, llenos de furia de Raito. El escenario cambió drásticamente, el dragón negro estaba vivo y acababa de ajustar cuentas pendientes. Estiró el brazo, trató de hablar, pero la sangre en su boca ahogó las palabras. Al fin regresaría con su amada, deseaba convencerse de que iría al mismo lugar que Diana, sin embargo, los dioses a los que renunció por ella, no concordaron con su plan. Vio sombras humanas alargadas volar sobre ellos. Ser aliado de un practicante de magia oscura atraía los malos espíritus, a las criaturas que los vivos no podían ver, únicamente los moribundos. Se le heló la piel. Dejó el brazo caer, estaba entumecido. Raito clavó profundo el resto de la hoja, ésta atravesó el trono. Naila vio los borbotones de sangre alcanzar el suelo y mojar sus pies descalzos.
Raito soltó la espada, Naila se dio la vuelta para corroborar sus sospechas.
—¡Estás vivo! —Lo abrazó con intensidad y lloró.
Los ropajes del dragón negro estaban sucios de cenizas, polvo y sangre. Era áspero, desagradable al tacto, sin embargo Naila no lo percibió así, sintió seguridad y calidez al aferrarse a su cuerpo. Raito fijó su atención en Naila. Los cabellos claros y rizados estaban despeinados, se habían oscurecido con la suciedad del ambiente, pero continuaba siendo ella, continuaba conservando el encanto que lo intrigó desde el primer momento en que la vio.
Le devolvió el abrazo.
—Tranquila… la pesadilla ha terminado.
Después de unos segundos disfrutando del reencuentro. Deslizó la mano derecha sobre la cabeza de Naila y dijo:
—No vine solo. Mira.
La joven se separó, siguió con la vista hacia donde señalaba Raito. Toto, Lulú y Nona estaban presentes, parados sobre sus dos pies, vestidos con sus respectivas capas negras. Naila corrió, ellos la recibieron con los brazos abiertos. No habían envejecido desde la última vez que los vio. La transformación que sufrieron hizo una pausa en el crecimiento de los conejos.
El encuentro emotivo provocó una sonrisa en el inamovible dragón negro. Fueron días aprendiendo de los tres hermanos, escuchando sus historias de la aldea, de las noches de luna llena y de la participación de Empirio en el exterminio. Tuvo más motivos para darle muerte al rey. Sus nuevos amigos merecían despertar de la pesadilla, tanto como él de la suya.
—¿Qué sucedió con sus cuerpos? —se impacientó Naila por saber.
—Las leyendas eran ciertas. Un dios del bosque nos devolvió nuestros cuerpos —explicó Nona—. El mismo dios que trajo a Raito de la muerte.
Naila volteó a verlo. Raito no lucía del todo convencido con la existencia del dios, del enigmático niño árbol que se le aparecía.
—Parece que tienes un aliado poderoso —comentó Naila.
Raito refunfuñó, si era tan poderoso le hubiera regresado también su otra mitad.
—Tenemos que salir de aquí. El dragón plateado se ha ido al bosque, pero puede volver en cualquier momento —advirtió Nona.
—No me gustaría encontrarlo, con un dragón ya tenemos suficiente —agregó Toto enseñando una sonrisa nerviosa—. Sin ofender, Raito.
—No lo ofendes si lo llamas dragón cuando ninguno de nosotros lo ha visto adoptando esa forma —dijo Lulú.
—Me agradaban más siendo animales —bufó Raito.
Naila rió, verlos juntos era una novedad. Podría acostumbrarse a esta nueva realidad, incluso le alegraba la idea de que siguieran unidos.
—Conozco una salida del castillo —notificó—. Rápido, abandonemos la sala del trono.
Elías y Megara emprendieron rumbos diferentes. La hechicera se perdió en la espesura del Bosque Real, mientras que el capitán regresó al castillo con la cabeza humana de Claus. Megara no protestó cuando fue separada del resto de su cuerpo. No creía en dioses, su hermano se había convertido en un ser inerte, así que quemarlo no le proporcionaría paz a su alma.
Los habitantes de Advaland también tomaron rumbos diferentes. Algunos prefirieron escapar hacia Amsrott, de los reinos conquistados por Empirio, era el más apropiado para volver a empezar sus vidas, por sus extensos campos de praderas ideales para cosechar. Los nobles sobrevivientes, mucho menos que los plebeyos por morar en el castillo, pagaron sus últimas monedas de oro para acompañarlos. Los que se dirigieron al reino de Marratech fueron los mercenarios que soportaban los crueles ambientes del desierto, aceptando trabajos para cazar criaturas extrañas y ofrecer sus partes al gremio de hechiceros, entre otras sectas que los utilizaban para sus experimentos. Al cabo de tres meses, Marratech se convirtió en un refugio para criminales, un territorio extremadamente peligroso. Lo que una vez fue el reino de Galcrok, terminó siendo tierra de nadie, ya que no hubo ni un líder, ni una sociedad organizada que lo poblara.
Los pocos que se quedaron en Advaland para reconstruirlo, formaron pequeñas aldeas independientes. Con el tiempo, el castillo de la dinastía Virtanen se convirtió en ruinas, en pruebas de un reino próspero, que deseó más de lo que podía poseer.
La decisión de quedarse o partir. Elías jamás consideró la posibilidad de enfrentarse a una encrucijada como esa. Halló a Empirio, estaba sentado en su trono, con una espada enterrada en el pecho. Amanecía sobre el castillo sin resguardo. Los rayos del sol iluminaron los cabellos rubios de Elías que se mecían con la brisa de la mañana. Se había vestido con la ropa de un soldado muerto. Fue la primera vez que se sintió en la piel de sus compañeros, con la fuerza insuficiente para proteger a su rey. Permaneció inmóvil, presenciando su fracaso. ¿Qué haría a continuación? Ya no existía nadie que le ordenara, solo vivía consigo el vago recuerdo de su madre diciéndole que ocuparía su lugar.
Se acercó al fallecido rey. Una trenza creada con hilos casi blancos, atada a la muñeca de Virtanen acaparó su atención. Reconoció a quién pertenecía. Cometió una terrible equivocación. Había brindado el escape perfecto a la asesina de un crimen perfecto. El ataque de Claus fue la distracción, el derrumbe del castillo, el caos en Advaland, todo fue pensado para que el rey fuera víctima de los hechos, o quedara en soledad para que Naila le diera el golpe de gracia. Sabía que Empirio siempre cuidaría de los suyos, por eso prometió acabar con toda amenaza para su pueblo.
Cayó sobre sus rodillas. Fue una teoría apresurada, pero era todo lo que tenía. Presionó su cabeza con ambas manos y gritó. Era la voz de un hombre traicionado, herido y principalmente derrotado.
Megoz detrás, observó al dragón caído. Estaba parado bajo la sombra de una torre de escombros. Un brillo destacó en la palma de su mano. Sostenía un cristal transparente, de los que Lilia encontró en una cueva en el Bosque Real.
—Está hecho, Gisli —notificó usando el cristal como un medio de comunicación entre él, y un prisionero.
Elías actuó, cortó la trenza y escapó con ella hacia la salida que le enseñó a Naila. Atravesó un extenso túnel. Los soldados y sirvientes del castillo estaban tan empecinados en abandonar el lugar, que ninguno vio la mejor salida para hacerlo. Tardó dos horas en llegar a su destino, la playa. La figura de Naila lo esperaba al final del túnel. Estaba igual a como la recordaba, con lo que restaba del vestido rosa, ahora mojado por el agua salada del mar. La mujer lo vio, tenía una expresión de tristeza y desesperación, todo lo que necesitaba ver para saber que se había enterado de la noticia.
—¡¿Por qué?! —preguntó Elías—. ¡¿Por qué tuviste que destruir un reino entero para asesinar a Empirio?!
Naila no respondió. Mantener el contacto visual ya era demasiado doloroso para ella, hablarle, la quebraría por completo.
De repente, Elías percibió la cuchilla de una espada rozarle el cuello.
—No te muevas —advirtió Raito a sus espaldas.
Un nuevo puñal se introdujo en el corazón del dragón plateado. Raito estaba allí, reforzando la traición de su amiga de la infancia.
—¿Dónde está mi otra mitad? —interrogó Raito aproximando más la cuchilla a su piel.
—Responde o te cortará el cuello.
Elías escuchó la voz de alguien más. Era Lulú. Los tres hermanos conejos aparecieron para apoyar a su aliado. Se ubicaron a los costados de Naila. Nona y Toto la tomaron de las manos. Naila agachó la cabeza, de los presentes, era la única verdaderamente afectada por la situación.
En base a eso, el capitán decidió hablar.
—No sé dónde está. Se lo entregué a uno de mis sirvientes y le ordené que no me dijera dónde lo escondiera.
—¿Por qué le pediste semejante estupidez? —dijo Raito.
—Porque quería olvidar el método que utilicé contigo para vencerte.
—Estás mintiendo.
—El rey y la reina no lo sabían. Actué por mi cuenta. Puse a las Fedreas en el bosque porque no podía vencerte —explicó Elías, para luego esbozar una sonrisa de rendición—. No me interesa si me crees o no. Mátame y estarás dándome lo que deseo.
La petición era tentadora, pero si quería recuperar sus poderes debía mantenerlo con vida. Raito movió la espada, trazó una línea de sangre en el cuello de Elías. El dolor le hizo recordar que aún estaba vivo. Si estaba vivo, todavía podía unir los cabos sueltos.
—¿Cómo involucraron al hermano de la reina? ¿Fuiste tú, Nona? ¿Lo hechizaste? ¿Lo obligaste a tomar una poción?
—¿De qué estás hablando?
Raito fue el único en atender a las exigencias de Elías, y Naila, la única en comprender la pregunta.
—No, no fuiste tú. Eres solo una maldita coneja. A quien involucraron en su venganza fue a Naila. Todos ustedes estuvieron con ella este último tiempo, convenciéndola de que la venganza era el camino correcto. Le susurraron a una pequeña niña por las noches, mientras intentaba luchar con las pesadillas sobre el infierno que vivió en el castillo. Debí buscar animales como ustedes, en lugar de perseguir el rastro de los otros conejos…
—¡Fui yo! —El grito de Naila lo silenció. Soltó las manos de sus hermanos y declaró—: ¡Yo le di a Megoz lo que le faltaba para completar la poción! ¡Convencer al caballero fue su parte del acuerdo!
Todos se asombraron con la revelación. Naila fue prisionera de Megara, sin embargo, en su estadía con ella conoció a un mago que le prometió destruir el reino. No necesitó que sus hermanos la persuadieran cuando era una niña, Megoz se encargó de hacerlo con menos tiempo y esfuerzo.
—¿Estás queriendo decir que todas esas personas murieron…? —Toto no pudo terminar la pregunta. Se le vino a la mente las víctimas, los inocentes que no estuvieron involucrados en la caza y tortura de los conejos, en los niños que murieron aplastados por los escombros y consumidos por las llamas violetas. No podía creer que Naila estuviera detrás de esas atrocidades.
—Advaland debía pagar. No te mortifiques. —Lulú intentó volver a tomar la mano de su hermanita adoptiva, para mostrarle que estaba de su lado, pero Naila se movió para evitarlo.
—Pensé en la distracción que buscabas, Raito. Estuve dudando hasta el último momento. Un nuevo dragón fue la solución que encontré. Cuando vi la destrucción que generó, la muerte y el descontrol, yo… dudé de nuevo. Pero luego apareciste.
—Tú… —El dragón negro abrió la mano, dejando escapar la espada que sometía a su enemigo. Las pruebas eran suficientes para afirmar lo que ya sospechaba, había sembrado oscuridad en ese bondadoso corazón, que lo cuidó cuando más lo necesitaba—. No debiste… ¡No debiste hacerlo! ¡¿Por qué no me escuchaste?! ¡Te dije que no te enamoraras de mí!
Naila luchó para arrepentirse, pero no pudo. Estaba feliz de verlo de nuevo, de haber creado un ambiente que le permitiera volver a cobrar venganza.
—¡ES TU CULPA!
Elías recogió la espada sobre la arena. Nona reaccionó, saltó para acortar la distancia entre ellos y puso la mano sobre la espalda del capitán, antes de que apuñalara a Raito. El cuerpo de Elías comenzó a congelarse. Los dragones eran débiles a las bajas temperaturas. Megara lo mencionó, amenazaba al hijo de Diana a menudo con congelarlo si la hacía enojar.
Raito retrocedió, los ojos intimidantes de Elías lo miraron. Nunca había visto tanta sed de sangre en un adversario. Temió perder su segunda oportunidad de vivir.
—Buscaré… tu otra… mitad… y volveré… por ti. Te… demostraré… que el odio… me hizo… más fuerte.
Las últimas palabras del dragón plateado se aferraron a Raito, hicieron que las mantuviera presente todos los días al despertar. La espera le enseñaría a ser paciente, a cuestionar su propia fuerza, a nunca subestimar a los débiles. La pelea consigo mismo y con Elías, aún no había terminado.
Nona, agotada, se desplomó en el suelo. Inmovilizar a un dragón fue una tarea demandante. Sus hermanos corrieron a auxiliarla. Raito llegó primero. La sostuvo entre sus brazos. Nona descansó.
—Gracias, me has salvado la vida.
—No fue tu culpa. Naila ha estado muy sola.
Raito calló. Toto y Lulú los acompañaron a la canoa que los esperaba para navegar. Naila se quedó observando a su viejo amigo inmóvil. Entendió lo furioso que estaba. Reflexionó sobre su comportamiento, le daba miedo pensar en ser la que lo ocasionó. Elías había sufrido mucho durante toda su vida, si alguna vez creyó ser motivo de felicidad para él, estuvo muy equivocada.
Se animó a acariciarle las mejillas. Imaginó la calidez debajo del hielo que lo cubría. No podía moverse, pero sí ver su figura detrás de la transparente coraza fría. Vio la tristeza de Naila, la vio tocarse el abdomen y pedirle perdón por usar la protección de su hijo, para destruir miles de vidas. El hombre deseó decirle que la perdonaba, que si se lo pedía renunciaría a su odio con tal de formar una familia juntos, pero las circunstancias lo impidieron. Solo ella podía hacerle perder la cabeza y devolverle la cordura con su dulce voz.
Raito la llamó para partir. Naila obedeció. Allí comprendió que seguiría siendo el villano de la historia, que a pesar de haber jugado el papel del protector de su reino, jamás lograría proteger lo que realmente amaba.
Elías los vio alejarse, perderse en el horizonte.
Megara vagó por el Bosque Real. Anochecía y una tormenta se formaba en el alto cielo. Buscó refugio en una cueva. Se sentó en el húmedo suelo e intentó dormir. Al cabo de unos minutos de esforzarse por olvidar la muerte de Claus, oyó una voz pronunciar su nombre.
—¿Reina Megara?
Se trataba de Lilia, quien escapó con ayuda de dos guardias que la escoltaron al bosque. Los hombres combatieron con criminales para protegerla y murieron en el acto. Lilia huyó, regresó a la cueva que le enseñó a Claus en el pasado, confiando en que estaría segura con sus dioses. Estaba lastimada, pero en menor grado que la hechicera que se enfrentó a una horda de personas enfurecidas.
—Me alegra encontrar una cara conocida —dijo Megara.
—Déjeme ayudarla. —Lilia se quitó su capa roja y la colocó sobre los hombros de su cuñada—. En la mañana partiremos en busca de un médico. Necesita que la atiendan.
—Es amable, mi lady, pero estoy bien.
—Los dioses la han guiado aquí, mi reina. La quieren con vida.
—¿Dioses? Lo siento, no creo en ellos. Además, he desertado. Ya no soy su reina. A estas alturas podría asegurar que tampoco hay un rey en Advaland. Pero no se desanime, usted tiene sangre noble, encuentre un caballero de alta cuna como usted. Vivirá en un castillo y poseerá riquezas.
—Para encontrar un caballero debo salir viva de estos bosques.
Hubo un momento de silencio, ni Megara ni Lilia estaban seguras de cuál sería su futuro estando solas.
—Usted no cree en dioses, pero siempre es sanador rezar. Sígame, le enseñaré el altar.
Megara estaba cansada, hasta para repetirle que no le interesaban los dioses, pero Lilia había sacrificado su único abrigo por ella, así que decidió seguirla.
Ambas se introdujeron en el corazón de la cueva. Los cristales se mantenían intactos como la última vez que fueron visitados. Lilia le contó la misma historia que a su hermano Claus, solo que Megara conocía otras lenguas. Fue capaz de comprender las inscripciones que Claus no pudo descifrar, entender el porqué escuchaba voces. La tomó de los hombros, los ojos de Lilia brillaban esperanzados, engañados con la idea de ser la elegida. En realidad se había metido en un problema serio, se convirtió en el canal de un criminal que la usaba de intermediaria entre él y Advaland.
—No le rezó a los dioses, le rezó a los elfos.
Preso en un calabozo, la mente maestra detrás de la catástrofe de Advaland recibió la confirmación de Megoz, de que su plan se ejecutó a la perfección. Fue condenado a vivir en aquel lugar olvidado, en la oscuridad que los elfos temían. Gisli era un criminal, posiblemente el criminal más peligroso que gozaba de la vida eterna. Había matado a millones de seres en toda su vida, sin embargo, el asesinato de Ignis fue el motivo de su arresto y sentencia.
Tenía el cabello larguísimo, rubio, casi platinado. Solía trenzarlo a diario para poder caminar en su celda sin pisarlo, a su vez, para combatir con el aburrimiento de cada día. Sus pestañas eran de color claro, como las de los dragones plateados cuando adoptan apariencia humana. Los elfos eran conocidos por ser los seres más hermosos. Gisli no se quedaba afuera, muchos pintores antiguos lo retrataron cabalgando en su corcel, con una túnica blanca, blandiendo una espada y un arco de finas flechas. Su mirada era dorada como las coronas y las joyas que le arrebataron al apresarlo. Se decía que los elfos coleccionaban tesoros de oro y plata para que el sol pudiera reflejar la luz y alejar la oscuridad.
Incontables eran las leyendas que los describían, pero ninguna de ellas acertaba en relatar las hazañas de Gisli. Se lo mostraba como un guerrero, un justiciero que mataba monstruos y salvaba aldeas pobres. Nadie sabía (aparte de su pueblo al descubrir el cadáver de Ignis) que él era el verdadero monstruo de sus leyendas. Cuando derramaba sangre, los ojos se le teñían de negro, señal de que existía oscuridad habitando en su cuerpo, de que convivía con ella. Por esto mismo no le temía a su prisión, no era un castigo esperar su momento de liberarse. Mientras tanto, confiaba en sus seguidores para mover los hilos.
La tormenta no alcanzó su prisión, de eso se encargaron los elfos que lo juzgaron. No tenía permitido ver la luz, ni siquiera la de un rayo. Pero a Gisli no le molestaba, podía imaginársela. Vivió siglos y siglos siendo bañado por la luz del sol, siendo él, el faro que guiaba a los perdidos. No estaba experimentando el castigo que le dieron.
Caminó en círculos con el cristal en mano. Lo vistieron con ropajes negros, color de los grilletes en sus manos y pies, y las paredes a su alrededor.
—Observa, Ignis. Mi hijo Niels fue vengado. Juega conmigo, haz tu apuesta, sucia vieja. ¿Quiénes serán los siguientes?
Aguardó a que le respondiera, aunque supiera que era imposible. Le gustaba recrear la imagen de su maestra para burlarse de ella.
—Así es, las mitades de Uros serán las siguientes. Todavía no decido si dejarlos matarse entre sí, o interferir para darles un final épico.
Black Dragon Saga 1: “En el reino de Advaland.” Fin.
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