Black dragon - 26
El vasto océano no acababa. El grupo de Raito había sobrevivido a las violentas olas en los últimos días, sobre una canoa que de a poco se deterioraba. Las rutas de navegación entre el continente de Maorma y los gobernados por los dragones no estaban diseñadas para una nave como esa, si se podía llamar nave a unas cuantas tablas de madera. Contados humanos surcaron las agresivas aguas en busca de conocimiento, aliados y tratados con dragones. Hombres de Advaland arribaron a esos territorios perdiendo compañeros en el trayecto, un precio que no pareció elevado, hasta que la venganza de Raito se cobró la vida del rey Empirio.
Raito solía viajar por esa zona, pero por aire. Le frustraba saber que no tenía la fuerza para proteger a sus acompañantes y guiarlos hacia su hogar. El hambre fue tanta, que los cinco olvidaron que la luna llena se acercaba. Cuando creyeron que morirían en medio de la nada, en un mediodía donde el sol golpeaba fuerte, un galeón apareció en las lejanías. Naila se alegró al divisarlo. Era el barco más grande que había visto en su vida, aunque no conocía muchos. Las velas eran grises como la estructura de madera. Conservaba vestigios de haberse enfrentado a otro barco por tener varias tablas destruidas, por la cantidad de pólvora que lo cubría, y por los prisioneros que desesperados trataban de limpiar la cubierta para recibir a los nuevos pasajeros.
Raito no quiso acabar con las esperanzas de Naila explicándole que se trataba de piratas, los ladrones del océano, así que guardó silencio y sus preocupaciones fuera de los ojos de la coneja. Si tenía que apoderarse de la embarcación, lo haría al terminar de comprobar las intenciones de los tripulantes.
Sujetos robustos los auxiliaron. La mayoría estaban marcados con cicatrices de guerra, miembros ausentes, señales de que fueron soldados, o simplemente sobrevivientes del cruel mar y de los monstruos que habitaban en él. El capitán les dio la bienvenida. Era un tipo fornido, tenía una esfera de cristal pulido en vez de su ojo izquierdo y una mano falsa de bronce, que enseñaba el castigo común en niños ladrones juzgados por la ley. Vestía un jubón descolorido en tonos violáceos, una calza con restos de algas y botas gruesas por encima de las rodillas.
Los analizó y comentó:
—Es extraño encontrar especímenes como ustedes por aquí.
La tripulación rió, sus risas eran roncas de beber ron y escandalosas como ebrios en un festival. A Lulú le desagradó el ambiente, puso una expresión de disgusto que el pirata captó.
—No me gusta que me insulten en mi propio barco —le dijo.
—No pretendemos insultarlo —intervino Naila colocándose delante de su hermana mayor—. Estamos agradecidos con usted por habernos rescatado.
El capitán hizo un recorrido visual por el cuerpo de Naila y habló.
—¿De qué reino escapaste, coneja? ¿De qué rey fuiste prisionera? Tus muñecas y tobillos tienen marcas de grilletes.
—De un reino y de un rey que ya no existen —Raito tomó la palabra.
—¿Cómo sé que es verdad lo que afirmas? Proteger prisioneros no es lo mío, atrae demasiados problemas.
—Tendrás más problemas si no nos llevas.
La actitud amenazante de Raito movilizó a los navegantes, desenvainaron sus espadas sin saber a quién enfrentarían.
—Por favor, no los provoques. Ellos son treinta y nosotros solo cinco —pidió Toto.
—¿Los contaste? —preguntó Lulú con la tranquilidad que Toto carecía.
—Por supuesto que los conté. Son forajidos.
—¡¿Forajidos?! —Se impactó Naila.
Raito se preparó para la batalla. Le mostraría a sus nuevos aliados que era el indicado para protegerlos. Esa había sido su meta desde que partieron de Advaland, junto con la de regresar a la ciudad de Akarum, a asumir la responsabilidad de haberle fallado a Rakuzen, Raneri y Rian Chu.
El Castillo Blanco se elevaba sobre una colina. Era una edificación muy grande, fortificada, con numerosas torres y una atalaya que alcanzaba las nubes. El castillo contaba con murallas del mismo color que el resto de la construcción, haciendo honor a su nombre. Elías recordaba poco del hogar de los dragones plateados, por haber nacido en Advaland mientras Diana ofrecía sus servicios al rey. Lo visitó un par de veces de niño para conocer sus orígenes, pero solo conservaba una vaga idea de las colosales dimensiones. Los dragones plateados se basaron en las construcciones de los elfos para crear las suyas, por eso usaban las alturas.
Cuanto más se acercaba, Elías se sentía más ajeno a aquel lugar. Aparte de eso, no podía dejar de pensar en la noche, en la luna llena y en lo que los efectos que esta generarían en Naila. Tal vez Raito la mataría al luchar contra la locura de los conejos, tal vez la arrojaría al mar al descubrir las escamas plateadas nacer de su cuerpo. Cualquiera de los escenarios que imaginaba podrían convertirse en realidad, sería lo que Naila eligió por voluntad propia. Pasara lo que pasara, seguramente Raito seguiría vivo como deseaba. A fin de cuentas, su nueva meta era regresar para vencerlo.
Las puertas del castillo se abrieron. Los dragones plateados, así como los humanos, idearon una jerarquía basada en el poder. Era distinta al poder económico y político del que se sustentaban los reyes. Para ellos el poder era la combinación de fuerza, sabiduría e inteligencia. Regía una forma de gobierno similar a la democracia: el líder se elegía por voto popular. No obstante, los que podían votar eran únicamente los más experimentados en batallas, los sabios consejeros que hicieron triunfar a los reyes y aumentaron las riquezas para su pueblo. Eliot era parte de este selecto grupo al cual denominaban “alfas”.
Elías conocía la manera de trabajar de su padre, lo vio asistir a Advaland cuando Niels se volvió una amenaza. Identificó el principal problema e intervino para solucionarlo. En aquel entonces, era pequeño para comprender la razón que explicara sus últimas palabras: “Esta fue una oportunidad. La próxima ya no habrá salvación para Advaland.” El tiempo y la experiencia le brindaron la respuesta. Advaland había dejado de ser el reino ideal que los Virtanen creían.
Al mismo tiempo que recorría los amplios espacios en el interior del castillo, pensaba en qué le diría a Eliot. Caminaba vestido con ropajes de un caballero, de un cadáver ensangrentado que halló de paso. En su antigua habitación solo quedaban escombros y muebles destrozados por los derrumbes. No sobrevivió nada suyo que pudiera usar para vestirse. El uniforme blanco que representaba a los dragones plateados siempre estuvo guardado para el día en que volviera. No creyó regresar con esa apariencia, igual a un soldado derrotado y sucio.
Se convirtió en el centro de atención. Se había acostumbrado tanto a vivir entre humanos, que ahora todos los que veía le parecían iguales. Le costaba diferenciar un dragón de otro, eran rubios, de piel clara, apuestos, incluso era difícil diferenciar entre machos y hembras. Se sintió diferente, pero eso no le molestó en lo más mínimo. Entendió que ese origen del que sus padres hablaban, no combinaba con el que tuvo en Advaland.
Detuvo su caminar delante de una extensa y ancha escalera de mármol, lo estaba esperando alguien en especial. Era un sujeto alto, esbelto, de melena dorada y mirada gélida. Su uniforme estaba impecable, hasta las cadenas que bajaban por su hombro y cruzaban su pecho relucían. Elías hizo contacto visual con él. Aunque todos se parecieran, sintió como si estuviera mirándose al espejo. Supuso que esa sería su imagen si hubiera nacido en el Castillo Blanco.
—Damián —lo llamó por su nombre.
—Esperaba tu regreso. Al fin estás en tu hogar.
—Mi hogar es en Advaland.
La respuesta de Elías sembró silencio. Damián observó el panorama detrás. El resto de los dragones sabían de la existencia de los gemelos, nacimiento inusual en su raza. Nunca dejaron de ser una novedad para ellos. Que estén los dos juntos (siendo tan distintos entre sí) provocó que más interesados se reunieran.
—Pero Advaland ha caído.
Elías avanzó, haciendo caso omiso al comentario de Damián.
—Nuestro padre no te recibirá hoy. Descansa, recupera tus energías. Has viajado en tu forma humana, debió ser agotador.
El antiguo capitán de la guardia real continuó su camino, sin embargo, Damián insistió apoyando la mano sobre su hombro.
—Tendrás tiempo de explicar tu versión. Están discutiendo sobre los hechiceros. La creación de un dragón es una violación a los acuerdos.
Elías volteó.
—Los hechiceros que lo crearon no pertenecen al gremio.
—No, pero el gremio puede cazarlos en nuestro lugar.
—¿Por qué delegarles el trabajo? —cuestionó Elías.
Damián esbozó una casi imperceptible sonrisa. El choque entre dragones plateados y negros no era un asunto que los alfas ignorarían. Por ser hijo de Eliot, podía acceder a información importante de las conversaciones, ya que se creía que algún día sería su sucesor.
—Me alegra que volvieras, hermano mío. Finalmente podrás entender tu propia naturaleza. Que Advaland haya caído fue un regalo para ti. Dejarás de ser un sirviente.
Sin decir una palabra más, los gemelos se separaron. Elías decidió aceptar el consejo y descansar, reflexionar sobre el futuro que le esperaría. Eliot no estaba al tanto de sus artimañas al arrebatarle la otra mitad a Raito, y el paradero del huevo que contenía los poderes del dragón negro aún era desconocido.
El mar les dio tregua, no obstante, eran conscientes de que la luna llena no haría lo mismo. Los tripulantes fueron abandonando el barco, expulsados por la fuerza del dragón negro. Raito se encargó de que ningún pirata y prisionero quedara a bordo, para cambiar el rumbo y emprender el correcto hacia el Mar de Bronce. Navegar sobre las corrientes marinas cálidas, era una buena señal de estar aproximándose al destino que habían fijado. Pudieron instalarse, esperar al anochecer.
Naila se quedó en cubierta, sentada sobre un barril de ron cerrado, para contemplar al sol desaparecer en el horizonte. Pronto perdería el control sobre sí misma, así que guardaría las últimas imágenes en su memoria.
—Tus hermanos se encerraron en las celdas de abajo. Están intranquilos —notificó Raito, uniéndose a contemplar la vista.
—No perdían la cordura estando como animales —contó la mujer—. Debe ser duro volver a los viejos tiempos.
—Te ves calmada.
Naila agachó la cabeza.
—Después de tantas noches, estoy acostumbrada a que pase lo inevitable. Además, estaré acorralada por el mar. Toda criatura terrestre teme y respeta al mar.
La expresión melancólica de Naila le resultó intrigante. Sería la primera vez en verla cambiar, en conocer a Ela.
—El mar parece una prisión, pero no lo es. Puede transformarse en tu tumba. Me quedaré contigo toda la noche —dijo el mercenario.
—No tienes que hacerlo.
—Lo haré. No me abandonaste en el bosque cuando perdí la conciencia. Tampoco te abandonaré a ti. Lo prometo. —Raito miró al cielo y señaló la primera estrella en resplandecer—. De niños, con mis hermanos creíamos que podríamos volar hasta tocar las estrellas. Lo intentamos muchas veces. Todavía recuerdo lo empecinados que estábamos en conseguirlo. Rakuzen decía que descubriríamos que las estrellas son más grandes de lo que se ve en tierra. Rian Chu aseguraba que cabían en la palma de la mano. A mí solo me bastaba con tocarlas. Nuestro abuelo tuvo que darnos una buena paliza para hacernos entender que era imposible. Nos dijo: “los dragones solemos pensar que este mundo es demasiado pequeño para nosotros, por eso queremos alcanzar lo que está muy lejos.”
—¿Y qué es lo que tú piensas? —preguntó Naila, interesada.
Raito se tomó unos momentos para contestar.
—Los dragones solemos pensar que el mundo es demasiado pequeño para nosotros, concuerdo con lo que afirmaba mi abuelo, pero después de enfrentarme al dragón plateado… entendí que yo soy el pequeño.
El sol desapareció, llevándose la luz que dejaba ver claramente el perfil de Raito, el dragón negro que obtuvo su venganza, pero no lo que en realidad anhelaba.
—Gracias por compartirlo conmigo. Espero poder verte en tu forma de dragón. Confío en que recordarás lo cercano que siempre estuviste de tocar las estrellas. —Naila lo tomó de la mano. Raito la cerró para sentir su calor.
Más estrellas aparecieron. La forma de la luna se fue haciendo más visible, intensificando su brillo con el transcurso de los segundos.
—Si quieres que responda por ti frente a mi pueblo. Necesito saber toda la verdad —habló el hombre.
Naila aflojó los dedos, la voz de su compañero se fue perdiendo, tornándose menos audible. Se recostó en su brazo, todo a su alrededor comenzó a dar vueltas.
—La noche que esa criatura de un solo ojo nos transportó a la madriguera. Te encontré desnuda y malherida. Me contaste que el capitán intentó asesinarte. Me mentiste porque en la playa él… dijo tu nombre… te conocía, parecía estar triste por ti.
Raito descubrió a la somnolienta coneja, intentó hacerla reaccionar.
—¡Mírame! ¡No puedes dormirte! ¡¿Qué relación tienes con el dragón plateado?!
Pero no lo logró, la luna llena reinó en el cielo. Naila durmió… y Ela despertó. Sus ojos seguían siendo rojos como la sangre. Sujetó con fuerza los brazos de Raito y enterró las garras en la dura piel.
—¿Quieres saber cuál es su relación? Intenta cortarme —dijo Ela sonriendo con malicia.
El barco se sacudió. Raito escuchó los gritos de los otros conejos. Ela lo soltó y saltó hacia atrás, luego trepó por las cuerdas atadas al mástil hasta alcanzar las alturas.
—Es una bonita noche para navegar —comentó—. Y con un dragón que no puede volar, las cosas se pondrán más interesantes.
Acto seguido, se lanzó al mar.
—¡Naila! —exclamó Raito y corrió a zambullirse.
En las profundidades la oscuridad era absoluta. Los dragones no eran expertos nadadores, pero se desenvolvían bien en distancias cortas. La temperatura en el agua descendía considerablemente durante la noche. No estaba atrapado en una prisión de hielo, pero permanecer mucho tiempo allí era arriesgado. En arduos esfuerzos regresó a la superficie, pero una fuerza lo jaló de vuelta. Ela lo envolvió con sus brazos y le mordió el cuello. La sangre se mezcló con el agua salada. No era un rival que pudiera vencer como los demás, se trataba de Naila. Le prometió que se quedaría con ella, y lo cumpliría. La abrazó, haciendo que los colmillos de Ela se enterraran más profundo en su carne. La batalla se decidiría cuando uno de los dos se rindiera. Raito no estaba dispuesto a perder.
Se fueron alejando de la luz blanca de la luna. El mercenario se preguntó si ese sería su fin, en medio de la oscuridad, aferrado a una mujer con la que todavía se sentía en deuda. Por más que hubiese acabado con Empirio, el causante de su sufrimiento, Naila continuaba considerándose maldita, y mientras existiera la luna llena jamás estaría en paz. La vida de los conejos era una cruel tortura. Se apenaba por ellos, sufría con ellos.
Ela cedió, retiró los colmillos incrustados en Raito. Este se movilizó, nadó a toda velocidad consiguiendo alcanzar la superficie. Luego de depositar a Ela en el piso, puso la oreja en su pecho para oír sus latidos. Eran débiles. Sin perder más tiempo, juntó las manos y presionó. La coneja reaccionó expulsando agua. Su salvador liberó un largo suspiro.
—¡¿Perdiste la cabeza?! —exclamó Ela, confundida y alterada.
—Muérdeme otra vez y te lanzaré yo mismo al mar —la amenazó—. Ya comprobé que resisto más que tú.
Ela chistó de la rabia. Fue su error provocarlo de esa manera, teniendo en cuenta que no podría luchar contra él frente a frente. De pronto, percibieron la presencia de una bestia, era Lulú, la primera en romper los barrotes de la celda y escapar. El aspecto de Lulú era como el de cualquier otro conejo, de ojos rojos, colmillos puntiagudos, garras filosas y una expresión de ira incontenible. Corrió hacia Raito, Ela respondió interponiéndose en su camino.
—¿Te enseño quién es más fuerte?
Lulú lanzó un zarpazo, Ela la esquivó con un salto, dio una voltereta en el aire y cayó detrás.
—Por aquí.
La mayor de las dos giró, agresiva. Ela la agarró del brazo y lo envió en la dirección contraria. Los huesos de Lulú se fracturaron, pero eso no calmó sus nervios, abrió la boca, alcanzó a arrancarle unos mechones de cabello. Su contrincante formó el puño y la golpeó en el rostro. Un segundo atacante se sumó, Toto aterrizó sobre Ela. La mujer lo frenó poniendo su brazo como escudo. Los roles se invirtieron, ahora ella era a quien mordían. Lulú imitó a su hermano y clavó los colmillos en la pantorrilla de Ela. Raito quiso auxiliarla, sin embargo, voces comenzaron a sonar en su cabeza, susurros insoportables e incomprensibles, los que después se convirtieron en gritos de agonía. Miró para todas partes, buscando la fuente de tanta confusión. La única que quedaba en el barco era Nona. Movía los labios aproximándose a paso lento.
—¡¿Qué haces?! ¡Detente! —gritó, desesperado.
La peligrosidad de Nona aumentaba al practicar magia. A pesar de que no pudiera conjurar un hechizo que controlara su mente, podía someterlo con los efectos de la luna llena. Todo lo que proyectaba Nona era rabia, dolor y súplicas que la maldición no obedecía. Eso mismo era lo que Raito oía.
Ela emitió un grito ensordecedor, hizo que los miembros de su raza fueran expulsados de la nave por una fuerza invisible que se sumó a la onda sonora. Las voces en la mente de Raito se silenciaron. Fue por un instante, vio los ojos de Ela oscurecerse. Un escalofrío recorrió su cuerpo. Le resultó familiar, como si los hubiera visto en otro ser antes, en un tiempo y en un lugar donde nunca había estado.
Lulú, Toto y Nona lucharon contra el mar, el adversario más desafiante para la falta de cordura. Ela se desplomó, un problema menos con el que lidiar. Raito se encargó de rescatar a sus amigos, uno por uno, devolverlos al barco y batallar contra la voluntad de un dios, que le dio fuerza al desprotegido.
El amanecer le otorgó descanso al dragón y el despertar a los conejos. Los cuatro descubrieron a Raito recostado al mástil, con los ojos cerrados, la ropa desgarrada y mordeduras que le propició Ela en su encuentro. Estaba sosteniendo en la mano el mapa que había dibujado para navegar hacia las lejanas tierras de Storang.
—Sobrevivió a la luna llena —comentó Lulú apretando su brazo fracturado, viendo los destrozos en el barco, las cuerdas cortadas, algunas velas desprendidas y marcas de garras por toda la estructura de madera—. ¿Por qué soy la única con el brazo roto?
—¿Me llenarás la boca con algas si admito la culpa? —preguntó Naila, temerosa.
—¿Fue la desgraciada de Ela?
Naila asintió, usando a Nona como escudo.
—No me dejas alternativa, hermanita. —Se preparó Lulú.
—Me alegra de que Raito esté bien —agregó Nona.
—Es nuestro turno de tomar el mando —dijo Toto quedándose con el trozo de pergamino—. Lo llevaremos a su hogar.
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