Black dragon - 3
Transcurrió un día más, lejos de aquella fatídica madrugada. Las marcas de rasguños en la pared de roca se lo recordaron. Lulú las observó en el sótano, en medio de la oscuridad que proporcionaba el diminuto espacio, entre los resistentes barrotes de hierro que los protegían durante la primera noche de luna llena. Las líneas estaban agrupadas en grupos de veintinueve, y actualmente todas se encontraban tachadas. Lulú conocía a la responsable, tanto como el resto de sus hermanos conejos, pero ni ella, ni nadie podían evitar el vestigio que dejaba la noche en la memoria de quienes estaban obligados a presenciarla.
—¡Lulú! ¡Ayúdame como lo están haciendo tus hermanos! —exclamó Naila desde el piso superior.
La coneja de pelaje rubio subió las escaleras, alertada por el llamado de su hermana. Halló una escena nueva en la habitación, era un combate de conejos contra el largo cabello de Raito. Jalaban de él como si fueran largas cuerdas para amarrar a una bestia descontrolada.
—No tienes energías para levantarte, déjame ayudarte con tu aseo. —Forcejeó Naila tomándolo de un brazo para que soltara a Toto, animal que mordía ferozmente su cabello.
—¡Quítame las manos de encima! ¡No necesito asearme! —protestó Raito enseñándole los largos colmillos de un dragón enfurecido. Naila, también enfurecida con la actitud del enfermo, caminó hacia una cubeta de madera con agua, la levantó y gritó:
—¡En esta casa nos bañamos seguido!
Toto escapó a tiempo, Raito no tuvo la misma suerte. El agua helada bañó su cuerpo y parte de la cama donde aún reposaba. Naila no estaba al tanto de las preferencias de los dragones, tampoco tenía la menor idea de que estaba hospedando a uno. El frío no era el mejor amigo de estas criaturas. Los negros vivían en zonas calurosas, cerca de volcanes, y los plateados en playas donde el sol participaba gran parte del día. Detestaban las bajas temperaturas, escapaban de las tormentas de nieve y se refugiaban junto al fuego para combatir a su más mortal enemigo.
—¡Desgraciada! ¡Cuando me recupere voy a aplastarte la cabeza! —exclamó tiritando de frío.
—Me gustaría ver eso, pero hasta entonces deberás atenerte a las reglas. —Naila le fregó con una esponja la frente y siguió—: ¿Sabes a cuántos asesinos he cuidado? Te sorprenderías con la respuesta. Muchos vagabundos y soldados de guerra han caído en este bosque.
Raito reservó sus palabras, estaba demasiado molesto como para entablar una conversación con la mujer que lo humillaba constantemente con sus cuidados.
—El Bosque Carmesí es especial. Mi madre decía que los espíritus de la naturaleza que habitan aquí, obran en contra de las necesidades de los humanos más ambiciosos. Por eso los reyes lo evitan. Si estás aquí es por una buena razón.
—¿Los espíritus? ¿Qué pueden hacer ellos más que cantar? —preguntó, mientras la esponja paseaba sobre su cabeza y el agua seguía haciéndolo temblar.
—Los espíritus son sabios, están en este mundo desde antes que cualquiera de nosotros. Pero no es mi trabajo cuestionar y preguntar, mi trabajo es atender a los necesitados. Esa siempre ha sido la tradición de mi raza.
Nona mordió otra esponja y se la entregó a Naila. Raito observó a los animales colaborar con ella, de a poco comprendía que no solo le obedecían, sino que perseguían la misma tradición. Todos en aquella casa eran hospitalarios con él.
—Toma, puedes continuar solo. Prepararé el desayuno, debes estar hambriento —dijo Naila entregándole la esponja que le acercó Nona. Raito la aceptó y se quedó pensativo.
—Los reyes evitan este lugar… —susurró creyendo que sería un buen escondite durante el tiempo que tarde en recuperarse—. El rey de Advaland envió a su dragón a asesinarme. Rakuzen, Raneri, Rian Chu. ¿Dónde estuvieron durante la batalla? ¿Por qué no consigo recordarlo?
Nuevamente, la vista se nubló, se volvió costumbre, cada vez que intentaba arribar a una respuesta, su cuerpo se lo impedía. Nona se le acercó, subió a la cama y se posicionó al lado de Raito.
—¿Y tú qué me ves? —Se molestó tratando de visualizar con nitidez al pequeño lagomorfo. Nona tembló, asustada de la enorme presencia del dragón, pero no escapó, continuó mirándolo.
—Son las últimas zanahorias de la temporada —festejó Naila cargando una bandeja de madera con un plato de sopa encima.
—¿Zana qué? —preguntó Raito, no entendía el significado de esa palabra, ya que no conocía la mayoría de los extraños alimentos que consumían ciertas especies.
—Hice mi especialidad, sopa de zanahorias. —Sonrió Naila depositando la bandeja en el regazo de Raito.
—Es un… vegetal —balbuceó. Era impensable que un dragón ingiriera tal alimento, así como también era impensable que un conejo consumiera carne.
—¿Qué pasa? Tu cara luce terrible. —Se le acercó Naila, preocupada.
—No como vegetales, soy un… —Raito se detuvo, revelar su verdadera identidad sería un problema. Rakuzen mencionó al bosque Carmesí como parte de los territorios del Rey Empirio. Aunque no frecuentaba por esa zona, sí podían hacerlo sus soldados, los que seguramente estarían buscándolo—. Como carne, no vegetales.
—Lo siento, ninguno de nosotros consume carne.
—Sal a cazar.
—¡No puedo! Los conejos no cazamos, cultivamos nuestros alimentos.
—Cómprala.
—Lo siento, no tengo monedas.
Las ventajas y desventajas de permanecer en esa casa eran parejas. Raito las puso en una balanza, para decidir cuál sería su próximo movimiento, pero la expresión deprimida de Naila lo desconcentró.
—¿Cómo sobrevives? Eres demasiado confiada con los extraños y no tienes dinero. A estas alturas deberías estar siendo la cena de algún monstruo —expresó.
—¡No digas cosas horribles! —exclamó aterrada, al imaginar a los monstruos que encontró en sus viajes en busca de clientes. Uno de ellos, el más espantoso, la persiguió toda una noche hasta que los rayos del sol en el amanecer lo petrificaron.
—Supongo que algunos solo tienen suerte.
Toto se aproximó sigilosamente hacia la bandeja, con el firme objetivo de probar la sopa de su hermana. Naila no lo descubrió en su travesura, se quedó mirando al suelo, ideando una forma de que la conversación con el huésped no muera.
—Aún no me has dicho tu nombre.
—Es innecesario que lo sepas. Me marcharé cuando comience a caminar.
Toto se quemó con la sopa, y arrepentido corrió a los brazos de Naila. Ella lo recogió y lo abrazó, cabizbaja.
—Entiendo. Es natural que quieras regresar.
«¿Qué le sucede? Ni siquiera los niños de Akarum ponen esa expresión cuando sus padres se van a la guerra», pensó Raito. Ignoró las razones y se concentró en un asunto más importante.
—¿Qué harás con mi comida? Por mucho que me esfuerce, no podré digerir vegetales
—Podría buscar trabajo en el reino —dijo Naila.
—En el… ¿Reino de Advaland?
—Sí, pero no será sencillo, soy muy torpe en tareas manuales. La última vez que trabajé como cocinera incendié la cocina de una taberna.
«Esta mujer con orejas raras es un desastre»
—No lo sé, no lo sé —dudó, provocando más molestia en Raito. No necesitaba ser listo para engañarla, o poseer gran conocimiento como su hermano Rakuzen sobre otras especies. Naila parecía ser un ser torpe, nada desconfiado según sus iniciales observaciones.
—Está bien, tómate tu tiempo. Mientras tanto me alimentaré de tus ratas. Lucen apetitosas, sobre todo el gordinflón come zanahorias. —Raito se mostró tentado en tomar a Toto y dar el primer mordisco. Naila reaccionó e inmediatamente le hizo saber al dragón, quién tenía el mando en la casa. Dejó caer su mano sobre la cabeza de Raito.
—¡Mis hermanos no son comida!
Raito sobó su cabeza respondiendo al intenso dolor. El golpe propiciado por la mujer coneja, lo dejó perplejo. Demostró tener una increíble fuerza, imposible para sus delgados brazos.
«¡¿Es fuerte?! ¡No, no, no, no! No es fuerte, el problema soy yo. Estoy en un estado de debilidad absoluta», se convenció.
—¡Lo siento! ¡Por favor, perdóname! ¡Es mi culpa por reaccionar así con un indefenso enfermo! —suplicó Naila, avergonzada con su comportamiento, estrujando al travieso Toto.
«Vuelve a llamarme “indefenso enfermo” y te quemaré viva»
Naila depositó a Toto en el suelo, junto a las demás. Era tiempo de dejar sus miedos e inseguridades de lado. La raza de los conejos seguía una tradición, y no era quién para ponerle fin. El hombre recostado en su cama necesitaba ayuda, era incapaz de moverse como quería, pararse y caminar, a pesar de lo fuerte que lucía.
—Mi deber es otorgar la mejor atención. Así somos los conejos. Rendirse no es una opción.
Nona volteó para verla, la niña alegre, frágil que conoció en el pasado, se había convertido en una adulta valiente y decidida. De los tres, era la coneja que más temor mostraba con su personalidad, pero quien más confiaba en Naila. Por otra parte, Raito notó la determinación en la imagen inocente de una extraña y cambiante mujer, que no terminaba de comprender.
—Lulú, tú me acompañarás, serás los ojos en mi espalda. Toto y Nona se quedarán a cuidarlo —ordenó a sus hermanos.
El dragón negro la siguió con la mirada. Naila se ató un pañuelo, ocultando sus particulares orejas. Supuso que al igual que él, estaba ocultándose de algo o de alguien, que le impedía vivir en paz, disfrutando de sus sopas de zanahorias y cuidando de moribundos con sus mascotas, que consideraba como miembros de su familia.
Lulú se acomodó dentro del bolso de Naila, para luego partir.
El sol se elevó en el Reino de Advaland, en esa época del año los comerciantes estaban obligados a soportar los intensos rayos del mediodía, para lograr vender la mercancía del día y regresar a las zonas rurales. La mayoría eran campesinos provenientes de las afueras del amurallado reino. Estos debían pagar elevados impuestos para poder instalarse en el mercado, por lo que solo los más adinerados y trabajadores, tenían el privilegio de proveer a las familias nobles y bien posicionadas.
Megara y Elías, deambularon por el camino principal. Al ver a la soberana pasear, la multitud se arrodilló en señal de respeto, no así de admiración. A diferencia de las antiguas reinas, el pueblo no aceptaba a Megara por ser una hechicera. Sin embargo, esta cuestión era lo que menos le preocupaba, se mostró desanimada por otra cosa.
—Es una pérdida de tiempo —comentó posando su cabeza entre los dedos.
De repente, avistó las puertas del reino abrirse. Lo que vería a continuación modificaría su estado de ánimo por completo. Las personas dieron paso a una caravana que se extendió a gran parte del camino principal. Se trataba de las familias reales de tres reinos vecinos, cuyas alianzas habían sido formadas por el rey Empirio III, tatarabuelo del actual. Era habitual que la realeza llevara consigo un número importante de soldados, ya que existían muchos peligros en los bosques, con criaturas mágicas y monstruos habitando en ellos, no obstante la protección de Empirio con sus aliados les dio la oportunidad de viajar con tranquilidad, y solo con los soldados imprescindibles. Teniendo en mente que un dragón plateado sobrevolaba la zona, ningún enemigo se atrevía a atacarlos.
Los jefes de las familias encabezaban la caravana. Del reino de Galcrok, el rey Aidan Byrne, seguido por su esposa, Nessa Byrne, que también era su prima. La princesa Deidre Byrne, de catorce años de edad, cabalgaba detrás, ansiosa por conocer el enorme castillo.
El rey Gerlanch Zondervan del reino de Amsrott, se bajó de su caballo para saludar a Megara, mostrando una agradable sonrisa en el rostro. Era conocido por haber mantenido aventuras con incontables mujeres, siéndole infiel a su esposa, la reina Liselot Piest, quien esperaba al segundo hijo. Al pequeño príncipe, Gerrant Zondervan no le interesaba el castillo, sino el famoso dragón plateado del que todos hablaban, así que, al igual que su padre, se bajó de su poni para seguirlo e investigar el paradero de la criatura.
Por último, del reino de Marratech, el matrimonio compuesto por el rey Hassan Aliod, veterano, primer conquistador en tomar las tierras desérticas, y su prometida, una mujer que lo superaba en altura, Amai Mout.
—Míralos, Elías. Ya están aquí, como sanguijuelas para succionar la sangre de nuestro rey —susurró Megara fingiendo una sonrisa de bienvenida—. Apuesto a que emprendieron el viaje, cuando se enteraron que contratamos a los dragones negros.
Elías no respondió, se limitó únicamente a observar el panorama.
—Reina de Advaland. La hechicera más hermosa. Las historias de sus grandes hazañas han alcanzado mis oídos. Dichosos son mis ojos de contemplar su belleza —dijo Gerlanch, atreviéndose a tomarla de la mano, para posteriormente besarla.
—Sean bienvenidos, queridos amigos. Espero que su estadía sea grata —habló Megara.
—Padre, ¿dónde está el dragón plateado? Me dijiste que vería a uno —protestó el joven príncipe. Sostenía entre sus manos, una escultura de un dragón de madera, el juguete predilecto.
—¿El valiente pequeño desea conocerlo? —preguntó la hechicera con dulzura.
—Sí, leí sobre ellos antes de partir. Las llamas azules pueden reducir un reino entero a cenizas —contó Gerrant.
—Haces bien en mantenerte informado. Un hombre conocedor del mundo en el que vive, será un gran rey —lo elogió acariciando el cabello rizado y rubio—. Deseo que en un futuro cercano, los dragones plateados elijan proteger a tu reino.
Naila ingresó a Advaland camuflándose entre los demás ciudadanos. Gracias al pañuelo en su cabeza, cubriendo las orejas de conejo, y Lulú escondida en su bolso cuidando sus espaldas, logró caminar con tranquilidad. Era veloz para arribar a diferentes lugares, sean lejanos o no. Utilizaba largos saltos y una asombrosa habilidad para trepar árboles.
—Ha pasado tiempo desde la última vez que estuve aquí —murmuró.
Mientras recorría los puestos, notó un enorme grupo de personas amontonadas en un solo sitio. Ser curiosa le había costado varias palizas en el pasado, tanto de soldados, como de campesinos. Era su maldición, una que no la abandonó a pesar de que se convirtió en una adulta cuidadosa. Se hizo paso entre los pueblerinos, hasta alcanzar a ver a las familias de la realeza.
—¡Son reyes!… ¿Qué hacen en Advaland? —preguntó, nerviosa. Según los vecinos, Empirio no recibía muchos invitados en su castillo, principalmente aliados, salvo algún festival que ameritara un gran banquete y días de caza. Esta clase de eventos ponía en peligro a los animales del bosque, por lo que la preocupación de Naila aumentó.
Lulú asomó la cabeza para visualizar a un potencial enemigo. Un cuervo permanecía quieto en el hombro de un hombre. Los cuervos eran aves domesticables, usadas para enviar mensajes y controlar plagas como los roedores. Lulú sabía que los animales eran muy perceptivos, desde que se volvió uno, pudo comprender la enorme utilidad de la domesticación.
Para infortunio de las conejas, el cuervo percibió la presencia de ambos seres que no pertenecían a la raza humana. Inmediatamente, alertó a su dueño agitando las alas y emitiendo escandalosos graznidos.
—¡Tranquilo, tranquilo, tranquilo! —trató de calmarlo el hombre, pero el ave desobedeció, se arrojó sobre la cabeza de Naila y comenzó a picotear con intenciones de arrebatarle el pañuelo. Naila se protegió sacrificando las manos para evitar que sus orejas sean expuestas.
—¡No salgas! ¡Estaré bien! —exclamó haciendo todo lo posible por apartar al cuervo, pero el enojo de Lulú la incentivó a salir del bolso y atacar al ave.
—¡Un conejo! ¡Hay un conejo! —descubrió una comerciante señalando hacia arriba. Varios pueblerinos lograron ver a Lulú mordiendo las alas de su contrincante. Encontrar a un conejo en aquel entonces, era inusual. El ejército del rey Empirio los exterminó en un suceso que quedó marcado en la historia de Advaland como: “El final de las trágicas madrugadas de luna llena”.
La exclamación de la mujer fue oída por los reyes. Todos voltearon confundidos, intentando divisar lo que pasaba, entre la multitud que gritaba aterrorizada tras el descubrimiento.
El cuervo se zafó del agarre de la coneja, y en un brusco movimiento la dejó caer desde las alturas.
—¡No, Lulú! —Naila se tiró al suelo, atrapándola en el acto. La abrazó, estaba asustada de perder a su preciada hermana, que se arriesgó para protegerla, para proteger su secreto.
—¡Esa mujer tiene un conejo! —la delató otro comerciante.
Megara frunció el ceño, pero no dejó que el enojo la dominara. Vencer a la enorme población de conejos fue un trabajo difícil, no perdonaría a nadie que estuviera cuidando de ellos, hacerlo significaba alterar la paz en Advaland. Una ejecución en vivo delante de sus aliados, les mostraría la verdadera justicia. Los monstruos de las madrugadas de luna llena, dejarían de atormentarlos para siempre.
—¡Capitán, acabe con la traidora y su bestia! —ordenó la reina, sentenciándola a morir. Elías acató la orden, desenvainó su espada. Naila sintió un profundo terror, el caos a su alrededor no la privó de escuchar la hoja cortar el viento. El mismísimo capitán de la guardia real estaba allí, un temible verdugo que asesinó a cientos de hombres, cumpliendo con la tarea de su profesión, matar sin piedad en nombre del rey y la reina.
Sus piernas se movilizaron, Naila corrió entre la gente, empujando con su cuerpo los obstáculos humanos. Un hombre trató de detenerla, la jaló del cabello para ofrecérsela a Elías, pero Naila consiguió liberarse con facilidad. Era veloz, demasiado para que el dragón plateado pudiera alcanzarla. Se escabulló entre los callejones oscuros y estrechos del mercado, saltando entre vagabundos, barriles de ron y carretas.
La distancia entre ambos se fue haciendo cada vez mayor. Naila arribó al límite, se topó con la muralla que rodeaba el reino. No tuvo mejor idea que cavar un túnel bajo tierra, ya que saltar la expondría a las miradas de todos. Los habitantes de Advaland reconocían los movimientos de su raza, muchos de ellos fueron viudos y huérfanos de la luna llena.
Momentos después, Elías arribó al túnel. Reconoció el trabajo de un conejo adulto, bastante habilidoso. Guardó su espada, se arrodilló para analizar el tamaño del agujero. Entrecerró los ojos y expresó:
—No es una persona cualquiera, tampoco es una protectora de las bestias… es una exiliada, una mujer conejo.
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