Black dragon - 30
El gran maestro vivía en una cueva subterránea con las dimensiones correctas para su enorme tamaño. Hacía ya trece mil amaneceres que aceptó su rol como el sabio y consejero del pueblo, tiempo en el que no abandonó su hogar. Este estaba confeccionado como una biblioteca en la que se almacenaban cientos de libros de diferentes culturas.
Dos asistentes se encargaban de arreglar el espacio, llevar y traer libros para que pudiera escuchar las lecturas diarias. Uno de ellos también cumplía con la labor de intérprete, un miembro de la sociedad que era educado por el sabio para comprender el sistema de sonidos que creó para comunicarse. Permanecer como una criatura le arrebataría el habla, así que adoptó a Taiyo desde pequeño para que se convirtiera en su voz. Taiyo era un adulto, en su apariencia humana podría decirse que aparentaba unos cuarenta y tantos años. Su uniforme no era una armadura como la facción militar, sino que contaba con una larga túnica roja de mangas anchas, con bordados en hilo de oro formando llamas que rodeaban los bordes. Como su trabajo no consistía en combatir, tenía que raparse diariamente para no dejar ni un solo cabello sobre su cabeza. Recordaba poco de la última vez que cambió de forma, pero esto no le afectaba en lo más mínimo. Conocía su papel y lo desempeñaba muy bien.
Raito y Nona ingresaron a la cueva. Estaba oscuro, así que el hombre tuvo que encender una antorcha. La coneja se encargó de despejar sus dudas antes de encontrarse con el líder de esas tierras, ya que la política y cultura de Akarum era algo nuevo para ella. Raito le comentó que el gran maestro poseía conocimientos en hechicería, pero que no la practicaba por respeto a su raza. Argumentaba que el conocimiento era una herramienta importante, pero todo tenía un límite. Muchos hechiceros perdieron la cordura por aventurarse a lugares desconocidos. La magia era como una droga para los sedientos de saber.
Al llegar, Nona pudo ver con sus propios ojos al impresionante dragón de proporciones épicas y aspecto temible. En su largo cuello serpenteante, se vislumbraban patrones de escamas negras, más puntiagudas que las que visualizó en Reizo. Poseía tres cuernos en vez de dos. El tercero se hallaba en la punta de la nariz, tal y como se lo había contado Raito. Los dragones veteranos tenían un cuerno más que fue desapareciendo en las siguientes generaciones. Estaba sentado con las alas encogidas sobre un trono hecho de huesos de sus antepasados. El gran maestro se inclinó para lograr visualizar mejor a la acompañante del joven mercenario.
Taiyo se posicionó a la derecha del líder, listo para servir.
—Es un honor estar ante usted, gran maestro. —Raito hincó la rodilla en el suelo, Nona lo imitó.
El dragón abrió la boca y emitió unos sonidos que el intérprete identificó sin problema.
—El gran maestro está complacido en recibirlos. Y se alegra por tu retorno. Es una lástima que regresaras sin tus hermanos contigo —habló Taiyo.
—Si el general le brindó los detalles de sus muertes, me gustaría proceder —dijo Raito levantando la cabeza.
El gran maestro asintió y volvió a erguirse.
—¿Qué puede decirme sobre mi otra mitad?
El dragón le contó a través de Taiyo sobre las Fedreas, sobre la fragmentación del poder de Ignis, de la leyenda que pocos tenían la suerte de escuhar. No había nada nuevo para Raito, sin embargo, todo cambió cuando el erudito contó con más detalle el resto de la historia.
—Ignis dejó a las Fedreas al servicio de los dragones plateados, porque Uros murió siendo uno de ellos. Uros falleció tras enfrentarse a la enfermedad del invierno. Fue en el Castillo Blanco mientras las Fedreas lo cuidaban.
Raito no había escuchado sobre el Castillo Blanco, tampoco sobre el primer dragón plateado. Taiyo continuó traduciendo los sonidos del gran maestro.
—Uros tuvo hijos en sus viajes, antes de conocer a Ignis, pero sus descendientes de sangre pura no se interesaron en recuperar a las Fedreas como parte de la herencia. No querían saber sobre esas criaturas que podían arrebatarles su otra mitad.
Raito entendió por qué esos extraños seres les servían a los dragones plateados, lo cual era una desventaja para su pueblo. De haberlos aceptado en su debido momento, la historia hubiese sido diferente.
—Para recuperar los poderes de Raito, debemos infiltrarnos en el Castillo Blanco —intervino Nona.
Taiyo se desvió de sus labores, para preguntarle a la hechicera de una raza extraña.
—¿Por qué habla de infiltrarnos?
—Es que… la relación entre dragones negros y plateados…
—Se le enviará una carta a las familias alfas solicitando la devolución del huevo. Akarum no quiere iniciar una guerra —tradujo Taiyo.
La salida pacífica que impuso el gran maestro no bastó para convencer a Raito. ¿Todo se solucionaría con una carta?
—Disculpe la franqueza, pero se olvida de Elías Jasen. Si fue únicamente obra suya, no tiene que involucrar a los dragones de alto mando. Después de tanto tiempo sin tratar con ellos, no sabe cómo podrán reaccionar —dijo Nona.
—¿Qué sabe una coneja como tú? —balbuceó Taiyo, descontento con el atrevimiento de Nona.
—Ella es precavida, y agradezco que lo sea —la defendió Raito.
De repente, la intromisión de un intruso sin cita previa con el líder, sorprendió a los presentes. Toto arribó a la biblioteca, escapando de tres guardias que lo persiguieron desde la entrada de la cueva.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Nona.
Agitado, se esforzó por reunir aire para solicitar ayuda.
—¡Tienen que acompañarme! ¡Algo extraño le ocurre a Naila!
La mujer se acurrucó para soportar el dolor. De eso dependía su estadía junto a Raito. Después de todo lo que ocurrió entre ellos, de los avances en su relación, no quería que el hermoso sueño que estaba viviendo con él se acabara. Sentía su cuerpo arder sin necesidad de estar cubierto de llamas. Jamás había experimentado algo semejante, apenas podía abrir los ojos para visualizar el entorno. Estuvo alimentándose solo de arroz, ya que los dragones negros no cultivaban vegetales, sino que su dieta se basaba en el consumo de carne con el acompañamiento del único grano que conocían. Creyó que su hijo estaba furioso, castigándola por no proporcionarle el alimento que requería para crecer. Se arrastró hasta alcanzar la puerta corrediza. Reunió las escasas fuerzas que le quedaban para moverla, cuando apareció delante de ella alguien que podría prestar su ayuda.
El general Tokurai la sujetó de los brazos.
—Eres una de las conejas —habló observándola sufrir.
—Por favor… ayúdeme —susurró Naila sin tener la menor idea de a quién le suplicaba.
Las manos del dragón podían soportar altas temperaturas, sin embargo con solo tocarla descubrió que conservaba un calor anormal, igual a una dragona que esperaba un hijo. Naila estaba soportando los síntomas del embarazo a un nivel diferente al de ellas.
—¡Ja, ja, ja! ¡Sabía que Raito tramaba algo! ¡No protegería a un par de extraños sin una razón importante! —exclamó como un desquiciado, ahora tomando con agresividad las mejillas de Naila—. Puso un dragón dentro de ti y trajo a tu familia creyendo que podría protegerlos.
—No… por favor —rogó—. No es… no es su culpa.
—Negarlo, no te salvará, pero si me ayudas… —Acercó su rostro al de Naila, lo presionó con más fuerza y continuó—: Tal vez haga un espacio en el calabozo para que podamos divertirnos.
De la mano derecha de la mujer crecieron las garras de un dragón. Los dedos se cubrieron con una coraza de escamas. En un ligero movimiento las envió al abdomen del general ensartándolas en la armadura. Tokurai retrocedió. Vio la pechera agrietarse. No entendió lo que acababa de pasar, hasta que vio la mano de Naila. Las escamas plateadas le enseñaron la presencia del enemigo.
—Raito es un traidor.
Naila se miró. Supo que cometió un terrible error. Lo había sentenciado a ser juzgado como un criminal.
—No… él no es…
—Vendrás conmigo.
Tokurai se movilizó, recogió a Naila del suelo y la cargó sobre su hombro. Luego saltó sobre los puentes flotantes a una velocidad asombrosa. Naila no pudo resistirse, su casi inaudible voz no fue escuchada por nadie. Estaba demasiado débil para luchar y su hijo no la ayudó para que el general la soltara.
Toto, Nona y Raito arribaron a la casa. Dos guardias los acompañaron enviados por el gran maestro para brindarles apoyo.
—¡Naila! ¡¿Dónde estás?! —gritó Toto, el primero en ingresar. Recordaba haberla dejado cerca de la puerta antes de partir a solicitar auxilio. Nona ingresó después llamando a su pequeña hermana, preocupada. El último fue Raito.
El mercenario pisó un objeto punzante en el suelo, era el único del grupo que seguía estando descalzo desde que llegaron a la ciudad. Lo levantó y observó con detenimiento de qué se trataba. Para su sorpresa, no era nada más ni nada menos que un trozo de escama plateada. Sacó una precipitada conclusión.
—Elías se la llevó.
Salió y miró el cielo nublado. No había rastro del vuelo de un dragón. Además, la ciudad estaba tranquila. Cualquiera podría haberse alertado viendo a un plateado deambular. Eran rubios y fáciles de identificar entre la población.
—¿Qué sucede? ¿A quién buscas? —preguntó Lulú cruzando el puente en dirección a la casa, cargando una cesta con arroz. Se había ausentado unas horas para ir por la comida del día. Al ver la expresión intranquila de Raito, y a sus hermanos afligidos detrás, dejó caer la cesta.
Tokurai arrojó a su nueva prisionera a la celda.
—Eres el señuelo. Los dragones plateados se están extinguiendo. Querrán lo que tienes. Sea de sangre pura o no. Por eso ese traidor te trajo.
Naila intentó levantarse, pero su cuerpo agotado se lo impidió. Tokurai acudió y le jaló una oreja para que pudiera ponerse de pie.
—Raito no lo sabe. Por favor… déjeme… volver con…
El general la abofeteó, Naila cayó sobre un charco de agua. El calabozo era un sitio húmedo y descuidado, era normal que se formaran charcos por todas partes y que las paredes estuvieran manchadas de sangre.
—Hizo que asesinaran a sus hermanos para regresar como una víctima. Usó los escritos de Ignis y Uros para asegurar que una Fedrea le arrebató su otra mitad.
La mujer se corrió el cabello mojado del rostro herido. No permitiría que acusaran a Raito, cuando ella era la responsable de haber emigrado sabiendo que esperaba un hijo del enemigo. Se ayudó con la pared para incorporarse. Cada movimiento era como un suplicio. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Estaba cansada de sufrir por su libertad, por defender a los que amaba, pero esa era la vida que le tocó vivir.
—¡No es un traidor! ¡Yo traicioné su confianza al no decirle que Elías me embarazó! —gritó—. ¡Raito perdió a su familia! ¡Volvió porque quiere evitar una guerra entre dragones!
Tokurai guardó silencio. Escuchar ese nombre fue todo lo que necesitó para creer que la suerte estaba de su lado.
—Si lo que dices es cierto… extorsionar a Elías Jasen me servirá para tener al hijo de un alfa de intermediario. Hará todo lo que le pida.
—Elías no escuchará a alguien como tú.
Naila mostró una gran fortaleza al mantenerse firme, pese al dolor corporal, poniendo en duda las habilidades de un general. Tokurai cerró la celda. Era resistente para evitar que escaparan dragones, con una coneja no habría de qué preocuparse.
Antes de marcharse le dedicó unas palabras finales.
—Pensándolo con la cabeza fría… Raito es un buen guerrero. Es fiel a su pueblo. De haberlo sabido, hubiera arrancado al híbrido de tu vientre sin titubear.
Elías visitó el salón de las reliquias en el Castillo Blanco. Era de los últimos sitios por recorrer en su regreso a su verdadero hogar. Allí se guardaban objetos de sumo valor, algunos proporcionados por los reyes, otros protegidos desde que Ignis se marchó. El más importante era un enorme espejo circular con decoraciones en oro puro. Representaba un sol con rayos ondulados. Elías fue atraído por la belleza del objeto. Veía su reflejo limpio y todo lo que se ubicaba detrás con suma nitidez. Si miraba con atención podía ver cada detalle por más minúsculo que fuera. Sintió que si lo tocaba podría ver mucho más, incluso lo que no se encontraba en la habitación. Estiró el brazo y posó la mano sobre el cristal. La magia élfica era todo un misterio, al igual que el paradero de quienes la practicaban. Los dragones plateados no poseían habilidades que compartieran con ellos, a pesar de que su origen estaba ligado a dicha magia. Pero Elías no era como los demás, soñaba con Ignis a menudo e intentaba alcanzarla en todos esos sueños.
De repente, haces de luz surgieron del cristal. Elías no supo hallar explicación al fenómeno. Se quedó inmóvil temiendo que si apartaba la mano, aquel signo de magia élfica desapareciera. La luz naciente se fue haciendo más poderosa, hasta que se extingió, y en lugar de ella, una imagen se mostró en el espejo. Elías diferenció a dos personas caminando por las ruinas de los Pueblos Rebeldes, a las afueras de Advaland. Conocía los territorios conquistados por Empirio. Los había visitado muchas veces explorando las zonas en busca de la raza de conejos, entre otras especies perseguidas.
Megoz estaba acompañado por Lilia. El mago lucía tranquilo como siempre, en cambio la joven no dejaba de mirar a los costados, temerosa de que algún delincuente o monstruo se apareciese.
—¿Por qué están juntos? —preguntó. No entendía el motivo que impulsaba a una noble a aliarse con un peligroso criminal como Megoz, protagonista de historias macabras. Especuló que podría haber sido producto del miedo de Lilia de quedarse sola, sin embargo, ni el tonto más grande del mundo compartiría su viaje con Megoz.
La respuesta a su pregunta se mostró al instante. El veterano sacó de su tapado el huevo de dragón. Elías, impactado, apartó la mano. El espejo volvió a enseñarle su reflejo consternado.
—Tiene la mitad de Raito.
—Esta es la principal razón por la que quiero cuidarte, hermano mío —dijo Damián haciendo aparición de entre los tesoros.
—¿Qué acaba de pasar? Este espejo…
—Ninguno de nosotros ha logrado lo que tú sí. —Damián se dirigió hacia el espejo de Ignis y lo tocó con la punta de los dedos. Elías vio que para su gemelo, era solo un objeto inerte.
—¿Por qué?
—Los elfos usaban espejos para observar lo que fuera. Su magia evolucionó a tal punto de permitirles quedarse en sus tierras prohibidas, cerrando su círculo social como siempre desearon. Nosotros no tenemos sangre élfica, pero fuimos creados con la magia de una elfa.
—Son leyendas. De la tierra nacemos y a la tierra regresamos —objetó.
—Típico de un dragón que pronuncia las mismas frases que están en los libros. Ser un miembro de la familia de un alfa tiene más privilegios que una cómoda cama y mucamas bonitas. Conocer lo que muchos quieren ignorar es el mejor beneficio. ¿Nunca pensaste qué nos diferencia de los dragones negros? —Damián sembró curiosidad en Elías—. Ellos destruyen, buscan vivir de la muerte de los débiles. Nosotros servimos, buscamos preservar la vida de los más débiles.
—No pienso que esa sea la diferencia. Empirio me ordenó pulverizar reinos enteros. No serví para preservar la vida, sino para destruirla. Eso me hace ser como los dragones negros —expresó, apretando los puños, arrepentido por dar muerte a inocentes en pos de defender las ambiciones de su rey.
—¿Te sientes parte de ellos? —cuestionó Damián.
Elías se tomó unos segundos para responder:
—Sí.
—Entonces lo que viste no es únicamente la mitad de un dragón negro, también es una porción de ti. El espejo te mostró lo que anhelabas ver porque es la unión de dos lados que Ignis unificó. Uros está en ti y en el que llamaste Raito.
—Si nuestro padre te escuchara decir esas locuras te castigaría. —Elías lo tomó como un mal chiste, algo sin sentido que su hermano incluyó en la conversación para incomodarlo. Damián seguía manteniendo un tono de voz amigable y una predisposición a ayudarlo, como si bastara para entablar una relación de hermandad inexistente en tantos años distanciados.
—Lo sé, pero él no está aquí. Te conviene tenerme de aliado. Por vigilarte descubrí la verdad que intentaste ocultarle a los alfas. Lo menos que puedes hacer es aceptarme. Iremos detrás de ese huevo. Te serviré de apoyo.
—¿Estás seguro?
—Por supuesto. El Castillo Blanco es un lugar aburrido.
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