Black dragon - 31
Los descendientes de Gisli fueron muriendo con el correr de los siglos, a causa de las guerras en las que combatían. Eran hijos de reinas humanas, que lo aceptaron en su lecho matrimonial, de sus propias compañeras elfas que criaban guerreros honorables. Pero a pesar de los títulos, las glorias y el prestigio de sus hijos, ninguno llevó fielmente su verdadera naturaleza. La oscuridad que albergaba Gisli, solo se manifestó con ayuda de la luna llena.
Sabía que en el presente la única sobreviviente era Naila. No había conocimiento de que los elfos se hubieran mezclado con los conejos antes. Ellos no los consideraban un problema para su subsistencia, sin embargo tomaban precauciones evitando sus aldeas, después de todo, un dios intervino para humanizarlos. Preferían no relacionarse con actos divinos.
Cuando todavía gozaba de libertad, en uno de sus viajes, Gisli se topó con una comunidad de conejos concentrada en las altas montañas heladas. Era un lugar recóndito, pero de fácil acceso para un entrenado guerrero que había vivido más años del que podía contar. En medio de una peligrosa tormenta de nieve, halló a una joven acorralada por unos seres monstruosos de pelaje blanco. Era pequeña, delgada, de cabellera rosa y orejas caídas. Decidió salvarla y quedarse con ella hasta que terminara el crudo invierno.
Había estado con mujeres mucho más hermosas. La consideraba un ser débil, falto de intelecto, que ni siquiera podía pronunciar una palabra entera sin tartamudear. Sin embargo, algo en la coneja lo atraía, probablemente lo que la hacía única; no ser una bella reina, ni una elfa que batallara a su lado. Le endulzó los oídos para cosechar una nueva vida. La mujer aceptó todas las veces que el elfo la tomó, sin tener idea de que se convertiría en cómplice de un crimen condenado por la raza más mortífera y longeva que se conocía.
A Gisli nunca le importaron las normas, mucho menos privarse del placer. Pasado el invierno regresó con la excusa de exterminar a todos los monstruos de la nieve, para estar con el ser más débil del mundo. Fueron varias noches de partos fallidos. La coneja sufrió un dolor incalculable, viendo el producto de sus entrañas morir y morir al abandonar su cuerpo. Gisli arrojaba los cadáveres al precipicio, deseando que su próximo hijo pudiera vivir, aunque sea una porción de su vida eterna. Siguió buscando fuerza en la luz que habitaba en los ojos gentiles de aquella campesina. Siguió buscando fuerza en la oscuridad de los ojos furiosos de la luna llena.
El nombre de Irina se perdió en su memoria. Únicamente recordó el de Niels, el único conejo en nacer y crecer. Por fin había encontrado lo que anhelaba. Desafió a la madre naturaleza y ganó. Un ser indestructible había nacido de la fragilidad. Pero su alegría no duró mucho, tras ser juzgado por las leyes élficas y condenado a pasar su eternidad en una torre oscura, Niels fue asesinado a manos de Eliot.
Para Gisli, solo le quedaba Naila. Así como él era prisionero de sus deseos, su nieta lo era de la injusticia del mundo en el que vivía. Pensó que esa era la verdadera maldición, llevar sangre prisionera.
La escuchó llorar encerrado entre cuatro paredes. Sentía lo mismo que Naila, muy adentro de su pecho. Las lejanas tierras de dragones negros eran inalcanzables, tomando como referencia su ubicación actual. Aun así, oía los lamentos y el latido del corazón del dragón plateado que se alimentaba de sus energías para sobrevivir. Sufría como lo hizo Irina, o incluso peor, porque no tenía a nadie para consolarla.
Recogió el cristal del suelo. Megoz continuaba el recorrido que le había marcado para alcanzar la torre donde estaba confinado. Llevaba consigo a la doncella que le rezó el último tiempo y le informó sobre la situación de Advaland, solicitando su intervención para liberar a su pueblo de las garras de Empirio. Susurró palabras en una lengua muerta. Megoz las comprendió y acató la orden. Modificó su rumbo, al hacerlo se encontró con las personas que lo estuvieron persiguiendo los últimos días.
—Conserva algo que no le pertenece —dijo Megara.
El hombre la observó en compañía de un conocido soldado del reino de Galcrok.
—Tampoco te pertenece a ti —contestó.
—Entrégueme el huevo. Lo necesito para que los dragones plateados me perdonen.
Megara avanzó en paso incierto. Estar desafiando a un mago de tal nivel era como firmar una sentencia de muerte. Pero a esas alturas no tenía nada que perder. Podría ser él, el gremio de hechiceros o los dragones plateados, sus ejecutores. Al menos lucharía por su honor hasta el último aliento.
—Debiste pensarlo mejor antes de jugar a ser dios.
Lilia miró a Megoz. Si algo le demostró siendo su compañero de viaje, era que no existía criatura alguna capaz de tocarlo. Todo aquel que intentaba atacarlo, terminaba descuartizado por una fuerza invisible.
—Me equivoqué… lo admito. Fui ambiciosa y usted lo usó para darme una lección. Como maestro era su deber. —Megara se detuvo. Katriel preparó el arco y la flecha. Lilia se ocultó detrás de unas grandes rocas, temerosa al próximo movimiento. Una batalla sin precedentes se avecinaba.
—Mi objetivo era destruir al reino donde se inició el exterminio de conejos.
—¿Qué relación tiene con los conejos? ¿Por qué un mago como usted los vengaría?
Katriel apuntó al anciano y habló:
—Meg, pierdes el tiempo tratando de averiguar las motivaciones de este asesino.
—Espera. Necesito saberlo.
—No hay nada que saber.
Katriel disparó, la flecha viajó por el aire y terminó incrustándose en el cráneo de Megoz.
—¡¿Qué haces?! ¡No actúes por tu cuenta! —la exclamación de Megara fue interrumpida por una segunda flecha, en dirección al corazón del mago.
El peligro no parecía visible. Megoz se tambaleó con la tercera flecha que atravesó otro de sus órganos vitales. Megara permaneció alerta, en cualquier momento el escenario dejaría de estar a su favor. Estaba completamente segura de eso. Katriel acertó la cuarta flecha. Una persona normal no resistiría los impactos, pero Megoz estaba lejos de ser una persona normal. Hincó una rodilla en el suelo, fue allí cuando el cristal transparente se hizo visible cayendo sobre las hierbas.
—¿Qué quiere que haga con ellos? —preguntó Megoz.
La respuesta salvó las vidas de Megara y Katriel. La orden de Gisli fue clara, debía llevarlos consigo. Para formar su propio reino y hacer de Naila su reina, necesitaba aliados que estuvieran dispuestos a alzarse contra los dragones. Un caballero retirado, convertido en un mercenario que haría lo que fuera por dinero, y una hechicera prometedora eran perfectos para unírseles.
Megoz retiró las flechas, las perforaciones se cerraron al instante.
—Los hechiceros son unos fenómenos —comentó Katriel bajando el arco—. Me hacen perder el tiempo con sus trucos.
—Te daré la salvación que buscas, Megara Liapsis —comenzó diciendo el veterano—. Tú y el mercenario entregarán sus vidas a un nuevo rey.
—Ese cristal… es igual a los que encontré en una cueva. Tu rey es un elfo. ¿Por qué un elfo se separaría de los suyos y se coronaría como rey? Debe tratarse de un criminal.
—Eres astuta, eso nunca lo he negado. A mi rey lo privaron de libertad por encontrar y asesinar a Ignis. ¿Recuerdas la leyenda sobre la elfa que combatió con el primer dragón negro?
—La recuerdo. ¿Significa que no es una leyenda? ¿Ignis realmente existió?
—Mi rey afirma que su víctima fue Ignis. Una anciana que deambulaba en cuevas subterráneas escapando de la luz. La luz es la vitalidad de los elfos y ella decidió abandonarla para torturarse. Mi rey le puso fin a su martirio. Es piadoso y compasivo. Lo será con ustedes si son fieles.
—No le juro lealtad a un rey que desconozco, sea elfo o humano —afirmó Katriel.
—Sir Larsen. Le pido que recapacite —intervino Lilia saliendo de su escondite—. Si acepta, podrá recuperar su vida de lujos.
—Oh, niña, no sabes nada sobre mí. —Katriel esbozó una sonrisa—. Nací en una familia pobre, en los suburbios de Advaland. No me interesan los lujos. Mira al hombre con el que has viajado, ¿confiarías en él? ¿Tienes idea de cómo consiguió la inmortalidad? He escuchado historias que te darán pesadillas por el resto de tu vida, acerca del mago oscuro y sus rituales.
—Acepto —la palabra que salió de la boca de Megara le quitó el habla. Katriel la observó boquiabierto.
—No me mires así.
—¡¿Perdiste la cabeza?! ¡Ese sujeto te volverá a engañar!
—Megoz no nos dejará ir si nos negamos. Te recomiendo que hagas lo mismo.
—Puede dedicarse a su actual profesión, si así lo desea —agregó Megoz para convencerlo—. Sus ganancias serán suyas, pero seguirá los lineamientos del rey. Si su majestad le ordena partir a la guerra, usted lo hará como todo un soldado.
—¿Cuáles serían los enemigos del rey? ¿Los demás elfos? ¿El gremio? ¿Dragones?
Katriel no se quedó callado. Ahora que Megara se uniría a un reino desconocido, con un criminal elfo como líder, debía estar seguro antes de decidir si seguir adelante, o por fin reunirse con su familia.
—Cualquiera que se proponga perturbar la paz —respondió el mago.
Los silenciosos visitantes se movilizaron y enviaron una enorme llamarada. Lilia, Megoz, Katriel y Megara fueron rodeados por el fuego azul.
—¡Son dragones plateados! —exclamó el mercenario desenfundando la espada, alejando a Lilia de las agresivas llamas.
Megara volteó en dirección al sur. El fuego le abrió paso a su amo. Elías vestía el uniforme blanco de su raza, el que Empirio le prohibió portar cuando se convirtió en el protector del reino. El fin de Advaland era un nuevo comienzo para el capitán de la Guardia Real, a Megara le temblaron las piernas de solo pensarlo. Dejó de ser su reina, no tenía razones para no asesinarla después de todo lo que le hizo.
En el extremo norte se presentó Damián. Megoz lo vio sonreír, como si ya supiera que la victoria sería suya.
Nona se esforzó una vez más, pero el hechizo que utilizaba para hallar a los perdidos no surtió efecto para dar con Naila.
—Descansa unos momentos —sugirió Lulú tocándole el hombro. Estaban a orillas del Mar de Bronce, después de recorrer toda la ciudad de Akarum en busca de su hermana.
—Mi magia… no funciona como quiero —lamentó Nona introduciendo la mano en el agua, alterando su reflejo. Lo que menos deseaba ver era el rostro de una hechicera inútil.
—Es normal que no funcione. Recuerda que estuviste mucho tiempo siendo un animal. A mí todavía me cuesta volver a caminar como solía hacerlo. Pierdo el equilibrio con facilidad. —Lulú se sentó. La arena era de las más claras que había visto, y las olas, las más cálidas—. Toto no ha dicho nada desde que Naila desapareció. La sigue considerando una niña. Le cuesta aceptar que nuestros cuerpos no envejecieron… pero Naila sí ha crecido.
—Me asusta pensarlo. Naila vivió sola con nosotros. No pudimos enseñarle lo que necesitaba saber del mundo —agregó Nona.
Las dos permanecieron en silencio, mirando hacia el horizonte, al sol que lentamente desaparecía.
—¿Y si alguien quisiera lastimarla? —La pregunta de Toto las sorprendió. Ambas giraron, el hombre estaba de pie, con la luz del sol viajando por su cuerpo hasta dejar su silueta oscura. Tenía los ojos tiesos, fijos en el suelo y una expresión que preocupó a sus hermanas—. ¿Y si los dragones negros quisieran lastimarla? ¿A dónde la llevarían? ¿Por qué Raito no se lo ha cuestionado?
—La ha estado buscando en todos los lugares que conoce —lo defendió Nona.
—Si tuviera que elegir entre su pueblo y nosotros, sin dudas elegiría a su pueblo. Estamos en territorio enemigo. Ellos son cientos y nosotros solo cuatro.
—¿Por qué de repente desconfías de Raito? Nos ha dado refugio —Lulú se sumó a Nona—. Además, ¿por qué los dragones negros lastimarían a Naila? La diferencia de poder entre ellos y nosotros es abismal. No somos una amenaza.
Toto se dejó caer sobre la arena. Aferró sus manos a la cabeza y comenzó a llorar. Sus hermanas lo auxiliaron colocándose una a cada lado. Toto consideraba a Naila como a una niña, porque su inocencia le recordaba a su hija muerta en la hoguera. Había cumplido los cuatro años cuando los soldados de Empirio la capturaron en la aldea junto a su abuela. Fue una noche de luna llena, así que ninguno de los prisioneros supo que fueron sentenciados a muerte. Ardieron como animales, gritando y sacudiéndose para alejar las abrasadoras llamas. Toto despertó a la mañana siguiente en medio del bosque, rodeado de cadáveres de caballeros. Al regresar a su hogar, la espantosa imagen perduró en su mente. No podía soportar volver a ver algo así.
—¡Naila es una amenaza! ¡Es culpa de ese dragón plateado! ¡Elías la embarazó!
La verdad finalmente llegó a oídos de Raito.
Comments for chapter "31"
QUE TE PARECIÓ?