Black dragon - 6
El rey Empirio ordenó una expedición hacia los nuevos reinos conquistados, para ello formó tres grupos especializados en introducirse en esos territorios. El cruce de los sedientos, que dividía el Bosque Carmesí de Marrachet, era famoso por ser la parada en la que muy pocos llegaban. El cruel desierto, las enormes montañas de arena, las criaturas como serpientes y escorpiones gigantes, que allí se ocultaban para cazar a sus presas, lo convertían en una travesía que únicamente los más expertos eran capaces de concretar. La mayoría de los que participaban en este grupo, eran soldados especializados en combatir a altas temperaturas, buenos arqueros que disparaban con precisión pese a la difícil visibilidad, mercenarios que se habían enfrentado a colosales monstruos para sobrevivir y alimentarse día a día. Por último, y no menos importante, estaban los delincuentes condenados a muerte que servían como carnada, ya que ningún depredador acechaba cadáveres.
El grupo minoritario partió hacia Amsrott, los caminos eran conocidos por ser pacíficos, gracias a las leyendas de los elfos que custodiaban sus antiguas tierras. Los ancestros del Rey Gerlanch acordaron quedarse allí, cerca de la longeva raza, si prometían conservar la paz y nunca llevar la guerra, cuestión que facilitó la ruta de acceso. A Empirio no le interesaba perder la protección de los elfos, tomando por la fuerza el reino, realmente no creía que estos dedicaran sus esfuerzos en encargarse de cuidar a los humanos. Sostenía la teoría de que las criaturas, forajidos que oían las viejas leyendas en canciones de los espíritus de la naturaleza, huían temerosos del poder de los elfos.
Elías observó en su habitación a los grupos preparándose para partir, su destino era diferente al de ellos, viajaría a Galcrok solo. Dejó la espada sobre la cama, cuando de repente, visualizó la pared agrietarse. Oyó una voz aguda llamarlo “amo Elías”, de inmediato la identificó, antes de que el rostro de una Fedrea se moldeara sobre las rocas. Contadas personas las conocían, y esos pocos las mal nombraban brujas, por su espantoso aspecto. Las Fedreas eran sirvientes de los dragones plateados, según las antiguas escrituras los acompañaban para administrar su descontrolado y extraordinario poder. Eran criaturas de un ojo, pero capaces de ver mucho mejor que cualquiera que tuviera más de uno. Se movían por las superficies, adaptándose a la necesidad de sus amos. Si un plateado necesitaba que la Fedrea conservara un enorme tamaño, solo debía pedírselo, también si quería que creciera del agua, o del fuego. Elías prefería que fueran discretas, que conservaran un tamaño menor, y que circularan por las paredes del castillo, camuflándose con el gris de las rocas.
—Han pasado varios amaneceres desde que obtuvo los poderes del dragón negro. ¿Por qué no se los ha entregado a su padre? —le preguntó, asomando la mitad de su esquelético cuerpo.
—Es un asunto en el cual alguien como tú no deberían interferir —respondió Elías.
—Mis más sinceras disculpas, amo Elías, pero es difícil esconder el huevo de las demás Fedreas.
—Haz un esfuerzo.
El corto intercambio fue interrumpido por un golpe en la puerta. Elías permitió que la visitante ingresara a la habitación. No era nada más ni nada menos que la reina Megara. Era inesperado que se presentara en una mañana agitada por las preparaciones y el constante flujo de movimiento en los pasillos y patios del castillo.
—¿Qué se le ofrece?
—Vine a despedirte. Me enteré que tienes una misión en Galcrok —dijo Megara rodeando el cuello de Elías con sus brazos, para luego besarlo en los labios. El dragón la tomó de la cintura y con delicadeza la apartó.
—No debería visitarme durante el día.
Megara disgustada, hizo a un lado la mirada, dirigiéndola hacia la pared donde hace unos momentos se ocultó la Fedrea.
—A Empirio no le interesa lo que haga, en tanto continúe satisfaciendo sus ambiciones.
Estuvieron unos momentos en silencio, mientras la mujer recorría la habitación, como si estuviera inspeccionándola solo con la vista. Se oyó el sonido de sus tacones, molesto a oídos de Elías. Megara insultaba su posición de reina vistiéndose como una ramera, con un escote pronunciado y la espalda descubierta, convirtiéndose en el objeto de deseo de cualquier hombre. Estaba ocupando el lugar de su madre, destruyendo la imagen que sembró como una reina respetuosa a las tradiciones de los humanos. La odiaba, más que a cualquier otra mujer. Aunque luchara por esconderlo, ella era perspicaz, ese odio que sentía era la principal atracción, que la llevaba a irrumpir sus noches de soledad.
—¿Alguna vez escuchaste sobre la magia de restauración? —preguntó sentándose en la cama, testigo de las incontables noches que mancillaba el orgullo de su esposo.
—Sí, es una magia que devuelve objetos, elementos de la naturaleza, incluso cadáveres a su estado original. Si algo muere, se deshace, o destruye, esta magia puede recuperarlo —contestó con acierto.
—Es muy útil, sin embargo su efecto desaparece pronto. Los hechiceros investigadores la utilizan para averiguar la causa de muerte de reyes importantes cuando se sospecha de un asesinato —explicó—. Raito, si bien recuerdo, era el hermano mayor de los dragones negros… era extremadamente poderoso. No habría podido repeler sus llamas por más que haya entrenado y aprendido infalibles hechizos
Elías cerró los ojos, todavía le erizaba la piel al recordarlo. Su enfrentamiento con Raito dejó vestigios en su rostro y memoria. Desafiar a los dragones negros era una locura, sin embargo, si los exploradores de Empirio tenían razón, no habría venganza que los alcanzara. Pertenecían a una raza de escaso intelecto, que valoraba la fuerza por sobre todas las cosas. Cuatro dragones derrotados no importaban.
—Entiendo que tampoco hayas podido enfrentarlo como hubieses querido. Después de hallarte sobre una pila de cenizas esa noche, tomé una muestra de ellas y apliqué la magia de restauración. Como resultado se formó una mano delgada con cuatro dedos, idéntica a las de las Fedreas, las fieles sirvientes de tu familia. —Megara se levantó, dio un par de pasos hasta posicionarse a unos centímetros de él. Colocó la mano sobre el pecho del capitán y siguió—: Elías, cielo, entiendo tu frustración, por esa razón ignoraré tu atrevimiento. Espero que sea la última vez que actúes por tu cuenta. No querrás que congele este hermoso cuerpo.
Recibió la advertencia, inexpresivo, consciente de que a Megara no le temblaría el pulso al castigarlo. Podía perfectamente reducirla a cenizas, aplastarla como un insecto, pero la maldita era la persona más importante de Advaland, después de su rey. La única manera de deshacerse de ella, era por orden de Empirio.
Megara se retiró, feliz de saber que tenía al dragón plateado bajo control.
—La hechicera sospecha. Sea precavido, es astuta —advirtió la Fedrea, formándose de nuevo en la pared.
—Es astuta, pero su problema es creer que es la única.
Raito se recuperó de su estado febril, la carne que le proporcionó Naila con la primera paga del día, lo ayudó a reponer energías. A Naila no le agradó la idea de acarrear los restos del ciervo por el bosque, el simple aroma de la carne cruda la descomponía, pero no tuvo otra opción. Verlo de pie, con ropa rasgada, ajustada al enorme cuerpo, la llenó de dicha. Su trabajo estaba hecho, ahora el moribundo viajero podría retomar su rumbo como deseó desde el comienzo.
—Debes estar contento —dijo Naila mostrando una sonrisa.
Raito asoció las palabras como si se tratara de una mala broma. Nunca en su vida sintió felicidad tras recuperarse de heridas. Para él, haber caído en batalla, perder a sus hermanos en el camino, era una deshonra.
Los conejos de la mujer corrieron hacia ella, confiando en el olfato de Toto, se introdujeron en su bolso, en busca de fresas que Naila había traído a la casa para ellos.
—¿Pensaron que me olvidaría de ustedes? Son mis preciados hermanos, jamás me olvidaría —dijo dejando que se llenaran los hociquitos de dulces frutas del bosque.
Raito se detuvo a observarlos. Escuchar con frecuencia que Naila se refería a ellos como hermanos, lo hacía cuestionarse. Antiguamente no le interesaría, pero viviendo bajo ese techo, desmemoriado, siendo incapaz de transformarse, era un sujeto diferente.
—No parecen ser parte de tu familia, son distintos a ti —habló.
—Es porque la hechicera reina los encantó. Conservan la apariencia de nuestros ancestros, antes de ser convertidos en lo que somos ahora —reveló Naila. Hacía mucho que no la mencionaba, Megara era la villana de su historia, pero también, la responsable de unirla con Toto, Nona y Lulú.
—¿La hechicera reina? ¿Te refieres a…?
—Megara Liapsis —la nombró. De solo hacerlo, los conejos se estremecieron del miedo. Raito percibió el horror que provocaba aquella mujer que lo traicionó, eso reafirmaba más lo malvado de su persona.
—¡¿Qué sabes de ella?! —preguntó exaltado. Naila se sorprendió con la reacción del huésped, no tuvo tiempo de sospechar el motivo, porque Raito avanzó y la sujetó de los brazos—. ¡Dime lo que sabes de la reina!
—Y-yo solo sé que fue una esclava que Empirio rescató.
—¡¿Puede asesinar dragones?! —Sacudió con insistencia, provocándole dolor.
—¿Dragones? N-no lo sé. ¿Qué te sucede? ¿Por qué de pronto te interesa la reina? —Naila no pudo ignorar la agresividad del hombre, el brusco cambio tras incluir a Megara en el tema de conversación.
Raito intentó recordar con más exactitud las acciones de la hechicera, algo dentro de sí lo alentaba a odiarla con todo su ser, pero no encontraba la explicación del porqué. No fue la primera vez que un humano se aprovechaba de ellos en una misión, el mundo estaba repleto de desgraciados, el gran maestro solía repetírselos.
De pronto, una intensa jaqueca lo azotó llevándolo a desplomarse. Naila impidió que sus rodillas tocaran el piso, abrazándolo por la cintura.
—¡¿Estás bien?!
El dragón negro relacionó la voz de Naila con la de Raneri, su hermana menor. Un recuerdo se apoderó de su mente, la joven corría hacia él, escapando de un hombre rubio de capa verdosa. Era extraño, los ojos de aquel humano brillaban con una potente luz azulada. No conocía a alguien de su raza que lo hiciera.
La voz de Raneri alcanzó sus oídos, le decía “Nos traicionaron, los humanos nos traicionaron”. El capitán de la guardia real, era un dragón plateado. Ambas razas compartían el mismo origen, no obstante, con el paso de las épocas, fueron olvidándolo. Raito no pudo oler a otro dragón, ni atender las sospechas de Rakuzen. Sintió culpa, algo que jamás había experimentado.
Gritó, los troncos en la estufa ardieron con fuego rojo. Nona fue la única que visualizó un aura rojiza envolverlo. Los demás, concentraron su atención en las inexplicables llamas que nacieron solas. Después de eso, Raito se desmayó.
Naila no pudo sostenerlo más, Raito se veía indefenso cuando su cuerpo le impedía continuar, para la mujer conejo, era una prueba de que todavía debía cuidarlo. Ofrecerle alimento no bastó, su hambre no se zacearía, hasta que no volviera a estar entero, habiendo reunido las memorias perdidas, comprendiendo las sensaciones confusas que lo aquejaban, regresaría a la normalidad de la que estaba acostumbrado. La bestia que habitaba en él, aún no mostraba los colmillos.
—¿Por qué? ¿Por qué sigue desmayándose? —lamentó Naila, rendida.
Nona se acercó de a poco a ellos. El aura rojiza que vio le resultó familiar. La invadió un mal presentimiento, uno que no había tenido hace tiempo. El huésped que Naila con dedicación protegía, era peligroso.
Volar por las inmediaciones del reino de Galcrok era impensado. La flota del difunto rey Aidan eran de las mejores del continente. Siempre estaban custodiando el océano, ninguna criatura marina o alada pasaba sus fronteras sin ser bombardeada. Su pueblo había avanzado en tecnología ofensiva utilizando sus barcos como armas de guerra. Los hacían explotar fácilmente y disparaban pesadas esferas de piedras. Elías no podía viajar por los cielos, le era imposible ocultar su enorme figura de los ojos de los entrenados soldados. Las olas se agitaban con la presencia de un dragón, como si la mismísima naturaleza advirtiera que se encontraban cerca, incluso ciertos monstruos de allí, emigraban cuando intuían su llegada.
Se aproximó a los barcos de Galcrok navegando en un bote de madera con una bandera de Advaland. Los mensajeros cruzaban así, en pequeñas embarcaciones para desviar sospechas del tráfico de armas y esclavos. Eran inspeccionados en la costa y el transporte era destruido, para retornar a su hogar, le era designado un barco previamente aprobado por el gobierno. Teniendo estas precauciones en mente, ancló y dejó que lo examinaran. No hallaron una espada, nada más una daga para defenderse de ataques de piratas. Elías cumplía con las condiciones de un mensajero, personas que se arriesgaban a navegar sabiendo el riesgo que conllevaba. Conocían muy bien las rutas de navegación menos azarosas. Elías fue educado para cubrir cualquier trabajo, servir como dragón era importante, así como también pasar desapercibido, poder camuflarse entre los humanos.
Los caballeros lo guiaron hacia el primo del rey Aidan, quien se encargaba de reemplazarlo en su ausencia. Rodeado de enemigos, arribó a la sala del trono. El gobernante bebía de una copa de vino, mientras disfrutaba de la sensación de poder de un rey. A esa altura de la tarde, la vista empezaba a tornarse borrosa, contaba historias de sus días de gloria como el capitán que dejó de ser por su edad, y elogiaba los traseros de las mucamas, tocando alguno que estuviera a su alcance.
—Alteza, su primo me ha enviado para darle un mensaje —inició Elías arrodillándose ante el hombre.
—Espero que no sea una desagradable noticia, como la de que retornará pronto —bromeó liberando un aliento apestoso a alcohol. El anciano consejero, a su lado, solicitó un pergamino por escrito, exigencia que Elías previó de antemano. No conservaba una nota escrita por Aidan, por lo que su actuación estaba a punto de terminar.
—Los ancianos y sus formalidades, olvida el pergamino. —El sujeto bajó los escalones cubiertos por una larga alfombra roja. Fue acortando la distancia entre él y el recién llegado—. Quítate la capa, levanta la cabeza, déjame contemplarte mejor.
El mensajero obedeció, descubrió la cara por completo, que hasta entonces estuvo oscurecida por las sombras, deslumbrando aún más al provisorio rey. El cabello dorado, al igual que las pestañas, los ojos claros, inusitados en la población, los rasgos delicados, despertó un notable interés que trascendió lo considerado correcto para un noble con gran prestigio.
—Cuánta belleza. Ni todas las mujeres de este reino podrían igualarla —expresó deslizando los gruesos dedos por el mentón de Elías—. Ni siquiera una cicatriz logra arrebatarte tu belleza. Ahora comprendo el mensaje de mi primo, no te envió solo para ser su voz, sino para ocupar un lugar conmigo en la cama.
Elías observó con repudio la saliva que escapaba de la boca. No dudó en dar el golpe de gracia. Los escoltas detrás, no consiguieron visualizar el mortal movimiento del dragón plateado. El hombre cayó, tratando de sostener sus entrañas, las que escapaban del interior de su cuerpo.
—¡Está armado! —alertó el consejero.
Los guardias se movilizaron empuñando sus espadas. La sangre goteaba de la mano desnuda de Elías, era innecesario recurrir a las armas, cuando poseía una propia que lo acompañaba siempre. Hizo que sus ojos brillaran e inició el proceso de transformación. Hubo un fuerte estruendo en el castillo, el derrumbe de una de las torres fue visualizado por los pobladores. Jamás presenciaron el surgir de un dragón. Las alas del plateado se desplegaron, destacando entre las rocas que caían desde las alturas.
No se desplegó una lluvia de flechas, ni los cañones se activaron para combatir, Elías expulsó las llamas sin darles oportunidad de reaccionar. Por órdenes de Empirio, nadie debía salir vivo. Galcrok era la mayor amenaza, si sobrevivía un noble con la misma sangre que Aidan, su gente lo seguiría como a un profeta. A pesar de que la flota era un recurso importante para proteger el reino del ataque enemigo, no se arriesgaría a albergar posibles amenazas. La fortaleza de Galcrok se basaba en la lealtad de sus habitantes.
Elías se aseguró de que no escaparan familias, incendió casas, cualquier construcción que veía en su camino. Ser cuidadoso, letal, era la verdadera misión, la cual no debía fallar. Le estaba prohibido regresar a Advaland cargando con errores.
Una vez acabado, envolvió su desnudez con la bandera de Advaland y observó el resultado de haber cumplido con las ambiciones de Empirio. Notó que no consiguió pulverizarlos a todos, darles una muerte rápida, aún oía a algunos habitantes gritar de dolor, agonizando por las graves quemaduras.
El capitán de la guardia real se cuestionó si su poder estaría debilitándose, tras sentirse inferior a otro dragón, ya que la última vez que lo usó en combate, fue superado ampliamente. Apretó el puño, impotente. Comenzó a preguntarse si fue la mejor decisión, dejar a Raito en su forma humana, esperando que los monstruos de la noche lo devoraran estando inconsciente. Imaginó que el peor final para un dragón sería ese, el morir indefenso a manos de criaturas que podría vencer.
—¿Por qué no me abandona la inquietud? Yo… ¿me habré equivocado?
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