Black dragon - 9
Un pergamino llegó a manos del rey Empirio, proveniente del reino de Amsrott, donde parte de su ejército tomaba el dominio de las tierras, faltantes de un rey y un sucesor, que pusiera a sus caballeros a defender el trono. Empirio repetía a su Consejo real constantemente, Amsrott era bello, con hermosos paisajes, prados repletos de flores, cuna de los más talentosos artistas, pintores que reflejaban el mágico entorno, pero la fortaleza era débil, los soldados inexpertos en guerras y una tenían una historia que no los respaldaba con triunfos. No necesitó a su dragón, o a su hechicera, los que fueron tomaron el control del castillo y luego se expandieron por el resto de la ciudad principal.
Como supuso, los elfos no se presentaron para defender al pueblo, que se arrodillaba y juraba obediencia a un nuevo soberano, un hombre que no tenía relación sanguínea con ninguna de las familias nobles.
En la mañana, se sentó en su trono a la espera de las tareas del día. Sus consejeros no tardaron en rodearlo y comunicarle las novedades más relevantes. Uno de sus mejores hombres arribaría al castillo.
—Es descortés e impulsivo. No es un caballero digno de su atención, majestad —dijo un anciano refiriéndose a la persona que atravesaba el largo de la sala en dirección a su rey.
—Olvidas que es mi cuñado, parte de mi familia. Contraer matrimonio con Megara tiene sus ventajas y desventajas —habló Empirio cuidando de que sus palabras no alcanzaran los oídos del recién llegado.
Claus era joven, apenas había abandonado las andanzas de adolescente, enderezado su camino hacia las ambiciones de Empirio, conociendo su lugar como caballero. Era musculoso, esbelto, de espalda ancha. Tenía el cabello violáceo, los mismos ojos que su hermana mayor, Megara, penetrantes y desafiantes. Destacaba por sus habilidades en combate, por el dominio de la espada, era ambidiestro como Elías. Los demás caballeros alegaban que quería imitarlo, incluso superarlo, no obstante, hasta entonces solo era el hermano menor de la reina, alguien que enloquecía rebanando cabezas y bañando su cuerpo con la sangre de sus adversarios. “¿Alguna vez vieron al dragoncillo plateado alimentarse?” le gustaba decir, “De seguro bebe la sangre de los insectos que aplasta cuando nadie lo mira. Seré humano, pero no quiero perderme de probar esa satisfacción.” y luego de eso dejaba caer gotas de sangre de un brazo amputado sobre su lengua.
Tras encontrarse a tres escalones de distancia de Empirio, hincó la rodilla en el suelo y se apoyó en su espada, como lo haría cualquier otro caballero de cuna noble.
—Su majestad, la expedición ha sido un éxito.
Empirio observó la armadura maltratada de Claus, prueba de que estuvo liderando una batalla.
—¿Por qué consideras que ha sido un éxito? ¿Acaso trajiste ingredientes importantes para las pociones de mi reina? ¿O solo mataste unos cuantos monstruos de camino?
—Mejor que eso, su majestad. Tomé al antiguo maestro de los Clefios, Megoz, como prisionero. Vivía en una de las minas de los gigantes. Experimentaba con magia negra, como la reina.
—¿Piensas que capturar a un viejo decrépito es un logro? —cuestionó Empirio esbozando una sonrisa burlona.
Claus clavó la mirada al suelo, era su rey, pero a la vez, el desgraciado que lo apartó de su hermana y le otorgó un poder que los distanciaba. Megara tenía menos tiempo para compartir con él, y mucho más importante, existía otro hombre en su vida. Cuando llegara el momento de darle un heredero, sabría que la perdería para siempre.
—A Megara le interesará tenerlo como guía. Conoce secretos… todos sabemos que los secretos de los antiguos hechiceros valen más que mil soldados. Darle a mi hermana conocimiento, es brindarle a Advaland el control sobre otros reinos —explicó.
—¿Cuántos de mis hombres llevaste a tu expedición?
Claus tardó en contestar, el número era elevado, pero en tierras de gigantes, en los dominios de un hechicero de alto nivel, necesitaba refuerzos.
—Doscientos hombres, su majestad. Las llamas de los dragones negros acabaron con una aldea, pero la vecina seguía intacta.
Los tres consejeros protestaron, Empirio levantó el brazo para silenciarlos.
—No es el número que acordamos. Comprendo que son zonas peligrosas. La ruta es difícil, hay depredadores por todas partes, eso sin mencionar a los gigantes, una población pequeña, pero de gran poder. Sin embargo, dejar a Advaland sin sus protectores es arriesgado en los tiempos que corren.
—Le aseguro que el sacrificio valió la pena. Megoz es poderoso, usaba a los gigantes en sus experimentos. Usted debió verlos, los convierte en monstruos horripilantes que escupen lava, criaturas gelatinosas que repelan el filo de las espadas…
Empirio lo interrumpió:
—No me parece correcto que Advaland se convierta en un reino de monstruos, por más que estos sean creados para protegernos. Somos un reino de humanos, Claus, no olvides eso.
—No lo he olvidado. —Claus alzó la cabeza y continuó—: Delegar las tareas más decisivas al capitán Elías, contratar el servicio de los dragones negros para obtener más, espero que usted tampoco lo haya olvidado.
La respuesta de Claus dejó estupefactos a los consejeros, y en silencio al rey. El comentario podría haberle costado caro. Ningún caballero se atrevía a cuestionarlo, arriesgar así su posición, o su vida.
—¡Querido hermano, ansiaba tu regreso!
La aparición de Megara irrumpió en el momento indicado. Empirio se levantó del trono y besó la mano de su esposa, para luego guiarla hacia el asiento a su derecha.
—También yo, mi reina. —Sonrió Claus.
—¿A dónde te enviaron?
—A Montañas de gigantes. Su majestad aprobó mi expedición.
Megara miró a Empirio, algunas cuestiones no le eran consultadas, como el destino de su hermano.
—Claus insistió, sabes que a veces soy fácil de convencer —bromeó posando la mano sobre la de Megara.
—¿Y qué encontraste allí, hermano mío?
—A Megoz, y lo traje especialmente para ti.
Megara, estupefacta, se puso de pie tras escucharlo, la proeza de capturar a tal legendario hechicero requería de una excelente estrategia, que permitiera acorralarlo hasta que se rindiera, o herirlo de gravedad para que ya no pudiera levantarse. Claus sonrió al ver la reacción. Aunque Empirio le diera el título de reina, la libertad de explorar las artes oscuras, solo él conocía sus deseos. Megara amaba el conocimiento, y Megoz era la definición de ello. Había vivido más de un siglo, burlando a la muerte y a la vejez. Huyó de veinte condenas a la guillotina a lo largo de todo el continente, por la práctica de magia negra.
—Cuéntame cómo lo hiciste.
—Costó doscientas carnadas humanas, lanceros, arqueros, caballeros de gran renombre —develó Empirio.
—Un costo elevado, esposo mío, pero valdrá la pena. Los músicos cantarán historias sobre ellos y el nombre de sus familias perdurará.
—Deseo que así lo sea. —Empirio regresó la vista hacia los ancianos que esperaban comenzar con las audiciones del día. El rey era sinónimo de ley en aquel entonces, por lo que tenía la última palabra en las sentencias.
—Llevaré a Claus a pasear por el castillo. Le agradará ver las renovaciones, cómo el jardín de la querida y difunta Diana, pasó a ser un ala más de entrenamiento.
Empirio notó cierto tono de disfrute. No era ningún tonto, sabía que su actual esposa siempre estuvo celosa de la dragona plateada, sin embargo, consideraba los celos de las mujeres como un arma poderosa, por supuesto, si poseía la habilidad de usarla a su favor y no para convertirse en un generador de discusiones. Por este motivo, conservó a la hechicera a su lado, cerca, funcionando como una aliada y consultora que lo apoyaba en todas sus decisiones. A diferencia de Diana, Megara veía su mismo mundo.
Los hermanos se separaron del resto. La reina abrazó el brazo de Claus, le costaba aceptar lo mucho que había crecido desde que arribaron a Advaland, ahora era todo un hombre, no un chiquillo rebelde que trepaba los muros para fugarse y cazar monstruos en la oscuridad de la noche. El pasado que compartían era crudo, regido por una sola regla, la supremacía del más fuerte. Creían en esa regla, puesto que los ayudó a llegar hasta allí, y la mantenían presente cada vez que salían.
—¿Es correcto lo que dicen? ¿Que el buen capitán Elías Jasen quemó el jardín?
—Sí, fue el escenario del genocidio de reyes.
—Cielos, me voy un tiempo y mi cuñado decide desatar una guerra contra tres reinos aliados.
Megara se detuvo y miró hacia el patio principal, el arribo de los nuevos reclutas. Eran hijos, esposos, nietos, mayores de catorce años, provenientes de distintas clases sociales, que reemplazarían las bajas en Marratech, y actualmente, las bajas que su hermano trajo consigo.
—No lo llamaría guerra si no hay rivales que combatan a la par de Advaland. En un futuro, todo el continente Maorma será nuestro —afirmó la mujer con evidente avaricia.
—Verte lograr tus objetivos es la razón de mi existir, mi reina, pero existen muchas tierras inexploradas, bosques encantados, volcanes mortales… y están los elfos. ¿Cómo conquistar a esos seres celestiales? Han estado más cerca del inicio de los tiempos que nosotros.
Claus era astuto como su hermana, pero más que astuto, era precavido. Se lanzaba a los peligros, sin importar bajo qué órdenes estuviera, no obstante, antes colocaba una pila de cadáveres, un muro de muertos, lo que fuera para no caer.
—Detalles. —Sonrió Megara—. Cuanto más nos expandamos, más llamaremos la atención de Eliot. Empirio ha deseado que ese dragón plateado le sirviera desde que lo conoció. Por más que su hijo Elías se esfuerce, es insuficiente.
—Si no tuviera un objetivo ambicioso por cumplir, su reinado no tendría sentido —agregó el joven caballero.
Megara dejó escapar un largo suspiro y apoyó la mano libre sobre el muro.
—”La paz no deja huellas”, solo Empirio y yo lo entendemos. Por culpa de mi posición, los nobles me martirizaron, me llamaron esclava loca, bruja, pero mírame hoy, hermano mío, mi voracidad de poder me convirtió en una soberana. Rio a carcajadas sobre sus tumbas, sobre los profundos cortes que les hicieron los seres de luna llena. Sigo aquí, participando de la historia de Advaland. Prevaleciendo sobre los demás.
Claus sonrió, apoyó la frente sobre el hombro de la mujer. Extrañaba sentir su calor, la contención de la única familia que tenía.
—Estaré contigo siempre. Seré lo que necesites que sea.
Megara se adueñó de esas palabras, deslizó los dedos sobre las mejillas del hombre con dulzura. Claus seguía sus pasos, dispuesto a complacerla en el aspecto que fuera. Lo amaba tanto como a su esposo, incluso más. Era un hermano, pero también un hijo, un cómplice, un aprendiz.
El Bosque Carmesí era el espejo del alma de muchos de sus habitantes, así como le sucedió a Naila. El otro ser que compartía su cuerpo, salió a flote, enseñándole que Ela participaba como una fiel espectadora de la vida que estaba teniendo con Raito, aguardando expectante su momento de liberarse.
Lavó las quemaduras a la orilla del arroyo. Con ayuda de la fresca agua, pudo aliviar el ardor en la piel de los brazos y parte del rostro. Había sido testigo del poder de Raito en su forma humana, lo destructivo que era inclusive con esa apariencia.
Al terminar de refrescarse, contempló la lejana figura del hombre, sentado en un tronco caído.
—No hemos hablado desde lo del túnel —susurró para sí misma—. Me recuerda a Elías luego de nuestro encuentro. ¿Será que los dragones son todos reservados?
Inquieta, caminó hacia él, sin pensar previamente de qué manera iniciar el diálogo. Estando a unos pasos de distancia, descubrió que Raito tenía la mirada perdida en las tranquilas aguas, en los peces nadando. Esperó unos momentos, tiempo que le sirvió para reunir valor.
—Ni lo intentes —la frenó Raito.
—¿Intentar qué? —preguntó sorprendida.
—Hablar conmigo.
Naila quiso volver a intentar, pero temió alterar al sereno dragón, así que simplemente se sentó a un lado, compartiendo el mismo tronco. Una familia de zorros arribó para beber agua del arroyo, después varios pájaros volaron sobre las copas de los árboles, arrojando sus porquerías sobre la espalda de Raito, y más tarde algunas ardillas juguetearon con los largos rizos de Naila.
—¿Podrías parar ya? —pidió Raito frunciendo el ceño.
—¿A qué te refieres?
—A los animales, deja de atraerlos, y si no es mucho pedir, deja de atraer problemas.
—¿Lo dices por la Fedrea y el árbol maldito?
Raito la miró de reojo, Naila no apartaba los ojos de él, ojos rosados e inofensivos que lo sacaban de quicio. Era inaudito que tuviera que tomar la decisión de movilizarse para salvarla, cuando nunca se vio forzado a hacer algo así por una criatura como ella. Fijar el objetivo y destruirlo, era todo lo que le habían enseñado.
—Ahora que podemos hablar, quería preguntarte, ¿cómo me encontraste? Estaba bajo tierra.
—Tus hermanos me guiaron, pero eso no importa. Será la última vez que interfiera, tenlo en mente.
Naila sonrió, era la primera ocasión que lo escuchaba referirse a Nona, Toto y Lulú como sus hermanos, y no denominándolos ratas.
—¿Por qué vuelves a sonreír? —notó Raito, haciendo que se esfumara la sonrisa en Naila, reemplazándola con una expresión de confusión.
—¿Lo hice?
Raito recogió una piedra y la lanzó al agua, dando de lleno a un pez, este flotó en la superficie. La sangre brotó y se mezcló con el agua.
—Tráelo —ordenó señalando al pez ya muerto.
—¿Por qué? Tú estás más cerca.
—No olvides cuál es tu lugar —le recordó el dragón negro. Naila bufó, pero obedeció. Apenada por la muerte del animal, avanzó con sus pies descalzos, el agua le llegaba a las rodillas. Lo recogió.
Raito aspiró aire, para después liberar llamas rojas, envolviendo al pez en el acto. La mujer conejo reaccionó al calor abrasador y lo soltó.
—Hay una creencia entre los dragones negros. Solo es una creencia porque no tenemos contacto con otras criaturas para confirmarlo —empezó diciendo Raito—. Las llamas reaccionan al miedo, lastiman a quienes les temen. Son incomprendidas y eso las molesta.
—Pero… las llamas no tienen vida propia —objetó Naila.
—Conservan la vida, es casi lo mismo para nosotros. ¿O acaso el fuego no te mantiene abrigada en la noche, cocina tus alimentos y te protege de los peligros de estar en la intemperie?
Naila agachó la cabeza y observó la palma de su mano, la que hace unos momentos sostuvo al pez. Reflexionó sobre lo dicho por Raito, seguramente sea la manera en la que un dragón veía las llamas que surgen de su cuerpo, como seres vivos que los ayudan a derrotar a sus enemigos y sobrevivir.
Raito tomó otra piedra y sin levantarse la lanzó para que impactara en otro pez. Lo logró, Naila no necesitó que le ordenara, lo tomó, esta vez con ambas manos. Tenía un agujero donde escapaba la sangre. Era impactante de ver para alguien que amaba a los animales, sin embargo se mantuvo firme, comprendiendo que para individuos como Raito, la muerte les brindaba vida.
Se avecinó una nueva llamarada, Naila cerró los ojos, pensando en las llamas como protectoras, muchas noches acudió a ellas para sobrevivir al frío, para ahuyentar a los depredadores mientras dormía con sus hermanos conejos.
—Yo las entiendo —les dijo, pero al tocarlas, el calor despertó sus nervios y la obligó a retroceder.
Raito infirió que era demasiado para ella, las llamas seguirían lastimándola.
—Olvida lo que dije. No entiendo por qué quise comprobarlo. El fuego es odiado, y los portadores de él también. —Raito se levantó, desganado.
Naila se desesperó por retenerlo, no únicamente percibía rabia en el dragón caído, sino una profunda tristeza que acababa de manifestarse.
—¡Espera!… anoche escuché en Advaland sobre la derrota de otros dragones como tú. ¿Quiere decir que no viniste solo?
Raito volteó, interesado.
—¿Qué sabes al respecto?
—Solo que fueron vencidos, eso significa que están…
—Vencidos no significa muertos. Se necesita mucho poder para asesinar dragones negros. Además, ellos… no se dejarían matar tan fácilmente.
La frustración se reflejó en el rostro de Raito. Sus recuerdos eran confusos, Raneri siendo estrangulada por el capitán, esa sola imagen no alcanzaba para esclarecer sus dudas. ¿Hizo algo para salvarla? ¿Rakuzen y Rian Chu intervinieron? Debía hallar las respuestas, presentía en lo profundo de sí, que las encontraría en el castillo.
De pronto, un arbusto se movió a sus espaldas, Raito envió una llamarada para matar, antes de descubrir quién o qué cosa generaba el movimiento. Una mano humana atravesó el fuego rojo, quemada, la víctima no tuvo tiempo de gritar de dolor. Naila corrió a socorrerlo, se trataba de un anciano, un campesino que estaba recolectando bayas en el bosque. Proteger su secreto requería de sacrificios, fue allí, con la imagen perturbadora de la muerte por fuego, cuando Naila finalmente lo entendió.
Los guardias encerraron a Megoz en el calabozo del castillo. Era conocido como uno de los magos más importantes del antiguo gremio de los Clefios. Para esta sociedad rechazada por la totalidad de los reinos gobernados por humanos, Megoz era descendiente del creador del primer dragón. A pesar de que el inicio de los dragones era incierto, los miembros del gremio creían fielmente en que un humano los había creado.
Megoz era tan antiguo como el reino de Advaland, por más que muchos desmintieran este hecho, asegurando que el nombre de Megoz era lo único que permanecía vivo, y que los magos lo adoptaban para mantener su legado a través del tiempo. Lo cierto era que ese hombre infundía temor en quien lo veía.
Se dice que había sido sorprendido en extraños rituales en cuevas, rodeado de sombras alargadas, hombres con cabezas de cabras, mujeres con colas de reptiles, y abominaciones que nacían de la tierra llorando igual a bebés. Distintas leyes intentaron juzgarlo, algunas quemándolo en la hoguera, otras cortándole la cabeza en la guillotina, colgándolo, pero nada resultó. Su poder parecía no ser de ese mundo.
Lo encerraron en una celda aislada, rodeada de barrotes resistentes, de grueso hierro del sur, lugar donde el frío podía quebrar cualquier cosa.
Megara ordenó a los guardias que abandonaran el sector, que se ocuparan de otros prisioneros, porque Megoz pasó a ser de su propiedad.
El mago se sentó en el suelo. A un lado tenía un plato de estofado recién preparado y un barril de vino. Todavía conservaba la mitad de una túnica gris que le cubría por encima de las rodillas. Le faltaba una pierna. Estaba descalzo, tenía la melena castaña enmarañada y una larga barba con trenzas. Sus ojos permanecían escondidos detrás de los mechones despeinados, sin embargo se lograba diferenciar un tono descolorido, entre el gris y el verde.
—Es un honor tenerlo aquí, gran mago. —Se reverenció Megara.
Megoz no respondió, se limitó a mirarla, sin mostrar ni una pizca de emoción, tristeza o enojo.
—Me disculpo por la rudeza de mi hermano y su ejército.
—Un esclavo nunca podría tener un ejército —habló Megoz.
La palabra “esclavo” estaba prohibida para dirigirse a los hermanos Liapsis. Después de que se volvió reina, mandaba a cortarle la lengua a cualquiera que mencionara que una vez fueron esclavos. Empirio le sugería con frecuencia que no actuara imprudentemente, ya que esto solo demostraba que ocultaba algo. Generar desconfianza en su pueblo la perjudicaría con el tiempo. Existió un rey en la antigüedad, que murió en manos de los ciudadanos. Lo ejecutaron en la guillotina, y repartieron su carne como alimento para los jabalíes. Por cientos de amaneceres, se lo llamó «el rey mierda de cerdo.»
—Me expresé mal, gran maestro. El ejército le pertenece a mi amado esposo, el rey Empirio Virtanen, el hombre que me hizo reina. Respeto su trabajo, la inmortalidad que ha conseguido.
—¿Quién afirmó esa tontería de que soy inmortal? —Megoz siguió mostrándose desafiante hacia Megara, como si conociera sus debilidades y los comentarios que la incomodarían.
—Afirman muchas cosas sobre usted, yo decido qué creer.
Megoz calló, levantó el brazo y lo estrelló contra el suelo, aplastando a un par de ratas que planeaban arrebatarle su alimento. Megara conocía el interior de incontables criaturas, por lo que no le desagradó verlo.
—Para ser una reina, te falta finura —comentó el hombre.
—Soy una reina fuera de lo común. Le propongo ser mi maestro, trabajar juntos para generar riqueza. Con riqueza me refiero al conocimiento, a la magia que tanto nos han prohibido, por la que hubiera perdido la cabeza si no la hubiese explorado antes.
—¿Trabajar juntos o trabajar para ti? Sé clara, esclava que pretende ser reina.
Megara se aproximó a los barrotes, seria.
—Estoy muy cerca de crear un dragón a partir de un humano. He logrado que la cabeza y los brazos adopten la forma de uno, pero necesito saber más, develar el secreto para que crezca del tamaño correcto, que despliegue sus alas y lance fuego rojo.
—¿Quieres crear un dragón negro? ¿Por qué uno así cuando un plateado está al servicio de Advaland?
La reina no quiso decirlo, pero sincerarse con el maestro que siempre deseó era la salida para conquistar su confianza.
—Los dragones negros superan a los plateados.
—En otras palabras, lo que buscas es dominar el poder de los dragones negros.
—Sí. El nivel máximo de las artes oscuras.
Megoz lamió la sangre de los gruesos dedos. Reconocía que la esclava era habilidosa, había hecho un avance abismal en su investigación. Un empujón más y lograría su propósito, no obstante, dudaba de la utilidad que eso podría traerle. No le serviría cabalgar en dragones negros, destruir reinos y apoderarse de buenos territorios. Era un nómade, por lo que gobernar no era lo suyo.
—No tiene que darme su respuesta ahora. Medite en la noche y mañana vendré a verlo.
Elías visitó la colina detrás del castillo, sitio que albergaba los restos de Diana. En Advaland se solía quemar a los muertos, pero las llamas amaban a la reina, así que Empirio tuvo que dar la orden de enterrarla. Con el tiempo, en la colina creció un árbol, en el que, en determinadas épocas del año, florecían flores celestes, el mismo color de las rosas que adornaban los vestidos de la dragona.
Se sentó a los pies del árbol a observar el paisaje. Según sus creencias, los dragones volvían a la tierra y volvían a surgir de ella, por lo que Diana seguía viviendo allí, en las flores, en las ramas, en la nueva vida que nació con sus restos.
—He vuelto a verla, madre. No ha cambiado mucho de la Naila que conociste. Sigue siendo descuidada, tenaz, y su sonrisa continúa cautivándome… es como si el tiempo no hubiera pasado entre nosotros —comenzó diciendo, mirando las flores caer sobre el pasto—. Lo he mencionado antes, todas las veces que intento perforar mi dura piel y atravesar mi indestructible corazón. Vivir para cumplir con el propósito de alguien más… no es vivir para mí.
Elías lamentaba no compartir el mismo interés que el resto de los suyos, en servir y proteger a un rey, por más que se esforzaba, matar para Empirio era un completo martirio.
—Los dragones plateados nos engañamos, queremos creer que la destrucción que generamos puede ser perdonada, por el simple hecho de ser los humanos quienes la inician. ¿A qué le tenemos miedo? ¿Qué podría juzgarnos? —se preguntó, dudando, pensando en la cantidad de víctimas que se agregaban a su lista a diario—. Si tan solo pudiera huir, se lo propondría a Naila, viajaríamos juntos buscando un lugar al cual pertenecer.
No corría peligro en soñar, en imaginarlo, nadie leía su pensamiento, como para sospechar que ese realmente era su deseo. Movió la cabeza atrás, recostándose al tronco del árbol.
—Estoy enloqueciendo. Diciendo esta clase de cosas sin miedo a que alguien me escuche —susurró cerrando los ojos. No había podido descansar en la noche, por perseguir a su amiga y regresar a sus aposentos al amanecer. Estaba acostumbrado a dormir con su espada en mano, para defenderse de cualquier ataque fuera del castillo, y con una daga debajo de la almohada en su habitación, por si el enemigo se infiltraba, sin embargo, la espada reposaba en el suelo, lejos de su portador. Para Elías, la tumba de Diana era el único lugar para reflexionar y sentirse en paz.
El atacante sabía muy bien que la memoria de la difunta reina de Advaland era sagrada para el pueblo, profanar ese espacio, derramar sangre en él, era considerado un delito. Pero lo último que le interesaba, era la memoria de una mujer que casi ni recordaba. El hombre desenfundó la espada y aprovechó la oportunidad.
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