Einharts: Los 6 Guardianes Y La Princesa Podrida - 2
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- 2 - El Poder De Lo Divino (I)
Alejado de las industriales ciudades bañadas de luz neón, bajo cielos brumosos sobrevolados por cuervos negros y fragatas voladoras, se encontraba un encapuchado recorriendo una de las infinitas carreteras de asfalto que atravesaban las tierras rurales.
El sofocante calor del verano abrumaba el paisaje, que parecía una extensión infinita de tierra yerma, salpicada por los restos de maquinaria oxidada y ruinas industriales. Chimeneas abandonadas y plantas de procesamiento en decadencia marcaban el horizonte, como monumentos de una era de progreso fallido.
La carretera se extendía, solitaria y recta, flanqueada por desechos de material industrial: barriles oxidados, montones de chatarra, y fragmentos de estructuras de metal retorcidas por el tiempo y la intemperie. El suelo estaba cubierto de una fina capa de polvo gris, que se levantaba en pequeñas nubes con cada paso de la yegua alazana.
El encapuchado avanzaba bajo un sol implacable que parecía absorber toda la humedad del aire. Montado en su corcel, cargaba una maleta que contenía más que simples pertenencias materiales y herramientas para su próximo trabajo.
A lo lejos, se divisaba Palistra, un pequeño poblado que ofrecía un contraste con el paisaje circundante. Sellado por un alto portón doble y una barda con alambres de púas, parecía un refugio fortificado en medio del desierto industrial. Las paredes del poblado eran de un gris oscuro, manchadas por la suciedad, y el tiempo, pero firmes y bien mantenidas, sugiriendo una comunidad acostumbrada a defenderse de amenazas externas.
A medida que el encapuchado se acercaba, el aire parecía vibrar con una mezcla de anticipación y alerta. Los cuervos sobrevolaban en círculos altos, sus sombras pasajeras cruzando el camino. La sensación de vigilancia constante era palpable, un recordatorio de que, en este mundo, la paz era frágil y siempre temporal.
Al llegar, cinco centinelas lo interceptaron. Vestidos con imponentes corazas que cubrían sus cuerpos como exoesqueletos blindados, parecían invulnerables a las armas convencionales; ninguno de ellos bendecido el símbolo de los Templarios. Sus cascos redondos, con visores polarizados de color azul, ocultaban sus ojos mientras sostenían rifles de asalto en sus manos, y pistolas descansaban en sus cinturones tácticos.
Alertados por su presencia, levantaron las armas equipadas con mirillas láser dirigidas a los puntos vitales del forastero, quien frenó su avance y bajó del caballo con las manos en alto. Dos guardias se acercaron a paso cauteloso sin bajar las armas, con un droide en forma de esfera con dos cañones flotando atrás de ellos.
—¡Identifícate, cabrón! —vociferó uno de los guardias—. ¡Bala o la que ya te sabes! Tú decides qué te entra si te pones graciosillo.
La mirada del encapuchado era firme y segura. Con un gesto rápido, mostró el medallón con la insignia de la espada rota, símbolo de su autoridad y propósito en esas tierras.
—¡Oh, carajo! D-discúlpenos, señor guardián. —El guardia, al intentar bajar su rifle, por poco se le resbala de las manos por la impresión tras reconocer el emblema.
—¿Un mal chiste? —dijo el forastero con una afilada sonrisa ladina—. Tranquilos, igual tengo sentido del humor. El hedor a orines y alquitrán de los caminos no me secó el cerebro.
—¡Eddy, mamón de mierda! —El segundo guardia llamó a su compañero en un tono cercano a la ira—. ¡Mal momento para que soltaras ese chiste pedorro! ¡Harás que nos maten un día de estos!
—¡Era uno solo, Carlos! ¡Lo estuve practicando para decirlo sin reírme! ¡Pensé que era basura Templaría! ¿Cómo iba a saber que era un jodido mutante de Trisary? Tenía al robot grabándolo —se excusó, liberando toda la frustración retenida al borde del colapso—. Llevamos días sin un visitante y me estaba aburriendo.
» Quería algo de acción, con tal de no caer en la locura ¿okey? No es lo que me prometieron en el programa de reclutamiento. Invadir pueblitos y quedarnos aquí por semanas a esperar ordenes nos hace ver como bárbaros.
—¿Qué mierda estamos haciendo con nuestras vidas? —Eddy negó con el cabeza avergonzado.
—Chicos, me encantaría seguir esta plática sobre la monotonía de una jornada mal pagada y promesas laborales que resultan ser asesinos de sueños. —Interrumpió el encapuchado de forma jovial—, pero quisiera terminar este encargo lo más pronto posible.
—Claro, señor guardián. —Carlos aclaró la garganta—: informaremos al comandante VictarionKasidy e de su llegada. Lo puede visitar en unas dos horas en lo que preparamos todo. Le sugiero que descanse en una taberna cercana, donde puede obtener información sobre el contrato que lo había llevado hasta aquí.
Abiertas las puertas por un mecanismo de cadenas, el encapuchado se adentró en el poblado con cautela. Las casas de piedra con techos de teja y lámina parecían guardar sus propios secretos oscuros. Los habitantes, atrapados en un bullicioso vaivén de mercado, evitaban con ansiedad mirar o acercarse a los soldados vigilantes que acechaban en cada esquina. La tensión en el aire era palpable, como si en cualquier momento pudiera desatarse un conflicto latente al más mínimo error.
En el centro de la plaza estaban los restos de una enorme hoguera, de la que solo quedaban estatuas hechas cenizas, papeles quemados, y una estatuilla de la espada sagrada, ennegrecida por el fuego. «El campamento militar y el tanque afuera del pueblo debió ser más que claro. No habrá tanto racismo», pensó el encapuchado al reconocer los restos de alguna vez blancas estatuas de santos y otros tesoros de índole religioso que alguna vez habían sido importantes para el pueblo.
Llegó a las afueras de una taberna que le pareció cómoda a la vista. Se dirigió al estacionamiento detrás del local, el cual estaba repleto de vehículos motorizados blindados, ensamblados con piezas de distintas maquinarias, con pinchos y llantas todo terreno. En una banca estaba el capataz que leía el periódico; un hombre mayor de piel cobriza y abundante barriga como su barba. Vestido con un overol y una camisa manchada de tierra y botas cubiertas de excremento de caballo.
—Una corona la hora, joven —dijo el señor—, por dos más le doy una paca de heno, y si se va a quedar a dormir puedo bañarla; otros servicios como herraje van sumando peso a mi bolsillo.
—Llévela a la pileta a tomar agua por favor, y algo de alimento, le pagaré cuando vuelva. —El guardián entregó a su yegua de la rienda. Antes de despedirse, acarició el morro del animal, el cual resopló con mansedumbre—. Te traeré unos dulces si te portas bien, Re-chula. Te amo.
Soltó esas palabras con una fingida voz aguda, y dándole un beso en la frente. El extraño entró al establecimiento, lleno de mercenarios y forasteros que transitaban por la zona en busca de un trago reconfortante o un breve alivio para el cansancio acumulado en sus travesías.
Entre la clientela, algunos mostraban implantes mecánicos que reemplazaban miembros enteros, desde brazos y piernas hasta ojos, testigos mudos de historias de batallas y supervivencia en un mundo implacable.
Jóvenes meseras atendían a los clientes, luciendo vestidos reveladores con escotes prominentes que exponían la exuberancia de sus atributos, ganándose varias miradas indiscretas de los presentes. «Sin estantes para dejar las armas ni gente que revise en la entrada, este lugar es un maldito desastre», concluyó el encapuchado al analizar los alrededores.
Se dirigió hacia el tabernero, un hombre de unos treinta años, con cabello castaño perfectamente peinado. Vestía un traje elegante, compuesto por un chaleco gris sobre una camisa blanca ceñida, adornada con un moño rojo. Completaba su atuendo con unos pantalones negros y zapatos a juego. Su rostro irradiaba serenidad y calma. Al posar la mirada en el encapuchado, este se sentó en la barra y colocó la maleta a su lado.
—¿Qué te sirvo, amigo? —Lo recibió, mientras limpiaba un tarro de vidrio. El hombre dedicó la típica sonrisa de relaciones sociales, sin cortar el contacto visual con el posible cliente, apuntó con el pulgar a las bailarinas del escenario—: Tenemos la mejor cerveza del condado, y si buscas una noche inolvidable… nuestras chicas te cuidarán. Por supuesto, eso tiene su precio. Tenemos de todo, joven. Usted solo pida ¿Qué le gustaría tener justamente ahora?
—Una madurona pelirroja, de buen cuerpo y fuertota, que me supere en altura unos veinte centímetros. Que sea capaz de capaz de cargarme y tenga instinto materno además de monógama. También que le guste el campo y los caballos. —Solicitó burlesco al desafiar la proclamación del encargado.
—¿Qué? —graznó el tabernero sin creer lo que escuchó—, mira amigo, si tuviera lo que me estás pidiendo… estaría en mi casa con un anillo y no mi prima.
—Sigo viviendo en la esperanza —bufó el encapuchado resignado—. Quisiera una fiesta de cerezas sin alcohol. —Pidió determinado, sin siquiera mirar la carta.
—Hijo estas en una taberna, eso es puro refresco y te costará el doble que en una tiendita de abarrotes. Puedes pedir hasta un pezón húmedo o beber de un ombligo aquí —dijo con tono sarcástico, como si esperara que fuera una broma. Nunca nadie le había pedido algo parecido; cualquiera que lo escuchara pensaría que le faltaba algo entre las piernas.
—Entonces ponle crema batida con hielos, por favor. ¡El refresco, por supuesto! No el pezón ni el ombligo —reafirmó.
—Oh por el viajero, ¿Quieres que te maten? —preguntó el tabernero, visiblemente confundido, y con un sentimiento de culpa por cometer para lo que es su oficio, un crimen.
—Por favor que me estoy secando, también quiero una orden grande de patatas adobadas. Necesito los carbohidratos. —Insistió con una calma espeluznante, como si estuviera pidiendo algo tan simple como un vaso de agua, mientras los murmullos y las miradas curiosas de los demás clientes.
—Bien… sale en unos minutos —susurró mirando a los lados, temiendo que alguien lo viera. Escuchó que por bebidas como esa iniciaban peleas, y al terminar de prepararla la sirvió, con su botana.
—¿Aceptas crédito? —Sacó de la capa un dispositivo del tamaño de un naipe, que se conectaba a un puerto—. Pagaré de una vez, que no pediré otra cosa.
—Por supuesto, no somos salvajes —contestó el cantinero al conectar al puerto de un cubo metálico, y cobrar el alimento el cual llegó con su bebida después de unos pocos minutos.
—Faltó una pajilla, pero lo dejaría pasar ¿Qué pasó aquí? —preguntó el encapuchado tras dar un sorbo—, ¿Cómo pasamos de puritanos fanáticos sodomitas a puertas cerradas a…? bueno técnicamente lo mismo, solo que con menos estilo y odiando a todo tipo de religión.
—¿Que te digo? es difícil comenzar. —El tabernero soltó una leve risotada—: una cuadrilla del Libre Pensamiento cruzó la frontera y tomó por sorpresa al barón de estas tierras; asperezas de vivir entre Santus y territorios de la alianza.
» Por suerte tienen esa ley de no masacrar a los civiles de no resistirse. Fuera de que nos obligaron a quemar nuestros iconos religiosos en el mercado, todo está normal, hasta hay un poco más de seguridad.
» Hubiera preferido que fuesen creyente de esa diosa de la fertilidad, esa ¿Cómo se llamaba? La de múltiples tetas más grandes que cabezas. Hubiesen hecho más divertido este pueblo. No mal entiendas, soy Templario a morir, pero no una mente cerrada en probar otros placeres.
—De ser ese el caso mi visita a Palistra se adelantaba. Será cuestión de tiempo de que El Archivo tome cartas en el asunto —respondió el encapuchado risueño, tras terminar de comerse un puño de papas.
El cantinero se le quedó viendo en silencio con los ojos abiertos al máximo y la quijada colgando de la que no escapó ningún sonido; incrédulo de que aquello que escuchó fuese enserio. Y tras un corto silencio ambos estallaron en carcajadas tan estridentes al punto en el que soltaron algunas lágrimas, y llamaron la atención de los demás clientes.
—Hablas como si esos viejos estirados tuvieran una utilidad fuera de imponer leyes llenas de vacíos legales. —El tabernero recuperó la compostura poco a poco—. Permiten un poco de cagadero y luego les pega unas nalgadas para que al año suceda otra invasión. Mientras les den cristales para sus fábricas, harán de la vista gorda un rato.
—¿Cuántas llevan?
—En los treinta años que vivo aquí, me han tocado veinticinco. Lo único malo pues, que se permiten el paso a ciertos… indeseables.
El tabernero vio con malos ojos a un hombre de rasgos lobunos al fondo, bebiendo una cerveza desde la exuberante voluptuosidad de una cortesana, alentado por sus dos compañeros que gritaban al unísono entre ellos:
—¡¡Fondo!! ¡¡fondo!!
—¿Ah sí? —El joven se giró para ver dicha escena con la mujer, y el interés creció en él—. ¿Cuánto por algo así, pero con una fiesta de cerezas?
—¡Hijo, este es un negocio respetable! ¿Quieres que te den una paliza? ¡he escuchado que gente los cuelgan de las pelotas por cosas así! —bramó, su orgullo como preparador de tragos estaba en juego.
—Como si algo así fuese a pasar, tú lo dijiste… hay mucha seguridad —dijo el encapuchado, del que se asomó cierto tic nervioso en su ojo; una grieta en su confianza, algo fácilmente detectado por el tabernero tras ver demasiadas caras de viajeros—. A menos que haya algo que no me estés contando.
—Bueno dentro del pueblo, en fin —suspiró resignado—, ¿qué te trae por aquí? por tu acento supongo que eres del sur… Trisary ¿verdad?
El cliente, con su mano cubierta por un guantelete carmesí, acercó un papel. La sonrisa del tabernero se desvaneció, transformándose en una mueca de desagrado al posar los ojos en aquel volante, en el que se solicitaba la eliminación del horror que acechaba en la cripta.
«Una sentencia de muerte bañada en oro», así la apodó el tabernero, consciente de que cualquiera que se aventurara a realizar ese trabajo terminaba destrozado por aquella monstruosidad. Había llegado al punto en que incluso los mercenarios se habían convertido en sacrificio para apaciguar a la criatura. El encapuchado habló en voz tenue:
—Vengo por este trabajo. —Mostró en su cuello un medallón, el cual al abrirlo mostraba sus datos—. Me han informado que ofrecen una recompensa de cien mil coronas doradas, ya que el ejército no quiere ensuciarse las manos en este tipo de asuntos.
—Drake Réquiem —Leyó el tabernero, quien se tornó pálido.
—El mismo, camarada —contestó al bajarse la capucha.
Era un joven de cabello corto, tan oscuro como la noche, y con ojos rojos que parecían arder como brasas. Su rostro, aunque bien parecido, estaba marcado por varias cicatrices, testigos silenciosas de innumerables batallas: una diagonal sobre el labio, otra sobre el párpado derecho que no le había robado la visión, una tercera línea cruzando su nariz, y una última en la mejilla izquierda. A pesar de estas marcas, su porte era el de un auténtico guerrero, con una complexión musculosa que evidenciaba años de entrenamiento y combate.
—¿Acaso eres pariente de Clayton Réquiem, el pistolero?
—De nuevo acertaste, era mi viejo que en paz descanse. —La sonrisa de Drake se oscureció. De nuevo lo identificaban primero por su padre.
—Vaya, sigues el negocio familiar. Escucha, no dudo que tú padre siendo un «héroe de guerra» seguramente estaría orgulloso por eso. —El tabernero lo increpó, visiblemente preocupado al ver parcialmente el rostro del encapuchado, que aparentaba una edad que no llegaba ni a los treinta—. Pero… mira no te ofendas, ¿te das cuenta de ir tú solo es suicidio? Eres muy joven para tirar tu vida al drenaje.
—¿Orgulloso? Nah, te garantizo que él no sentiría nada de eso si me viera en este laburo, pero por causas de la vida tengo la intensa pasión de no morirme de hambre. Este trabajo me pagará las cuentas del crédito un rato —afirmó con actitud arrogante, y el parpadeo de un destello esmeralda refulgió en sus ojos, denotando una naturaleza alejada de lo humano, que hizo retroceder al encargado.
El tabernero sudó frío ante tales afirmaciones, con una expresión de desagrado, para luego suspirar resignado. Sin embargo, un trio de mercenarios sentados en una de las mesas con unas cuantas damas escucharon la conversación con interés, entre murmullos y carcajadas se acercaron a la barra risueños, una falsa mascara de amabilidad que no ocultaba el instinto asesino que emanaban, el cual perturbaba a los demás clientes.
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