El peón que cruza el tablero - 06
La mañana siguiente al debut, la mansión se sentía más inmensa que de costumbre. La repentina desaparición de todos los magníficos adornos y flores dejaron una sensación de vacío en el lugar. Sumado a eso, la ausencia de los sirvientes —quienes, imaginaba, aún dormían, exhaustos después de tanto trabajo— hacía que las sombras del alba, la fría madrugada propia del Blomme y el silencio sepulcral se percibieran tétricos.
La solitud de los pasillos expandía el eco de mis pasos a cada rincón de la mansión. Solo el suave tintineo de las ukuphilas acompañaba mi andar, un acontecimiento poco usual, pues, por lo general, era muy difícil que ellas se dejaran oír.
Las ukuphilas estaban singularmente activas. Se enredaban en mis zapatos y tiraban del borde de mis prendas para que me detuviera. Su comportamiento les podrá parecer adorable, sin embargo, solo me estaban usando para aplacar su aburrimiento. Ellas solían ignorarme al igual que todos en la mansión. Como diría mi madre: no hay prenda que no se le parezca al dueño.
Mas, a pesar de nuestra fría relación, las ukuphilas eran mi silente compañía la mayor parte del tiempo, sobre todo por el hecho de que ellas formaban parte de la mansión y sus alrededores. Debo confesar que su existencia siempre me generó mucha intriga. No había duda de que eran organismos inteligentes, capaces, no solo de interactuar con los humanos, sino además de sentir y demostrar esas emociones. Lamentablemente, no existía bibliografía alguna acerca de ellas y, por ende, no había podido saciar mi curiosidad.
Lo que sí había notado y hallaba preocupante era su naturaleza perniciosa: ninguna otra planta podía crecer a su alrededor, porque, debido a que ellas acaparaban la luz del sol, estas siempre acababan muriendo de hambre y convirtiéndose en abono para su deleite. La latente posibilidad de que se convirtieran en una plaga me aterraba, no solo por el hecho de que serían difíciles de eliminar —ya que se defenderían—, sino porque las repercusiones podrían ser devastadoras tanto para la gente como para la fauna y flora.
Pero, dejando de lado mi paranoia con respecto a las ukuphlilas, la realidad era que su crecimiento solo se producía en la ciudad capital. Por alguna razón, fuera de esos límites eran incapaces de sobrevivir y, siendo justa, quizás esa fuera la razón detrás de su naturaleza despiadada. No obstante, a pesar de encontrarse en pleno apogeo, todavía existían unos pocos lugares libres de ellas, y el jardín sur de la mansión principal era uno de ellos. Según me habían dicho, uno de los ancestros de Moore les había ordenado a las ukuphilas no acercarse a esa zona y, desde entonces, se habían mantenido fuera de allí. La razón detrás de esta imposición fue que él quería darle un hermoso jardín como regalo de bodas a su amada prometida, quien adoraba las flores.
Mientras recordaba esa historia y con la paciencia agotada, traté de huir hacia ese jardín, pero ellas no tenían intención de permitírmelo. Si bien nunca le harían daño a un miembro de la familia, eso no implicaba que no pudieran forcejear conmigo para entretenerse.
Luego de una larga y agotadora batalla, logré llegar hasta la entrada del lugar y, al pisar el umbral, ellas finalmente se rindieron. Acabé en el suelo, con las rodillas y manos raspadas, pero el esfuerzo valió la pena. La brisa fresca, cargada de aromas agradables, fue una caricia para mis sentidos y un merecido premio luego de mi lucha.
Las flores se desperezaban, desplegando sus hojas y pétalos para saludar al sol. El Blomme apenas había comenzado, pero ya había inundado al lugar de color y vida. No obstante, el orden y rigor que daban forma a su belleza, indicaba que las manos del hombre habían pasado por allí. No me quejaba del resultado, pero su fisonomía antinatural me recordaba que yo misma estaba en una situación similar; incapaz de escapar y dispuesta a que me modificaran a su antojo. Caí en cuenta de que… ni la naturaleza podía escapar de la influencia y las exigencias de los Moore.
Caminé pensativa por los senderos de piedra, rodeada de colores intensos y algún que otro perfume distintivo. Iba con la mano extendida, acariciando apenas las hojas y pétalos que chocaban con la yema de mis dedos. Alcé la mirada al llegar a los pies del gran cenador que coronaba el jardín, imponente y con el escudo de la familia tallado en cada una de sus columnas. Estaba cubierto casi en su totalidad por una enredadera de flores blancas y, en su interior, ordenadas con esmero, había sillas y mesas de hierro que se usaban para las fiestas de té de la duquesa.
Me recosté con el hombro derecho sobre una de las columnas, cerré los ojos y me entregué al silencio del lugar. Rememoré mis primeros días en la mansión: tenía la sensación de que había algo muy diferente en el ambiente, y pasé mucho tiempo intentando explicarme aquella impresión. Al final, la respuesta era sencilla. En la capital no había ningún tipo de ave o insecto y, por ello, cuando te alejabas del barullo de la gente, todo era quietud.
Me sonreí con amargura y pensé: ¿cómo acabé en un mausoleo como este? ¿Será una especie de castigo por suplantar a Janet?, ¿o es que acaso el destino quiere recordarme a cada segundo mi propia muerte? Si lo pensaba bien, la mayoría del tiempo vivía como si fuera un fantasma y, al menos en parte, lo era. Quizás no era más que un alma incapaz de aceptar su propia partida; aferrándose sin quererlo a un mundo desconocido con el afán de no desaparecer.
Justo cuando mis lágrimas empezaron a amenazar con salir, mi monólogo interno se vio interrumpido por unos brazos que se envolvieron alrededor de mis hombros.
—Hola, querida Janet.
—Hola.
—¿Por qué la cara larga?
—No es una cara larga… es una cara de sueño. Aún no estoy despierta del todo.
—Es cierto que no te he visto en años, pero aún puedo distinguir la tristeza del cansancio, ¿sabes?
—Está bien, tu ganas. Sí, estoy algo decaída. Le estoy dando demasiadas vueltas a un asunto que ya debería de enterrar.
—¿Quieres contármelo? Quizás pueda ayudar.
—No sé si pueda explicarme correctamente.
—Solo inténtalo, sácalo de tu pecho ¿No eras partidaria de la creencia de que deberíamos ponerle nombre a todo lo que nos aqueja?
—¿Aún recuerdas eso?
—¿Cómo olvidarlo? Fue la enseñanza más importante que he recibido en la vida.
—Exageras.
—En absoluto. Conoces muy bien a mi familia, a la alta sociedad, y sabes cómo piensan. «Los sentimientos son inútiles y deben descartarse. Un buen aristócrata no siente… solo gobierna». Jamás hubiera logrado estar en paz conmigo de no ser por ti.
—No sabía que mis palabras te habían calado tan profundo.
—Nunca te lo dije, pero las convertí en una práctica que tengo muy interiorizada.
—Ewan, yo…
—Está bien si no dices nada, no quiero que te sientas obligada a hablar. Solo quería devolverte esas palabras que tanto me han ayudado, pensé que quizás te servirían.
Me regaló un suave y breve abrazo que derritió mi corazón. Aún teníamos que hablar acerca de su propuesta de matrimonio —propuesta que rechazaría—, pero en aquel momento deseaba mucho más su consuelo y, como él había dicho, sacarme del pecho lo que sentía y ponerle un nombre.
Le tomé la mano y apoyé mi cabeza en su hombro. Podía permitirme ser egoísta por una vez, ¿verdad? No tenía nada de malo que me aferrara a la única calidez que había sentido en los años que llevaba en este lugar, ¿cierto?
—Estaba pensando en mi soledad y en cómo me he acostumbrado a ella. Me pone muy triste, mucho, porque no puedo explicarme cómo llegué a esto. Odio tanto sentirme así… Pero solo puedo sufrir, impotente, ante mis circunstancias. Tengo miedo, Ewan, miedo de nunca poder escapar de ella.
Él me abrazó con fuerza y, finalmente, pude derramar algunas de las lágrimas que me estaban ahogando el corazón. Sus caricias y dulces susurros lograron provocarme lo que anhelaba, que era sentirme amada y contenida.
Pasamos varios minutos así. Cuando la tristeza fue finalmente aplacada, lo aparté y respiré profundo para recobrar la compostura.
—Lamento haberte dejado sola, no pude evitar que me enviaran lejos.
—No es tu culpa. Además, no creo que el duque buscara hacerte mal al mandarte a esa prestigiosa escuela.
—Lo sé. He aprendido muchas cosas estando lejos. Me he dado cuenta de lo pequeño que era mi mundo y de lo privilegiada que es mi vida.
—Mira nada más… hasta suenas como un adulto.
—Ya lo soy.
—Solo en edad, aún te queda mucho camino por delante.
—¿Por qué siempre haces eso?
—¿Hacer qué?
—Tratarme como un niño.
—Ante mis ojos tú nunca crecerás. Siempre serás mi hermanito… Pero discúlpame si te hice sentir subestimado, no era mi intención.
—Pero… yo no soy tu hermano.
—¿Qué dices? Por supuesto que lo eres, desde que Moore me adoptó tú eres mi hermanito.
Detrás de esas palabras intentaba escudarme de lo evidente. La simpleza y la pureza de la niñez había terminado hace mucho, él lo sabía muy bien, mas yo me negaba a aceptarlo.
Ewan me tomó de las manos y, luego de un eterno silencio, me miró a los ojos.
—¿Me extrañaste?
—Mucho, pero eso ya lo sabes.
—Yo también te extrañé.
—Lo sé, no dejabas de mencionarlo en tus cartas.
—Era frustrante no tenerte cerca, y estando lejos comprendí que yo te…
No podía permitir que terminara aquella frase, y traté de huir con la primera excusa que me llegó a la mente.
—Creo que debería volver a mi cuarto, de repente no me encuentro bien.
Ewan me sujetó de la muñeca con firmeza, impidiendo por completo mi escape.
—Te amo, lo digo en serio.
Hubiera preferido que cualquier otra frase saliera de su boca, pero la suerte ya estaba echada y no podía hacer otra cosa que enfrentarla. Este día me tocaría perder, quizás para siempre, a otro ser querido.
—Me gustaría decirte que no te amo, pero eso es mentira. Sin embargo, tu amor y el mío son diferentes… Sé que lo sabes.
—Sí, lo sé. Nunca te cansas de señalar los límites de nuestra relación. Pero, querida Janet, si me aceptas… nunca volverás a estar sola.
—Ewan, no. No te atrevas a usar eso en mi contra o no te lo perdonaré.
Él tomó mi rostro entre sus manos y me susurró con suavidad:
—Tu me orillaste a esto. Sabes bien cuánto odio usar las tácticas de mi padre, pero no podemos negar que son muy efectivas, ¿verdad?
Me sentía asqueada, él me asqueaba. Todos nuestros recuerdos, todo mi cariño hacia él, toda nuestra relación… Todo se vino abajo en un instante. Y mientras mi mundo se desmoronaba, por fin pude ver a su verdadero yo.
—Shhh, no llores, amor mío. Solo piénsalo… Serás mi esposa y la madre de mis hijos. Serás mi duquesa y la dueña de estas tierras.
—Ewan.
—Por el resto de mi vida te amaré solo a ti y te protegeré de todo mal.
—Ewan, escúchame.
—Solo tienes que decir que sí.
—¡Ewan! Por favor, basta.
—¿Mi propuesta te parece poco? Te daré lo que sea que me pidas.
—Quiero que me dejes en paz.
—Janet…
—No me casaré contigo. Ni ahora ni nunca.
Aparté sus manos con la poca fuerza que me quedaba y me retiré sin dar más explicaciones.
Al salir del jardín, con el alma hecha trizas, una criada se me acercó y dijo que el duque me buscaba y que debía ir a su oficina de inmediato. «Lo que me faltaba», pensé. Sin embargo, no podía poner excusas.
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