El peón que cruza el tablero - 09
«Heme aquí otra vez, frente a las puertas del palacio y hecha un completo asco», me mofé de mí misma en silencio. Tenía una imagen completamente diferente a la de esta mañana y, a pesar de que al rey no parecía importarle mi apariencia, el desconcierto y desagrado en el rostro de la servidumbre era muy evidente. Fue difícil mantener una expresión impasible con todos esos ojos juzgándome con dureza.
Como el rey me acompañaba, se me permitió adentrarme en las profundidades del alcázar. Al principio estaba un poco decepcionada del sitio porque, aunque tuviera una decoración exquisita, no lograba equiparar a la esplendorosa mansión Moore ni a sus Ukuphilas. Sin embargo, esa primera impresión no tardaría mucho en hacerse trizas.
El rey me guió hasta un lugar bastante peculiar: un balcón sin barandilla, en donde nos detuvimos a admirar el paisaje. Debido a que el castillo se alzaba por encima de la ciudad, esta podía apreciarse desde otra perspectiva y, aunque el sol ya se marchaba, los colores del arcoíris aún relucían en las distantes calles de la capital. Embelesada por su belleza, quise acercarme al borde para contemplarla mejor. Fue entonces cuando la magia ocurrió. Al tocar la orilla con mi pie, un brillo blanquecino iluminó el suelo, volviéndolo transparente; y no solo eso, su relieve también cambió frente a mis ojos.
—Agárrate fuerte —dijo el rey, tendiéndome su brazo, al cual me aferré cuando el suelo empezó a moverse, elevándonos por encima del castillo, hacia el cielo.
Ese precioso destello reveló la verdadera apariencia del piso: una inmensa hoja de cristal. El brillo continuó su camino, develando lo invisible. Primero apareció el pecíolo de la hoja, luego su tallo y, finalmente…
Mi mandíbula por poco cayó al suelo. Tomé una bocanada sonora de aire y contuve el aliento. Froté mis ojos para asegurarme de que, lo que veían mis ojos, no fuera una alucinación.
No podía creerlo, en cuestión de segundos, un árbol que parecía estar hecho de diamantes y que tenía las dimensiones de una montaña se materializó frente a mí. Lo miré de abajo hacia arriba y descubrí que sus enormes raíces eran las responsables de los altiplanos del país, y la ciudad capital se ubicaba en la cúspide de una de ellas. Su tronco principal llamó mi atención, ya que en su barriga se arremolinaba un torrente de luz de colores cambiantes. Luego, mis ojos recorrieron sus ramas, que se extendían hacia el horizonte, cubriendo casi por completo el cielo, pero su transparencia permitía que la luz se colara a través de ellas. Además, los racimos de flores que colgaban del ramaje parecían tener vida propia.
—Impresionante, ¿verdad? —dijo el rey, tratando de ocultar, sin mucho éxito, la gracia que le había causado mi sorpresa—. El establecimiento que dejamos atrás solo es el área de reuniones. Así que, permíteme presentarte al verdadero Palacio de las Flores.
Dicho eso, elevó mi mentón con uno de sus dedos, cerrando así mi boca.
Mientras nuestro transporte nos acercaba poco a poco hacia la copa de aquel árbol, mi cabeza luchaba por asimilar lo que sucedía y no pude evitar comenzar con mi interrogatorio:
—¿C-cómo es posible que algo tan grande sea invisible a la vista? —dije, alternando la mirada entre el rey y aquel ser.
Él pensó bastante sus palabras.
—Digamos que necesitas un permiso especial para poder ver mi palacio. Por eso, déjame felicitarte, eres de las pocas personas que gozan de este honor —dijo, elevando su frente con orgullo.
—¿Es una ukuphila?
El rey se sonrió al escuchar mi pregunta.
—¿No parece una?
—Bueno… en cierta medida es parecida a las de la ciudad, pero sus flores son diferentes, y ni hablar del tamaño.
—Haz acertado. Son seres muy diferentes. La que estás viendo es la ukuphila original, la fortaleza viviente e impenetrable de Enfys. Ella fue la primera en colonizar el continente, y las que ya conoces son sus parientes.
—Entonces… ¿Ella es algo así como su mamá?
—No, simplemente es una pariente muy lejana.
—¿Existen más ukuphlilas originales?
—Sí, existen más de su especie, pero no aquí. Ella es la única que ha logrado sobrevivir en estas tierras.
—¿La única en sobrevivir? ¿Por qué? ¿Tiene muchos depredadores o algo así?
—No los tiene. Lo que sucede es que este continente carece de las condiciones favorables que necesitan para subsistir.
—Qué pena… sería genial poder ver un inmenso bosque de cristal.
La imagen de ese bosque ficticio me hizo sonreír, pero luego sentí pena al ver a la ukuphila tan sola. Conocía bien a sus descendientes, había vivido con ellas durante años y sabía que eran muy sociables las unas con otras. Solían enredarse entre ellas como una especie de demostración de afecto y siempre buscaban el contacto de sus pares más próximos. Al ser especies tan cercanas, me pregunté si aquella inmensa criatura no se sentía triste al estar tan lejos de sus compañeras.
—Majestad, ¿es posible que la ukuphila se sienta sola? Quiero decir… sus descendientes tienen cierto grado de conciencia, al punto de poder expresar algunas emociones. Por eso me preguntaba si esta sería capaz de sentir su soledad y de sufrirla.
—Vaya pregunta. —Soltó un suspiro y miró con pesar a la ukuphila—. Bueno, yo estoy seguro de que tiene emociones al igual que cualquier ser vivo de esta tierra. No sabría cómo explicarlo, pero sé que ella es muy consciente de que está lejos del lugar al que pertenece.
Sus palabras me pesaron en el pecho y, por un instante, pude empatizar con la ukuphila.
—¿Y de dónde viene?
—Eso no puedo decírtelo —llevó su dedo índice hasta sus labios y susurró—, es un secreto. —Aclaró su garganta y continuó—: Pero puedo asegurarte que está a miles de kilómetros de cualquiera de sus pares.
—Pobrecita, ha de ser horrible sentirse fuera de lugar.
Decir eso me dejó un mal sabor en la boca.
—Seguramente así sea. Sin embargo, su perpetua soledad es el precio que Ubomi le puso a su existencia, y no se puede ir en contra de los deseos de un dios. Pero, al menos, ya ha recibido el consuelo de traer consigo la resignación.
—La resignación no soluciona nada.
—Puede que tengas razón, pero lo cierto es que ella encontró paz al aceptar su destino; y sí, acatar los deseos de Ubomi le tomó mucho tiempo, pero no es como si tuviera otra alternativa.
Sus palabras desoladoras me carcomieron las entrañas y acabaron por punzar un área sensible que me hizo reaccionar de mala manera.
—¡Por supuesto que la hay! —alcé la voz angustiada—. Mi mamá solía decir que siempre que la vida te cierra una puerta, otra se abre. Sé que es imposible que la ukuphila esté conforme con ese destino tan triste. No está bien que culpe a Ubomi y se rinda solo porque los caminos fáciles están cerrados.
La distancia que la separaba de los suyos se me hacía tan pequeña, que su cómoda conformidad pesimista me llenaba de coraje.
—¿¡Qué sabes tú de su lucha!? Ella ha existido por más de 20.000 años, y son incontables las veces que trató de vencer a lo inevitable. Sus ramas son la prueba de ello, siempre extendiéndose hacia el horizonte en busca de los suyos. En todo ese tiempo, sin importar cuánto intentara ni cuánto creciera, nunca pudo tocar a otra alma como ella. Cualquiera en su lugar se habría rendido. Nadie puede mantenerse optimista por siempre —me espetó con amargura, y logró que bajara la cabeza avergonzada.
Él respiró hondo y asestó la estocada final
—Ubomi es injusta y desconsiderada, me consta. Pero en este momento, más injusta y desconsiderada eres tú. No deberías forzar tus deseos en los demás, con eso lo único que logras es lastimar.
Su sermón fue certero y tajante. Me sentí como la mala de la historia, a pesar de que nunca fue mi intención. Al entender mi falta, solo atiné a disculparme.
—Lamento haber tomado el asunto demasiado personal. Por favor, perdóneme.
—Está bien, no tienes que pedir perdón por eso. Yo también me exalté más de lo que correspondía. —Suspiró, cansado, y colocó su mano sobre la mía, que descansaba en su brazo—. Mira, pequeña, no dudo de tus buenas intenciones, pero a veces es mejor guardarse las opiniones.
Asentí a sus duras palabras.
Luego de eso, el camino hacia la copa del árbol se tornó silencioso, y no era de extrañar, ya que ambos nos hallábamos ensimismados en nuestros pensamientos. Por mi parte, no podía perdonarme el haber perdido los estribos. Creía que tenía bajo control a mis fantasmas y que los había encerrado en un lugar seguro. Pero, al parecer, subestimé lo fácil que es para ellos escapar cuando mi nostalgia se cuela en el cerrojo de su celda.
Más allá de ese choque de opiniones, nuestro avance hacia la copa de la ukuphila seguía sin interrupciones.
A medida que ascendíamos, la suave y húmeda brisa fue cobrando, poco a poco, la fuerza de un vendaval. Mi cabello comenzó a revolotear sin control y también se me dificultaba abrir los ojos debido a las furiosas ráfagas. Me aferré con fuerza al brazo del rey, y estoy casi segura de que le dejé tatuados mis dedos en en la piel. En respuesta, él se acercó y me susurró:
—Discúlpame, pequeña, debí haber previsto que esto pasaría.
Acto seguido, chasqueó los dedos, provocando que la hoja se plegara sobre sí y nos protegiera de los fuertes vientos.
—G-gracias majestad. —Forcé una sonrisa mientras soltaba su brazo con lentitud.
Todavía temblaba debido al frío y al susto que pasé. Por eso, para calmarme, caminé hacia la punta de la hoja —dándole la espalda al rey y a la ukuphila—, y me dediqué a apreciar las vistas que relucían bajo mis pies y aproveché la oportunidad para poner un poco de distancia entre él y yo.
Sin embargo, los problemas no habían acabado. A mitad de camino empecé a experimentar náuseas y dolor de cabeza. A los pocos minutos me faltaba el aire y empecé a tambalearme hasta caer de rodillas. Mi acompañante estaba de espaldas, a unos metros de mí y me las arreglé para gatear hasta él. Tomé el borde de su capa y tiré de esta con la poca fuerza que me quedaba. Entonces todo se volvió negro y lo último que logré escuchar fue una infinidad de campanas de viento, acompañadas del eco de una voz que decía «tranquila, esto no te matará».
Al despertar, noté que el rey me cargaba en sus brazos. Todavía me pesaban los párpados y sentía que el mundo me daba vueltas. Aún no había dejado de oír el tintineo suave de esas campanas y, aunque no era desagradable, me preocupaba que se tratara de un delirio.
—¿Majestad?
La música se detuvo al susurrar esa palabra.
—Shhh… no te preocupes y vuelve a dormir. Aún faltan un par de horas para la cena, puedes descansar mientras tanto.
Después de recibir su permiso, las campanas reanudaron su arrullo y lograron que me durmiera una vez más.
Ahora no lograba recordarlo con claridad, pero había tenido un sueño muy extraño en que el sentí que alguien me envolvía en un cálido abrazo, y a partir de allí solo recuerdo un par de fragmentos muy lúcidos. Podía percibir en el aire el aroma a tierra mojada. También sentía que mi boca estaba impregnada con un sabor nostálgico. El sonido de la lluvia llegaba a mis oídos, acompañado del tarareo suave de una canción. Cuando la melodía se detuvo, dio paso a ruidos ensordecedores, gritos agónicos y lamentos. Sea quien fuere que me abrazaba comenzó a temblar y su miedo me atravesó la piel, llegando a cada rincón de mi ser.
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