Errantes - 02
El sol se alzaba lentamente sobre el horizonte, bañando el pequeño pueblo de Paraiso en una cálida luz dorada. La niebla inofensiva matutina se desvanecía lentamente, revelando los tejados de paja y las calles adoquinadas. El aire fresco llevaba consigo el aroma de pan recién horneado y el sonido de los primeros vendedores montando sus puestos en el mercado.
Silvia caminaba con paso ligero por el sendero que llevaba a la plaza central. Su cabello rojo, siempre sedoso, se movía con la brisa, y sus ojos cafe brillaban con una mezcla de determinación y preocupación. Los aldeanos la saludaban amablemente al pasar, y ella les devolvía una sonrisa distraída.
Mientras caminaba, su mente vagaba hacia pensamientos más oscuros. Su hermana Miraya, ahora una sombra de lo que solía ser, ocupaba gran parte de sus reflexiones. Recordó los días felices de su niñez. Pero esos días se sentían lejanos, casi como un sueño olvidado. El accidente había dejado cicatrices profundas en ambas, y el recuerdo de Miraya con su pierna inmóvil seguía atormentándola.
Sacudiendo esos pensamientos, Silvia se enfocó en el presente. Era el hermano menor de Mirio, su anuncio había causado gran expectación entre los aldeanos para bien y para mal. Al acercarse a la plaza, vio a un grupo de personas reunidas en torno a una figura alta y delgada.
— No. No me retracto en mi decisión. Quiero explorar el exterior. Y si hay suerte, buscar ayuda,— dijo Marco, el corredor.
—¿Y si… te conviertes en piedra por esa maldita niebla?— preguntó un hombre regordete con preocupación en su voz.
—Si me convierto en piedra, al menos me gustaría ser inmortalizado de esa manera. No me retractaré,— rió Marco, con una mezcla de desafío y humor.
En ese momento, Silvia hizo su aparición. Los aldeanos, respetuosos, se apartaron para dejarla pasar. Le dedicaron sonrisas amables, conscientes de su estatus y su misión.
—Tengo que hablar contigo, Marco— dijo Silvia con un tono serio.
Marco y Silvia estaban en un local de bebidas. El joven barman los recibió muy bien.
—Aquí tenéis, dos cervezas. Y esta vez invita la casa —dijo el barman, contemplando al corredor y a la hija del mandamás. Pensaba: si les trato así de bien, tal vez pueda obtener una ayuda del jefe para el local…
—Gracias —dijo Silvia.
—Marco, quería hablarte de un tema.
—¿Así?
—Verás, quiero que me hagas un gran favor.
—Dime.
—Quiero que escribas tus memorias durante el recorrido al exterior.
—¿Y eso para qué?
—Quiero documentar la vida de los corredores, tus experiencias, tus pensamientos… todo. Creo que sería valioso para el pueblo conocer lo que hacéis y por qué lo hacéis.
Marco la miró con curiosidad, entrecerrando los ojos.
—¿Documentar? —repitió lentamente—. ¿No será que quieres inspirar a los jóvenes para que se conviertan en corredores?
Silvia negó rápidamente, aunque su corazón dio un vuelco.
—No, claro que no. Solo quiero documentar. Desde cuándo mis libros podrían inspirar a alguien a hacer algo tan peligroso.
Marco sonrió, no del todo convencido, pero dejó el tema.
—Entiendo. Quieres capturar lo que hacemos y cómo lo hacemos. Bueno, claro, ¿por qué no? Eres la chica de mi hermano; si me niego, me dará una paliza —rió en tono burlón.
Silvia sonrió, aunque por dentro su mente seguía luchando con sus verdaderos deseos. ¿Podrían sus palabras realmente inspirar a alguien? ¿Podrían sus libros motivar a los jóvenes a salir del pueblo como lo hacían los corredores? Aun así, decidió seguir adelante, sabiendo que, aunque no admitiera sus verdaderas intenciones, el simple hecho de documentar ya era un paso importante.
—¡Ah! Muchas gracias, Marco —dijo, aliviada de que él aceptara, aunque sus pensamientos seguían en conflicto.
Token estaba en su casa, inclinado sobre la pecera mientras dejaba caer pequeños huevos de insectos para sus peces de mascota. Observó con satisfacción cómo se lanzaban a atraparlos con sus bocas diminutas, moviendo sus colas con un fulgor brillante bajo la luz. Eran criaturas fascinantes, con cinco colas ondulantes y colores vibrantes. Su favorito era uno de rayas doradas, al que había encontrado en un río más allá del pueblo.
De repente, alguien llamó a la puerta con impaciencia, interrumpiendo su ensimismamiento.
—¡Token! ¿Vamos a jugar ya? —preguntó una voz juvenil desde el otro lado.
—¡Un momento! —respondió, sin apartar la vista de la pecera.
Esperó a que su pez dorado terminara de comer antes de ponerse en pie con un suspiro resignado.
—Listo, vamos a jugar —dijo al fin Token en la puerta, con una pizca de emoción—. ¿Dónde están los demás?
—En el mismo sitio de siempre —respondió Trebor, sonriendo.
Juntos, se adentraron en el bosque, avanzando entre la hierba alta y los troncos nudosos hasta llegar al claro donde los demás los esperaban. Efedra, Andrés y Alida ya estaban allí, sentados en círculo. Andrés sacó las hondas con una sonrisa cómplice.
Token frunció el ceño al verlas.
—¿Otra vez con las hondas? —se quejó—. Sabéis que soy malísimo en esto.
—Anda, vamos, Token. Es divertido —dijo Alida, dándole un leve codazo.
—Ah… Esto es una completa pérdida de tiempo. Si me atacan las bestias, mejor salgo corriendo.
Aun así, tomó la honda con desgana.
—Al menos voy a calentar antes de jugar. Iré por esa roca.
Apuntó sin entusiasmo y lanzó una piedra. La trayectoria fue tan desastrosa que ni siquiera llegó a su objetivo, cayendo a medio camino con un sonido apagado.
Hubo una pausa y luego una carcajada general.
—¿Seguro que no la lanzaste con la mente? —bromeó Andrés—. Porque yo no vi nada moverse.
Token resopló y volvió a intentarlo. Esta vez, la piedra pasó tan cerca de un pájaro posado en una rama que lo espantó, haciéndolo batir las alas y alejarse con un graznido molesto. Otro fracaso.
—¿No podemos hacer otra cosa? ¡Esto es un suplicio!
—Oh, vamos, Token —dijo Trebor, rodando los ojos.
A regañadientes, siguió practicando.
—Esta es la última. Luego jugamos. Apuntaré a esa fisura en el árbol.
—Está bastante lejos… ¿Crees poder? —preguntó Efedra, cruzándose de brazos.
—Un fracaso más no me importa —murmuró Token.
Apuntó con desgana y disparó. La piedra voló en una trayectoria caótica, pero contra toda lógica, impactó de lleno en la fisura del árbol con un sonido seco.
El grupo quedó en silencio.
—No era lo que querías hacer, ¿verdad? —preguntó Alida, alzando una ceja.
Token miró su honda, luego el blanco, y finalmente se encogió de hombros.
—Tal vez sea un genio incomprendido.
Los demás soltaron una risotada y, sin poder evitarlo, incluso Token sonrió.
A pesar que token no le gustaba la honda, se divertía con sus amigos.
Al otro lado del bosque, se veia unas manos depositando unas flores de distintos colores al borde de una de lo que parecia ser una estatua. Era una persona petrificada por la nieba. Esta chica estaba arrodillada y junto las manos en señal de oracion aunque no dijera nada.
Sus orejas puntiagudas se movieron ligeramente al captar el crujido de hojas tras ella. No necesitó voltear para saber quién era.
—¿Otra vez visitando petrificados, Pilar? —La voz de Miraya era fría, con un matiz de cansancio.
—Sí. Nadie debería ser olvidado. —Su tono era suave, pero firme.
Miraya cruzó los brazos y miró la estatua con indiferencia.
—Ni siquiera sabemos quién era. Podría haber sido cualquiera.
Pilar sonrió levemente.
—Eso no cambia nada. Todos merecen ser recordados.
Miraya soltó un suspiro breve, casi exasperado.
—Sigues con esa forma de pensar tan ingenua. No sirve de nada preocuparse por los muertos.
—No es ingenuidad —respondió Pilar, sin apartar la vista de la estatua—. Es reconocer que cada vida tuvo una historia, incluso si nadie la recuerda.
Miraya entrecerró los ojos. Su expresión se endureció.
—Esa mentalidad es una debilidad. Aquí, ser buena no te lleva a ninguna parte. Lo único que logra es hacerte daño.
Pilar bajó la mirada por un instante, pero luego tomó una flor y la extendió hacia ella.
—Tal vez… pero también es lo que nos hace humanos.
Miraya observó la flor en silencio. Un destello de algo indefinible pasó por su mirada, pero desapareció en un instante.
—No necesito tus flores ni tus palabras, Pilar. —Su voz tenía un filo cortante.
—Lo sé —dijo Pilar, con tristeza, sin retirar la flor—. Pero eso no significa que no me importe.
Miraya desvió la vista, con una mueca de fastidio.
—Entre tú y Silvia me sacáis de quicio.
Se giró bruscamente y se alejó sin mirar atrás.
Pilar la siguió con la mirada hasta que su figura se perdió entre los árboles. Sus orejas se agitaron levemente, como si percibieran un dolor no dicho en las palabras de Miraya. Luego, con un suspiro, colocó la última flor junto a las demás.
Token lanzó otra piedra con su honda, esta vez con un poco más de fuerza. La piedra voló en una trayectoria errática, pero contra todo pronóstico, golpeó el tronco de un árbol con un sonido seco. Los demás estallaron en risas, pero Token no pudo evitar sonreír, sintiendo una pequeña victoria.
—¡Tal vez no soy tan malo después de todo! —dijo, con una sonrisa de satisfacción.
—No te emociones —dijo Efedra, riendo—. Fue suerte, nada más.
De repente, el aire se volvió más frío, y una bruma densa comenzó a formarse entre los árboles. Token frunció el ceño, mirando a su alrededor.
—¿No es demasiado temprano para la niebla? —preguntó, con un tono de preocupación.
—Sí —respondió Trebor, mirando hacia el cielo, donde el sol todavía brillaba—. La niebla nunca viene de día.
El grupo se quedó en silencio, observando cómo la niebla avanzaba lentamente hacia ellos, envolviendo todo a su paso. Las risas se desvanecieron, reemplazadas por una tensión palpable.
—Creo que deberíamos volver al pueblo —dijo Alida, con una voz que apenas lograba ocultar su nerviosismo.
—¡Vamos! —gritó Token, corriendo hacia el sendero que llevaba al pueblo.
Al otro lado las hermanas que estaban distanciandose, tambien sintieron algo extraño.
—¿Qué está pasando? —preguntó Miraya, mirando a su alrededor con desconfianza.
Pilar se puso de pie, sus orejas puntiagudas agitándose levemente, como si captaran algo en el aire.
—La niebla… —susurró, con una voz llena de inquietud—. Está llegando. ¡Esta llegando la niebla hermana!
Alzo la voz para que Miraya la oyera.
—¿De día? Eso no es posible —dijo Miraya, aunque su voz temblaba ligeramente.
La niebla avanzaba con sigilo.
—Tenemos que irnos —dijo Pilar acercandose rapidamente, y extendiendo la mano hacia Miraya.
—¡Vamos! —insistió Pilar, tomando la mano de Miraya y tirando de ella con una fuerza que sorprendió a ambas.
En el sendero que conducía a las diversas escaleras del pueblo, el grupo de Token se encontró con las hermanas de Silvia. Las figuras de Pilar y Miraya se distinguían entre la niebla menos densa. Token las reconoció de inmediato y levantó la mano para saludarlas.
—¡Oigan! —llamó Token, acercándose a ellas—. ¿También notaron la niebla?
—Sí —respondió Pilar —. Nos dimos cuenta a tiempo. Es increíble que se presente de día.
Antes de que pudiera decir algo más, un sonido grave y resonante cortó el aire. Eran las campanadas de emergencia del pueblo, repicando con un ritmo lento pero insistente.
—Campanadas —murmuró Miraya, frunciendo el ceño.
—Ya estamos muy cerca —dijo Trebor —. Debemos darnos prisa.
El grupo continuó avanzando. Pilar caminaba al frente, sus orejas puntiagudas moviéndose levemente, como si estuvieran escuchando algo en el aire. Token la siguió de cerca, mientras Efedra y Trebor ayudaban a Miraya a mantener el ritmo, asegurándose de que no se quedara atrás.
Era media tarde cuando los habitantes del pueblo comenzaron a reunirse en la gran sala de reuniones. El ambiente estaba cargado de murmullos y cuchicheos, como un zumbido constante que llenaba el espacio. Todos parecían tener una teoría sobre lo ocurrido, pero nadie tenía respuestas claras.
—¡Silencio! ¡Ha llegado el Jefe! —anunció el portavoz con una voz firme que resonó por toda la sala.
El murmullo cesó de inmediato, y todas las miradas se volvieron hacia la entrada. El gran Jefe avanzó lentamente, apoyándose en un bastón tallado con intrincados diseños. Su barba, larga y plateada, le daba un aire de sabiduría y autoridad. A cada lado, dos hombres lo acompañaban, listos para ayudarlo si fuera necesario.
—Gracias —dijo el Jefe con una voz grave pero calmada, mientras se acomodaba en su asiento al frente de la sala—. Como ya sabéis, hoy hemos hecho sonar la gran campana en señal de peligro. La niebla… se ha comportado de forma extraña.
Un nuevo murmullo recorrió la sala, lleno de preguntas y preocupaciones.
—¡Silencio! —gritó el portavoz, y el ruido se apagó de nuevo.
El Jefe continuó, con una expresión seria pero tranquila.
—Es la primera vez que ocurre algo así, al menos desde que tenemos registro. Hasta que no sepamos si este comportamiento se repetirá, he tomado una decisión: no habrá ningún corredor en activo. Así es, se cancela el nuevo corredor hasta nuevo aviso.
La noticia cayó como un mazazo en la sala. Marco, el joven que había sido elegido como el próximo corredor, se puso de pie de un salto, su rostro lleno de incredulidad.
—¡Señor! —exclamó, con una mezcla de desesperación y respeto—. Mi señor… hemos estado entrenando en la academia durante años para este momento. ¿No podría reconsiderarlo?
A su lado, Mirio, su hermano, lo tocó suavemente en el brazo.
—Marco… —susurró, intentando calmarlo.
Pero Marco no se detuvo.
—Por favor, señor. No podemos dejar que el miedo nos paralice.
El Jefe lo miró con una expresión de comprensión, pero también de firmeza.
—Lo siento, Marco —dijo, con un tono que no dejaba lugar a dudas—. Mis decisiones son irrevocables. No podemos arriesgarnos a salir sin antes saber por qué la niebla se comporta así. No sabemos si es un evento puntual o si se repetirá. La seguridad del pueblo es mi prioridad.
Marco se dejó caer en su asiento, con el rostro lleno de frustración. A su alrededor, los murmullos volvieron a surgir, esta vez cargados de preocupación y duda. El Jefe observó a la multitud con una mirada pensativa, sabiendo que su decisión, aunque necesaria, había sembrado inquietud en el corazón de todos.
La reunión en la gran sala había terminado, pero el murmullo de las conversaciones aún resonaba en los pasillos del pueblo. Silvia caminaba con paso rápido, su mente dando vueltas alrededor de las palabras de su padre. La decisión de cancelar al nuevo corredor había dejado descontentos y gente que apoyaba la decisión, pero a Silvia le preocupaba algo más: la salud de su padre que iba avanzando a peor.
La casa del Jefe era una de las más grandes del pueblo, construida con piedra sólida y techos de paja. Aunque era imponente, también tenía un aire de calidez, con ventanas adornadas con cortinas de lino y macetas de flores silvestres que Pilar había colocado en los alféizares. Silvia abrió la puerta principal y entró en el recibidor, donde el olor a hierbas medicinales la recibió de inmediato.
En la cocina, el anciano herbolario, un hombre de cabello blanco y manos callosas, estaba preparando una infusión con hierbas frescas. Silvia se acercó a él con una sonrisa agradecida.
—Gracias por ayudarme con esto, Tristo —dijo Silvia, tomando un puñado de hojas secas de menta y agregándolas al mortero.
—Es un placer, Silvia —respondió el herbolario, con una voz ronca pero amable—. Tu padre es un hombre fuerte, pero esta enfermedad lo está debilitando. Necesita todo el cuidado que podamos darle.
Silvia asintió, moliendo las hierbas con cuidado. El aroma a menta y tomillo llenó la cocina, mezclándose con el olor a leña quemada del fogón.
—¿Crees que algun dia se recuperara? —preguntó Silvia, con una nota de melancolia en su voz.
—No lo se—respondió Tristo, con una boca tensa—. Pero estas hierbas son poderosas. Lo ayuda a aliviar el dolor y a recuperar fuerzas.
Una vez que la infusión estuvo lista, Silvia la vertió en una taza de cerámica y la llevó a la habitación de su padre.
—¿Silvia? —llamó una voz débil desde la habitación del fondo.
—Soy yo, padre —respondió Silvia, dirigiéndose hacia la habitación.
El Jefe estaba reclinado en su cama, rodeado de almohadas y mantas. Su rostro, lleno de autoridad de hace años, ahora solo mostraba signos de fatiga y dolor.
—¿Cómo te sientes? —preguntó, acercándose a la cama.
—Mejor, gracias a ti —respondió el Jefe, con una sonrisa débil—. Ese brebaje que preparas siempre me ayuda.
Silvia sonrió levemente, pero su mente no dejaba de dar vueltas. Sabía que este era el momento adecuado para intentar cambiar su opinión, pero también sentía el peso de ver a su padre tan débil.
—Padre —comenzó, con cuidado—, he estado pensando en lo que dijiste sobre cancelar al nuevo corredor.
El Jefe bebió un sorbo de la infusión antes de responder, con una expresión pensativa.
—Es por la seguridad del pueblo, Silvia. La niebla… nunca se había comportado así. No podemos arriesgarnos a enviar a alguien fuera cuando no sabemos qué está pasando.
—Lo sé —dijo Silvia, inclinándose ligeramente hacia adelante—. Pero, ¿y si la niebla no es tan peligrosa como creemos?
El Jefe frunció el ceño, mirándola con curiosidad.
—¿A qué te refieres?
—Bueno —continuó Silvia, con una voz suave pero persuasiva—, la niebla siempre ha estado ahí, pero nunca antes había actuado de esta manera. ¿Y si no es una amenaza, sino solo… algo que no entendemos?
El Jefe la miró fijamente, como si estuviera evaluando sus palabras.
—La niebla ha sido nuestra enemiga desde siempre, Silvia. No podemos arriesgarnos a subestimarla.
—Pero, ¿y si estamos equivocados? —insistió Silvia, con una chispa de esperanza en su voz—. ¿Y si hay algo más en la niebla que no hemos descubierto? Podríamos enviar a Marco a investigar, solo para asegurarnos.
El Jefe suspiró, reclinándose en las almohadas.
—Silvia, no podemos arriesgar la vida de Marco ni la seguridad del pueblo. Mis decisiones son irrevocables.
Silvia lo miró, con una mezcla de frustración y tristeza. Sabía que no podía presionarlo más, al menos no en ese momento.
—Entiendo, padre —dijo, con una voz suave—. Solo quería asegurarme de que consideraras todas las opciones.
El Jefe asintió, cerrando los ojos por un momento.
—Eres una hija sabia, Silvia. Pero a veces, la sabiduría también implica aceptar lo que no podemos cambiar.
Silvia no respondió, pero en su mente, ya estaba trazando un nuevo plan. Si no podía convencer a su padre, tendría que encontrar otra manera de lograr lo que quería.
Silvia esperó hasta que la oscuridad se asentara por completo sobre el pueblo, y sin que aun viniera la tan temible niebla sobre el. Se deslizó entre las sombras, evitando los faroles que aún iluminaban algunos caminos. Cuando llegó a la pequeña cabaña de Marco, golpeó la madera con los nudillos, tres veces.
La puerta se abrió un poco, y un par de ojos atentos la escudriñaron antes de dejarla entrar.
—Sabía que vendrías —susurró Marco, cerrando la puerta tras ella.
Silvia no perdió el tiempo.
—Tengo un plan para sacarte sin que nadie te vea. Pero tienes que moverte rápido.
Marco cruzó los brazos.
—Si me descubren, me echarán del pueblo antes de siquiera intentarlo.
—Entonces no falles —dijo Silvia con una leve sonrisa.
Silvia avanzaba con paso ligero por los pasillos oscuros, guiando a Marco por la ruta menos transitada del pueblo. Se detuvo un instante para asegurarse de que nadie los viera, pero cuando dobló la esquina, una figura bloqueó su camino.
—¿A dónde creen que van? —Miraya apoyó la espalda contra la pared, cruzándose de brazos.
Silvia sintió que Marco se tensaba a su lado. Mantuvo la calma y sonrió.
—Solo estoy ayudando a Marco a salir sin llamar la atención.
Miraya la miró con desconfianza.
—¿Y por qué tendría que esconderse? No recuerdo que mi padre haya dado ninguna orden en su contra.
Silvia tragó saliva. Sabía que no podía inventar una excusa cualquiera. Miraya conocía demasiado bien la forma de actuar de su padre.
—No es por nuestro padre —admitió Silvia con naturalidad—. Pero después de lo que pasó, todos lo miran con desconfianza. No quiero que tenga que soportar eso.
Miraya bajó ligeramente la cabeza, pensativa. Luego miró a Marco, con su bolso al hombro, listo para partir.
—No me estás diciendo toda la verdad, Silvia —murmuró.
Silvia no apartó la mirada.
—Dime entonces, Miraya, ¿qué crees que estoy haciendo?
Hubo un breve silencio. Miraya no tenía pruebas, solo sospechas.
—No lo sé —admitió al final—. Pero tarde o temprano lo descubriré.
Silvia le sostuvo la mirada un instante más antes de dar un paso hacia adelante, obligándola a moverse a un lado.
—Que tengas buena noche, hermana.
Miraya frunció el ceño pero no dijo nada más. Los dejó pasar, aunque Silvia sintió su mirada clavada en su espalda mientras se alejaban.
Cuando se aseguró de que nadie los seguía, Silvia se reunió con Token en un rincón apartado.
—¿Quieres que haga qué? —Token la miró incrédulo.
—Necesitamos a uno de los pájaros mensajeros de los corredores. Son rápidos, fuertes y le darán a Marco una ventaja si algo sale mal —explicó Silvia.
Token resopló.
—Esto es una locura, Silvia. Si la niebla está empeorando, no sabemos si siquiera podrá volver.
—Por eso necesitamos asegurarnos de que su documentación llegue a nosotros, pase lo que pase.
Token frunció el ceño, cruzando los brazos.
—Esto es un suicidio.
—Si no puedes ayudar, lo haré sola —dijo Silvia con firmeza.
El muchacho apretó los dientes.
—Maldita sea… Está bien. Pero cuando todo salga mal, haz como si yo no tuve nada que ver.
Silvia sonrió.
—Gracias, Token.
Token, más pequeño y sigiloso, se deslizó hasta el aviario donde los corredores guardaban a sus aves. Entre ellas, estaba la más impresionante: un pájaro negro de gran tamaño, con un pañuelo rojo atado al cuello. Era fuerte, leal y rápido. Token se movió con cuidado, abrió la jaula con manos expertas y, con un suave silbido, logró que el ave lo siguiera sin hacer ruido.
Cuando volvió con Silvia y Marco, el pájaro agitó sus alas y se posó cerca de Marco, como si ya comprendiera su propósito.
Silvia y Marco llegaron al claro más apartado del pueblo, donde Token ya los esperaba con el ave. La criatura, un pájaro imponente de plumas negras como la noche, sacudió sus alas y giró la cabeza al verlos. En su cuello, el pañuelo rojo ondeaba con la brisa nocturna.
—Aquí está —murmuró Token, con los brazos cruzados. Silvia le sonrió con gratitud, pero Token no la devolvió. Su mirada estaba fija en Marco, que ajustaba su bolsa de viaje con pergaminos y provisiones.
—Sigues a tiempo de echarte atrás —dijo Token, con un tono más serio de lo habitual.
Marco negó con la cabeza.
—Si lo hiciera, no podría llamarme corredor.
Silvia dio un paso adelante y apoyó una mano en su hombro.
—Sé que estás asumiendo un gran riesgo, Marco, pero todo lo que descubras será importante para nosotros. No solo para desentrañar la niebla… sino para que tú puedas dejar tu marca como corredor.
Marco le dedicó una leve sonrisa.
—Siempre quise ser un corredor. Si no vuelvo… al menos sabré que llegué tan lejos como pude. Cuida bien de mi hermano Silvia.
Silvia sintió un nudo en la garganta. No quería que hablara así, pero sabía que era su forma de asumir su destino.
Marco recibio el gran ave en su brazo y le acarició el cuello.
—En caso de que no regrese, este pájaro llevará mi documentación de vuelta a ti.
Token soltó un resoplido.
—Genial… Ahora tengo un cómplice y un mal presentimiento.
Silvia le dirigió una mirada de advertencia, pero Token solo desvió la vista.
—No digan mi nombre si los atrapan —agregó, encogiéndose de hombros—. Yo no tuve nada que ver con esto.
Marco rió con suavidad y luego, sin más demoras, echo a correr. La criatura lo seguia de cerca y dejó escapar un graznido bajo.
Silvia lo siguió con la mirada hasta que la silueta de Marco y el ave se desvanecieron a la distancia.
—Buena suerte, Marco… —murmuró.
A su lado, Token se metió las manos en los bolsillos y dejó escapar un suspiro.
—Espero que no nos arrepintamos de esto.
Silvia no respondió. En su interior, sentía una mezcla de emoción y ansiedad. Lo único que podía hacer ahora era esperar.
Marco corría junto al ave, el viento le azotaba el rostro mientras la vegetación pasaba velozmente a su alrededor. Apenas se percató de la pequeña esfera oscura que yacía en la hierba bastantes metros que dejo atras. No tenía tiempo para detenerse. La niebla comenzaba a levantarse de nuevo.
Sintió el cambio en el aire y, con reflejos entrenados, sacó un par de cuchillas de su equipo. Analizó rápidamente el bosque y encontró el árbol más óptimo para escalar. Con un salto, clavó las cuchillas en la corteza y empezó a ascender. Su respiración era controlada, pero su pulso latía con fuerza. La niebla avanzaba como una bestia sigilosa, buscando reclamar a quien se atreviera a desafiarla.
Abajo y lejos de Marco. La superficie de la esfera pareció vibrar con un fulgor tenue. Un destello surgió en su interior, y entonces, se movió levemente.
Mientras tanto, en el pueblo…
—No creo que esto sea una buena idea, Silvia —dijo Token con los brazos cruzados. Su tono no era agresivo, pero sí firme.
Silvia suspiró, intentando buscar las palabras correctas.
—Sé que es peligroso, pero Marco quería esto. Quería intentarlo. Y si hay alguien capaz de documentar el viaje, es él.
—¿Y si no regresa?
Silvia bajó la mirada. Era un pensamiento que la había atormentado desde que ideó el plan.
—Por eso lleva al ave —murmuró—. Si algo le pasa, nos enviará su documentación. Su historia no se perderá.
Token no respondió de inmediato. Sus ojos reflejaban conflicto.
—Siempre estaré para protegerte, Silvia. Pero… espero que no hagas que me arrepienta de esto.
Dicho esto, se dio media vuelta y se marchó.
Silvia lo observó alejarse, sintiendo una punzada en el pecho.
La noche cayó en el pueblo y un aire pesado se hizo presente. Silvia aun en el sitio donde la dejo. Miró hacia la cima, donde la niebla comenzaba a deslizarse con movimientos suaves pero firmes.
Algo andaba mal.
Se acercó a las escaleras, sintiendo la brisa agitar su cabello. Un sonido repentino la hizo detenerse. Pasos. Irregulares, torpes. Alguien descendía las escaleras.
Silvia entrecerró los ojos, intentando distinguir la figura en la penumbra.
De pronto, la persona trastabilló y cayó escaleras abajo.
Silvia dio un respingo y corrió instintivamente hacia el cuerpo que yacía en el suelo. Su respiración era agitada. Era un joven. Sus ropas estaban gastadas, cubiertas de polvo y con signos de un largo viaje. Su cabello era gris, y su rostro estaba marcado por el cansancio.
Un extranjero.
Silvia se quedó quieta, su mente analizando rápidamente la situación. No recordaba a nadie más en el pueblo que debiera estar allí a esa hora.
El joven intentó moverse, sus dedos buscando algo dentro de su ropa. Silvia vio un destello metálico antes de que su brazo cayera sin fuerzas.
Se había desmayado.
Silvia sintió su pulso acelerarse. La niebla avanzaba lentamente en la cima del pueblo. El extranjero había aparecido justo cuando la niebla regresaba.
¿Era una coincidencia?
Sin pensarlo más, se inclinó y trató de sacudirlo suavemente.
—Oye… despierta.
Pero el joven no reaccionó.
Silvia miró a su alrededor. Nadie más parecía haber notado lo que había ocurrido.
Silvia miró a su alrededor. La calle estaba vacía. La gente del pueblo ya se había resguardado, como hacían siempre cuando la noche caía y la niebla amenazaba con descender.
Pero él estaba aquí.
El extranjero había llegado justo cuando la niebla reapareció, como si hubiera sido arrastrado por ella, como si la brisa lo hubiera traído hasta el pueblo.
El silencio pesaba en el ambiente. La respiración del joven era débil pero constante. Silvia lo observó con atención. No lo conocía, nunca lo había visto antes, y, sin embargo, había algo inquietante en él.
Con cautela, revisó la tela ajada de su ropa. Eran prendas resistentes, pensadas para viajar largas distancias, pero lo que más llamó su atención fue el objeto que su mano intentaba aferrar incluso inconsciente. Una cosa de metal gastada que en ella habia algo extraño que se movia, con marcas extrañas en su interior.
Silvia tragó saliva. No reconocía los símbolos, pero había algo en ellos que le resultaba extraño.
El sonido de la niebla arrastrándose por la cima del pueblo la sacó de sus pensamientos.
Se inclinó y pasó un brazo del extranjero por encima de sus hombros. No era pesado, pero sí más alto de lo que parecía.
—Vamos, levántate…
Lo arrastró con dificultad hacia el refugio más cercano. Algo en su interior le decía que esta noche no era como las demás.
Y que este hombre no era alguien común.
El extranjero había aparecido cuando la niebla regresó.
¿Qué significaba eso?
¿Era casualidad?
O peor…
¿Había venido con ella?
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