La canción del cielo nocturno - 12
Había una vez, una oveja negra pensativa mirando al abismo; un barranco que se extendía hasta el horizonte. La tierra se volvió infértil, arenosa y sin vida; era cosa de vida o muerte pasar hacia el otro lado. Uno lleno de alimento y vida silvestre. Todos los otros animales ya habían cruzado, solo quedaban las ovejas, incapaces de realizar un gran salto o volar.
La oveja negra se resignó al ver que no podía saltar esa distancia y se estiró en unos arbustos, que todavía estaban por ahí. Para su sorpresa, escuchó la voz de un rebaño y su pastor cerca del barranco.
—¡Queridas ovejitas, ya llegamos a nuestro destino, ahora solo falta creer en el vuelaismo! —exclamó el pastor levantando sus manos.
Todas las ovejas se pusieron a gritar como locas chillando que podían volar. Otras decían que eran halcones. La primera oveja tomó posición para correr mientras las demás le animaban con canticos de pájaros. Saltó, pero por más que creyó que podía volar, solo el eco de su cuerpo golpeando el piso se escuchó. Entonces, el pastor alzo la voz, asegurando que esa oveja no creyó lo suficiente. Una detrás de otra lo intentó. Al final del día ya no quedaba ninguna y el abismo permanecía en silencio… Invicto.
—Si ellas no pudieron, otras podrán —dijo el pastor al retirarse.
La oveja negra quedó perpleja al ver tal acto. Luego, pensó qué hacer y recordó las últimas palabras del pastor. Corrió deprisa hasta toparse con un grupo de ovejas. Les trató de advertir sobre el vuelaismo y el pastor, sin embargo, se rieron de su aviso. La manada le contó que no creían en patrañas como esas; ellas tenían un plan. Le mostraron un tronco que pensaban arrastrar hasta el acantilado. Al mirar aquel improvisado puente se percató que era demasiado pesado, angosto y que para cuando alcanzaran el acantilado, ya se habrían muerto de hambre.
De pronto, un hombre envuelto en hojas apareció para ayudarlas a trasportar el tronco, con la condición de permitirle pasar al final de la fila. Ellas aceptaron, pero la oveja negra se retiró en silencio al sospechar de aquella figura.
Al día siguiente, entre los arbustos, una vez más la oveja negra se escondía atenta a lo que sucedería. Con la ayuda del hombre arbusto llegaron sin mucho esfuerzo al acantilado. Trabajaron un rato en posicionar el tronco. Una por una avanzó, en una fila lenta. La pequeña manada se encontraba en su totalidad pendiendo de la seguridad del puente, aunque antes de que siquiera una de ellas cruzara, el hombre arbusto golpeó el tronco con una patada. Al caer el puente, un par de gritos fue lo único que se escuchó. El hombre tiró su disfraz al abismo, revelando ser el pastor.
—Si ellas no me sirvieron, otras podrán —dijo el pastor al retirarse.
La oveja negra ya no sabía qué hacer. Por más que intentó avisarle a las demás sobre el peligro de aquel sujeto, nadie le prestó atención. Hasta que un día el pastor gritó al aire que un grupo sí le sirvió. El olor a muerte emergía del abismo lleno de cadáveres. Los huesos apilados de las ovejas formaron una especie de camino para él. Cruzó deprisa hacia el otro extremo, cortó tantas flores bonitas como pudo y las esparció encima, ahora era un hermoso puente de flores el que construyó.
El pastor volvió deprisa y fue hasta las últimas manadas que quedaban en el ya desierto paramo. Cada una de las ovejas desfilaba con una reluciente flor en su pecho. Cuando pasaban por el puente le daban una reverencia a su salvador por crear tan maravilloso milagro. La última por pasar era la oveja negra. El pastor le ofreció una flor, pero ella la rompió y se fue corriendo hasta el otro extremo para poder mostrarle a las manadas lo que había debajo de las flores, sin embargo, él la agarró por detrás cortándole el cuello con un cuchillo.
El cuerpo de la pequeña oveja negra yacía muerto encima de un montón de flores. En sus últimos momentos pensó que al final por fin podrían creerle. Ya que sus huesos permanecerían siempre, sobre las efímeras flores de la mentira.
(versión original del dibujo)
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