Limit Breaker: Conquistando Mazmorras - 197
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- 197 - Capítulo 40: El nuevo orden que da esperanzas al mundo
Martín, se queda maravillado por el paisaje que se encuentra ante él. Millones de estrellas iluminando el espacio, planetas girando y el sol brillando con intensidad. Aún flotando y casi sin fuerzas, se permite unos momentos para maravillarse ante tal vista:
—Que hermoso. —murmura mientras sus brazos caen y cierra los ojos lentamente mientras va descendiendo.
Cae desmayado a miles de kilómetros de altura. El frio gélido golpea su cuerpo, dañándolo severamente y causando moretones, así como rasguños.
Su cuerpo, sin la influencia de la activación del éter empieza a sufrir la aceleración del desgaste físico aún sin que Martín se percate. Desde abajo, Julio ve que una figura está cayendo a muy gran velocidad. Nota que es el cazador y lejos de alegrarse porque por fin ha derrotado a la diosa, entra en estado de alerta y avisa a los que puedan prestar apoyo:
—¡Maldición, es Martín! —grita Julio.
—¡¿Qué?! —se altera Arakneida.
—No, Martín. Si no logramos alcanzarlo, su cuerpo podría sufrir severos daños. Aun así…— Estela mira a todos los cazadores. La condición de cada uno es peor que el otro. Hay heridos graves. Cazadores ya sin maná y hasta inclusive quienes ya no tienen fuerza. —Bien. —vuelve su mirada hacia Martín. —¡Julio, Arakneida…!
—No hace falta que lo digas. —Arakneida sobrepasa a Estela junto con una enorme cantidad de cazadores y monstruos, sorprendiendo a la chica. —¡Magia arácnida: extensiones de soberanía!
Arakneida despliega una enorme cantidad de telaraña que cubre varios edificios y los conecta entre sí. Todo esto se construye debajo del trayecto que sigue Martín:
—¡Julio, rápido…! ¡¿huh?! —Arakneida se queda congelada y cae de rodillas. Lo mismo ocurre con Julio. La inmensa mayoría de los que intenta ayudar a Martín llegaron a su límite e incluso lo superaron. Apenas pueden levantar la cabeza y ver como cae el cazador.
La única que se mueve contra todo pronostico e ignorando su propio cuerpo es ella, Estela. Su cuerpo le duele con una intensidad que haría llorar hasta al más rudo, pero ella sigue avanzando. La magia de viento la envuelve con forma de túnica transparente y se asoman por su espalda, metiéndose dentro y luego sobresaliendo con la forma de dos alas como las de un hada.
Da un salto hacia arriba, despega con un solo aleteo en dirección hacia donde Martín va cayendo. Estela extiende sus brazos y logra amortiguar su caída, pero ambos, ya exhaustos, caen aún más rápido. No se despega de él y hasta antepone su cuerpo para que, al caer, ella absorba todo el daño posible.
Se aferra a él mientras cierra sus ojos y aprieta los dientes. Sabe que es posible que no logre acabar bien, pero si es para salvar a su amada, entonces ella prefiere pagar el precio absoluto.
Entonces y antes de que toquen el suelo a varas decenas de metros se forman telas de araña y dos figuras se acercan saltando entre los edificios. Una de ellas está herida con el torso sangrando y la otra apenas puede moverse, pero el impulso por salvarlos es más fuerte. Tanto Macarena como Julio se mueven a toda prisa para poder rescatarlos en su caída.
Julio llega a tomar a Martín y Estela, envolviéndolos en sus brazos aprovechando que es de contextura más grande que ambos, y Macarena se suma colocándose debajo de ellos y con lo que queda de su magia de arena, usa su habilidad “torbellino arenoso” para reducir la velocidad de caída.
Finalmente, caen sobre las telas de araña muy cerca del suelo, pero al final logran ser salvados gracias a la voluntad de todos los que pudieron y tuvieron aún fuerza.
Varios después, Martín logra despertar en una habitación blanca y al ver el techo se encuentra con varias plantas crecidas y agrietando la estructura. Es un hospital, pero con las heridas de la gran guerra aún palpitando.
Martín gira su cabeza y ve a Estela, apoyada contra su mano durmiendo. Todo ese tiempo que el cazador estuvo sin poder despertar, Ella se mantuvo a su lado, cuidándolo y protegiéndolo como así lo hizo durante esos cinco largos y angustiantes años que fueron perseguidos por Dramonzuk.
Estela levanta la mirada y al verlo consciente y sonriéndole, ella no evita llorar como una niña pequeña y sin medirse, salta con sus brazos hacia él hasta abrazarlo con todas sus fuerzas. Los sollozos de la cazadora se vuelven tan sonoros que todos los que se encuentran en los pasillos entran en masa, Lorkamos, Arakneida, Macarena, William, Julio, todos y cada uno de aquellos a los que ha conocido y también provocó cambios positivos en su vida, sienten la emoción de verlo con vida y por fin con la certeza de que todo haya acabado.
Por la tarde, Martín recibe su comida, una bandeja con un trozo de pan, ensalada y un pedazo de pescado. La situación de los últimos cinco años ha sido muy mala con muchas especies extintas y mayormente las que fueron usadas para consumo humano como carne o ropaje. Pero él no se queja, la poca comida que le ofrecen la agradece con gusto y disfruta con cada porción que ingiere. Mientras disfruta del pescado siendo empujado por el pan, Estela le dice:
—Puedo traerte postre si quieres. Hay gelatina, chocotorta, oh y también este postre colombiano ¿Cómo se llamaba? Ah, las obleas con arequipe. Una chica llamada Sofia vino a traer en grandes cantidades.
—No, estoy bien. Gracias amor. —responde sonriente.
—¿Seguro?
—Déjaselo a los niños de abajo. Ellos lo merecen más que yo.
—De acuerdo. Se lo diré a la enfermera.
—Se siente bien que todo esto haya terminado, aunque…—frota las manos. Se encuentra muy nervioso.
—¿Recuerdas algo de eso?
—¿De?
—La pelea con ella.
—Si. —se toma la cabeza. —Al final de todo, ella no se arrepintió de lo que hizo.
—¿Enserio? Supongo que tiene sentido. Ella es la causante de todo lo malo que ocurrió. Te manipuló inclusive toda la vida. Jamás se lo perdonaría. Iría yo y la mataría…—aprieta su puño con intensa angustia. Piensa en lo mucho que sufrió Marín.
Martín le toma ambas manos y desarma los puños. Besa su frente por un largo rato y luego la mira a los ojos:
—No, no, jamás dejaría que mancharas tus manos. ¿Sabes que fue lo ultimo que vi de ella?
—¿Qué?
—Ella no mostró arrepentimiento, pero desapareció para siempre con una sonrisa sincera, sin malicia ni nada por el estilo. Esas entidades simplemente son así y logré comprenderlo cuando conocí a su yo verdadero. Dioses…ellos…no son ni nunca lo fueron y prefiero quedarme con esa imagen de ella a la que tuve todos estos años.
—Fueron muchos años de lucha. Ahora llegó el momento de recuperar lo perdido. —Estela sonríe y se abalanza sobre él. Ambos se funden en un beso que desean fuera la del comienzo de un nuevo mundo y una nueva vida para ellos.
—Si, es tiempo de recuperar nuestras vidas y nuestra familia sea feliz. —exclama Martín con el alivio de que por fin puedan vivir sin preocupaciones.
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Un año después, el mundo ya no era el mismo. Nada podía volver a serlo.
La reconstrucción fue lenta, dura y desigual. Ciudades enteras tuvieron que levantarse desde escombros que aún olían a ceniza y sangre. No hubo país que saliera ileso de la guerra, todos perdieron algo, todos enterraron a alguien. Sin embargo, a pesar de las pérdidas humanas monumentales, la humanidad logró algo que parecía imposible en los días más oscuros, recuperar parte de la belleza que la guerra le había arrebatado al mundo.
En América, los Estados Americanos brindaron un apoyo absoluto para la reconstrucción de Argentina. Recursos, tecnología, cazadores especializados y mano de obra cruzaron fronteras sin preguntar banderas. Buenos Aires, devastada y herida, volvió a alzarse poco a poco, no como la ciudad que había sido, sino como una más resistente, marcada por cicatrices que nadie intentó ocultar. Las plazas regresaron, los refugios se transformaron en barrios, y donde antes hubo miedo constante, comenzó a brotar una frágil esperanza.
En otros continentes, la recuperación fue más cruel.
La Organización Europea de Países (OEP), junto a las Naciones Africanas Organizadas (NAO), intentaron contener el desastre humanitario que dejó la guerra. Millones de personas lo habían perdido todo, hogares, familias, identidad. En muchos casos, la destrucción fue tan total que no hubo reconstrucción posible. Para esos sobrevivientes, el mundo anterior simplemente había dejado de existir. No regresaron a sus vidas, aprendieron a vivir con lo que quedaba de ellas.
De las ruinas, sin embargo, surgió algo nuevo.
Los gremios de cazadores que habían sobrevivido al conflicto comprendieron que el caos no podía volver a repetirse. Así, por primera vez en la historia, se formó una organización a escala global, el Gran Gremio Mundial. Esta entidad unificó a todas las organizaciones de cazadores bajo una misma estructura, con representantes asignados por continente y un sistema de rotación cada dos años, evitando que el poder se concentrara en unas pocas manos.
El objetivo ya no era solo combatir mazmorras o eliminar amenazas. El oficio de cazador cambió para siempre.
De mercenarios solitarios y combatientes improvisados, los cazadores pasaron a ser reconocidos oficialmente como guardianes del equilibrio, una fuerza destinada a proteger a la humanidad de los horrores que aún acechaban más allá de las grietas dimensionales. No eran héroes intocables ni armas de guerra, eran la última línea antes del desastre.
El mundo seguía siendo peligroso. Las mazmorras no desaparecieron. Las heridas no cerraron del todo. Pero, por primera vez en mucho tiempo, la humanidad dejó de avanzar a ciegas. Había aprendido. Había pagado el precio. Y decidió no olvidarlo nunca.
Tras la gran guerra, el gremio Victory dejó de ser solo un nombre conocido entre cazadores veteranos y pasó a convertirse en un fenómeno global. Su crecimiento fue tan vertiginoso como inesperado, de apenas treinta miembros activos, pasó a contar con más de cinco mil, de una única sede en Europa, se expandió hasta alcanzar veinticinco sedes distribuidas por todo el mundo. Ningún otro gremio había experimentado una transformación semejante en tan poco tiempo.
Ese crecimiento no fue casual.
Victory se había convertido en un símbolo. Para muchos, representaba la prueba viviente de que la coexistencia entre humanos y monstruos no solo era posible, sino necesaria. Allí donde otros veían peligro o aberración, Victory demostró que la voluntad compartida podía superar siglos de miedo, prejuicio y violencia. En un mundo aún traumatizado por la guerra y las mazmorras, el gremio encarnó algo que escaseaba más que los recursos, esperanza.
Ya no eran vistos únicamente como un grupo de cazadores poderosos. Eran un ideal.
La unión entre humanos y monstruos dentro de Victory marcó un antes y un después en la forma en que el mundo entendía la defensa contra amenazas de otras dimensiones. Su modelo fue estudiado, replicado y debatido en foros internacionales. Algunos lo admiraban, otros lo temían. Pero nadie podía ignorarlo.
Sin embargo, mientras el nombre Victory se volvía cada vez más grande, la vida de quienes lo habían fundado siguió un camino muy distinto.
Para los miembros originales, aquellos que habían luchado cuando el gremio apenas era una promesa frágil sostenida por la voluntad y el sacrificio, el final de la guerra no trajo calma inmediata. Sus destinos cambiaron de forma profunda, a veces silenciosa, otras dolorosa. Cada uno cargó con las consecuencias de lo vivido, con victorias personales y pérdidas irreparables que ningún reconocimiento público podía compensar.
El mundo celebraba a Victory. Ellos aprendían a vivir con lo que habían sobrevivido.
Y así, mientras el gremio se convertía en leyenda, las historias individuales de sus miembros originales comenzaron a escribirse lejos del campo de batalla, en decisiones cotidianas que definirían quiénes serían a partir de ese momento.
Octavio decidió viajar a Los Ángeles, Estados Unidos, junto a Claustro. No fue un viaje impulsivo ni sencillo, fue uno postergado durante demasiado tiempo. Allí, en un cementerio silencioso, frente a una tumba que había evitado mirar durante meses, finalmente se permitió detenerse. Se arrodilló.
Las palabras que nunca dijo en vida salieron rotas, entrecortadas, mezcladas con lágrimas que no intentó ocultar. Se disculpó por haber sobrevivido. Por no haber llegado antes. Por haber seguido adelante cuando una parte de él se había quedado atrás.
No fue un acto heroico ni solemne, fue humano, crudo, necesario. Claustro permaneció a su lado en silencio, respetando ese momento. Aunque con el tiempo se había convertido en un gran amigo para Octavio, entendió que aquel instante no le pertenecía. Ese dolor era antiguo, íntimo, y solo podía cerrarse de una manera.
Cuando Octavio se puso de pie, no estaba libre de tristeza, pero algo había cambiado.
Había dado, al fin, ese paso que llevaba años evitando, cerrar un capítulo de su vida.
Después de Los Ángeles, sin necesidad de decirlo en voz alta, ambos decidieron seguir viajando. El destino fue Nueva York. La “Gran Manzana”, recientemente reconstruida, se alzaba como un símbolo más de la resiliencia humana, rascacielos reparados, calles vivas otra vez, cicatrices visibles que nadie intentaba borrar del todo.
Caminaron por la ciudad sin prisa, como dos amigos que ya no huían de nada. Visitaron cervecerías locales, probaron sabores nuevos, rieron más de lo esperado. Entre vasos levantados y charlas triviales, Octavio descubrió algo que no había sentido en mucho tiempo, la culpa ya no lo empujaba hacia adelante. Ahora avanzaba porque quería.
Nueva York no fue solo un paseo. Fue la confirmación de que, incluso después de perder tanto, la vida todavía tenía espacio para momentos simples. Y que seguir viviendo no era una traición a los caídos, sino la forma más honesta de honrarlos.
Macarena y Lorkamos recibieron una invitación inesperada, pero imposible de rechazar. Musume e Ichika les propusieron pasar una temporada en Japón, lejos de los frentes, las mazmorras y las responsabilidades que habían marcado sus vidas durante la guerra. Aceptaron sin demasiadas dudas.
Para Lorkamos, ahora convertido en elfo de hielo, el viaje fue poco menos que un sueño hecho realidad. Fanático declarado del manga, el animé y los videojuegos, su entusiasmo fue tan evidente que no pasó desapercibido dentro del gremio. Verlo emocionarse frente a tiendas repletas de figuras, posters y ediciones especiales resultaba casi surrealista para quienes solo lo habían conocido como un combatiente imponente y distante.
La gratitud hacia Musume e Ichika no tardó en manifestarse incluso más allá del plano humano. En la dimensión donde residían los subordinados de Lorkamos, se erigieron estatuas de hielo en honor a las dos japonesas, figuras delicadas y eternas, talladas con un respeto casi reverencial. Era su manera de agradecerles por haber devuelto algo que la guerra le había arrebatado a su líder, la capacidad de maravillarse.
Durante su estancia en Japón, los días transcurrieron sin urgencias. Recorrieron ciudades, templos y barrios llenos de luces. Entraron a tiendas especializadas, se perdieron entre estanterías cargadas de chucherías de anime, videojuegos retro y merchandising absurdo que, para Lorkamos, era puro tesoro. Macarena lo observaba con una sonrisa constante, disfrutando de verlo vivir una normalidad que jamás creyó posible para alguien como él.
No todo fue grande ni trascendental. Hubo risas, compras impulsivas, discusiones por qué llevarse y qué dejar atrás, fotos mal sacadas y momentos simples que no necesitaban explicación.
En medio de un mundo que todavía se reconstruía, Japón se convirtió para ellos en un refugio breve pero significativo. Un recordatorio de que, incluso después de la guerra, la alegría podía encontrarse en lo pequeño.
Julio y María tomaron una decisión que durante años había parecido imposible. Lejos del ruido constante de la ciudad y de los recuerdos que se aferraban a cada calle, compraron terrenos en la localidad de Ezeiza y construyeron allí una gran casa. No fue solo un cambio de dirección, fue una declaración silenciosa de que habían sobrevivido.
Con el tiempo, el lugar se fue llenando de vida. Primero llegaron los perros, uno tras otro, hasta sumar una docena. Luego los gatos, dueños absolutos de cada rincón, y finalmente algunos conejos que transformaron el jardín en un pequeño ecosistema caótico y entrañable. Aquella casa no era lujosa ni ostentosa, pero estaba llena de sonidos cotidianos que durante años les habían sido ajenos.
Después de tanto tiempo enfrentándose a enemigos imposibles, criaturas de otras dimensiones y batallas que exigían todo de ellos, comprendieron que necesitaban algo más que descanso físico. Necesitaban silencio. Espacio. Rutinas simples que no implicaran sobrevivir al día siguiente.
Aun así, su compromiso no cambió.
La función de ambos dentro del gremio Victory permaneció intacta. Cada jornada laboral viajaban hasta el edificio ubicado en el barrio de Boedo, cumpliendo con sus responsabilidades como siempre lo habían hecho. No huyeron del mundo ni de sus obligaciones, simplemente aprendieron a volver a casa con la mente en paz.
Los fines de semana tenían un ritual inamovible. Julio y María se reunían con Martín y Estela para comer, compartir charlas largas y recordar sin solemnidad lo vivido. No hablaban de guerra a menos que fuera necesario. Se hablaba de proyectos, de anécdotas absurdas, de animales traviesos y de futuros que, por primera vez, se sentían posibles.
No era una vida perfecta. Pero era una vida elegida.
Y para quienes habían pasado tanto tiempo luchando, eso lo era todo.
Con el conflicto terminado y el mundo intentando encontrar un nuevo equilibrio, Kargroot tomó una decisión que sorprendió a pocos y conmovió a muchos. Con el permiso de Martín, pedido más por respeto que por necesidad, decidió recorrer el mundo a pie. No buscaba hazañas ni reconocimiento. Buscaba comprender.
Su propósito era simple y, a la vez, profundo, conocer a los seres humanos más allá de los campos de batalla. Caminar por ciudades reconstruidas, pueblos olvidados, zonas aún heridas por la guerra. Visitar los lugares más críticos, aquellos donde la tensión aún amenazaba con convertirse en nuevos conflictos, y ofrecer su presencia como contención, consejo y equilibrio.
No llevaba armas al frente ni imponía su fuerza. Solo escuchaba.
Antes de partir, Martín le hizo una única petición. No fue una orden, ni una advertencia. Fue una conversación sincera entre iguales. Le pidió que no interviniera directamente, que no resolviera con poder lo que debía resolverse con voluntad humana. Los errores, los aciertos y las consecuencias debían pertenecerles a ellos.
Kargroot aceptó sin dudarlo.
Comprendía que, si la humanidad quería avanzar, debía hacerlo por sí misma. Su rol no sería el de salvador, sino el de testigo atento. Estar allí para evitar que el odio escalara, para recordar que siempre existía otra opción, pero sin cruzar la línea que separa la guía del dominio.
Así, Kargroot comenzó su viaje. Paso a paso. Sin prisa.
Mientras el mundo seguía reconstruyéndose, una figura silenciosa lo atravesaba, aprendiendo de quienes alguna vez necesitó proteger. No para cambiar el destino humano, sino para entenderlo.
Porque a veces, el mayor acto de poder es saber cuándo no usarlo.
Tras el final de la guerra, los caminos de los hermanos tomaron direcciones distintas, pero jamás opuestas.
Lucas decidió permanecer en el gremio Victory, donde continuó desempeñándose como asistente del maestro y del vice maestro. Su rol, lejos de los reflectores, se volvió indispensable. Era quien organizaba, mediaba y sostenía el funcionamiento cotidiano del gremio, aprendiendo de ambos líderes no solo sobre estrategia y poder, sino también sobre responsabilidad y equilibrio. Lucas encontró en ese lugar algo que nunca había tenido del todo, un propósito estable.
David, en cambio, regresó a Paraguay.
Allí fue recibido como un héroe nacional. No por discursos ni títulos, sino por lo que representaba, alguien que había luchado más allá de sus fronteras y había regresado con vida para contarlo. Su presencia se convirtió en símbolo de orgullo y esperanza para su país, aunque él nunca terminó de acostumbrarse a ese reconocimiento.
A pesar de la distancia, los hermanos mantuvieron un contacto constante. Se comunicaban casi a diario, compartiendo detalles simples de sus rutinas, como si ninguno quisiera permitir que el tiempo o los kilómetros se interpusieran entre ellos otra vez.
Gracias a la ayuda de Arakneida, David solía visitar el gremio cada fin de semana. Llegaba sin anuncios ni formalidades, como quien vuelve a un lugar que todavía siente propio. Allí era recibido con afecto y respeto, no como un visitante, sino como lo que siempre fue, un miembro honorario de Victory.
No importaba dónde estuviera cada uno. La guerra los había separado de muchas cosas, pero no entre ellos. Y eso, en un mundo que aún sanaba, era una victoria silenciosa pero definitiva.
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De alguna manera, lo ocurrido en los últimos cinco años no solo dejó ruinas visibles. También expuso y amplificó lo peor del ser humano. En el vacío que dejó la guerra, la malicia de muchos individuos y grupos se multiplicó, aprovechando el caos, la falta de control y el miedo persistente.
Casos de niños y niñas secuestrados comenzaron a salir a la luz con una frecuencia aterradora. Algunos eran utilizados como sacrificios, entregados a dragones para apaciguar su hambre o comprar protección. Otros destinos eran aún más oscuros, marcados por abusos que no tenían justificación ni perdón. Eran crímenes silenciosos, ocultos en zonas donde la ley aún no había logrado volver, cometidos por personas que se escudaban en la deshumanización total del otro.
Estas realidades no eran rumores ni exageraciones. Cromana las vio. Las confirmó. Las cargó consigo como una cruz voluntaria.
Fue precisamente esa oscuridad la que terminó de movilizarla. No como reacción impulsiva, sino como una decisión consciente y dolorosa. Entendió que reconstruir el mundo no significaba solo levantar edificios o cerrar grietas dimensionales. También implicaba enfrentar aquello que creció en la sombra, proteger a quienes no tenían voz y actuar donde muchos preferían mirar hacia otro lado.
Cada misión, cada desplazamiento, cada riesgo asumido por Cromana nació de esas circunstancias trágicas. No porque creyera poder salvar a todos, sino porque sabía que no hacer nada era permitir que el horror se repitiera.
En un mundo que intentaba volver a la normalidad, ella eligió enfrentarse a lo que esa normalidad todavía no quería aceptar. Porque mientras existieran niños tratados como objetos, la guerra aún no habría terminado del todo.
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William y su gente fueron recibidos por el gobierno de los Estados Unidos como héroes nacionales. No hubo medias tintas ni debates prolongados, el exilio que durante años había pesado sobre él fue eliminado de forma absoluta, con todos los votos del Congreso a favor y ninguno en contra. Un acto político tan contundente como inusual, cargado de simbolismo y de una deuda histórica finalmente saldada.
Sin embargo, lo que nadie esperaba fue lo que ocurrió después.
Cuando William tomó la palabra, el recinto quedó en silencio. No habló como un soldado victorioso ni como un símbolo patriótico. Habló como alguien que había visto demasiado. Su discurso, breve pero demoledor, se convirtió en uno de los más conmovedores de la historia del país. No hubo consignas ni frases preparadas, solo verdad.
Explicó por qué rechazaba regresar definitivamente a la nación que tanto amaba. No lo hizo con odio, ni resentimiento, ni desafío. Lo hizo con gratitud. Dijo que Estados Unidos siempre sería parte de él, pero que había aprendido que el amor por un país no siempre significa permanecer en él. Habló de las tierras donde el conflicto aún no había terminado, de las personas que todavía no tenían voz, de comunidades que no necesitaban símbolos, sino presencia real.
William explicó que había encontrado su lugar en África, no por destino, sino por elección. Porque allí era necesario. Porque allí su experiencia, su liderazgo y su sacrificio seguían teniendo sentido. Porque el deber, para él, nunca había sido una cuestión de fronteras.
Cuando terminó, nadie aplaudió de inmediato. Muchos no pudieron. El recinto estaba lleno de ojos enrojecidos y silencios cargados de respeto. Poco a poco todos en el lugar comienza a llorar.
Con la frente en alto, el antiguo cazador top global se retiró del lugar sin mirar atrás. Lo acompañaba un grupo numeroso de cazadores, hombres y mujeres de distintas culturas, muchos provenientes de África y Medio Oriente. Entre ellos caminaban Alexandra de la orgullosa República de Annobón, Jerry, Morgan, Jeff y otros tantos que habían elegido seguirlo no por fama, sino por convicción.
William no se despidió de su país. Simplemente siguió adelante.
Desde ese día, nunca más se lo volvió a ver en tierras estadounidenses. No porque estuviera prohibido, sino porque ya había tomado una decisión definitiva. Su legado no quedó marcado por una bandera, sino por las personas que eligió proteger.
Y así, mientras el mundo aprendía a reconstruirse, William se convirtió en algo más raro que un héroe nacional, un hombre que supo decir no, incluso cuando el mundo entero le decía que sí.
En Asia, la reconstrucción tomó una forma particular, marcada por la cooperación y la constancia. Lee Bao, en conjunto con Musume, Ichika y el gobierno japonés, impulsó una alianza regional destinada a brindar apoyo directo a cada país afectado por la guerra. No se trató solo de enviar recursos fue una estrategia sostenida, paciente y profundamente humana, pensada para devolver estabilidad allí donde el colapso había sido total.
La participación de Victory fue constante. Martín enviaba de forma recurrente grupos de cazadores y monstruos para colaborar en tareas de reconstrucción, seguridad y contención. En ese contexto, la convivencia entre especies dejó de ser una idea experimental y se convirtió en una herramienta real de recuperación.
En más de una ocasión, incluso Arakneida se ofreció a ayudar. Su marea de arañas, acompañada por hijas capaces de comunicarse con humanos y liderar legiones de enormes criaturas, resultó decisiva en zonas donde el acceso era imposible para maquinaria pesada o donde los peligros residuales aún persistían. Lo que antes habría generado terror, ahora se transformó en una imagen extraña pero poderosa, cooperación nacida de la confianza.
Gracias a este esfuerzo conjunto, países que parecían no tener ninguna posibilidad de recuperarse comenzaron a hacerlo con una rapidez inesperada. India, Corea, Singapur y Tailandia, entre otros, lograron estabilizarse en un tiempo sorprendentemente corto. No fue milagro ni suerte fue el resultado de voluntad compartida y ayuda sin condiciones.
Mientras el continente se levantaba, Musume cargaba con un duelo silencioso.
A lo largo de ese camino, decidió rendir homenaje a quien había sido una de las figuras más importantes de su vida. En Japón, India, China y Nepal, mandó a construir estatuas dedicadas a Troma Phoget, antigua top global y su mejor amiga. Troma había caído durante los cinco años de invasión de Dramonzuk, y su ausencia seguía pesando como una herida abierta. Pero entre cada región de Asia se escuchan leyendas e historias e aquella cazadora de la India que lucho en el frente por su nación y la humanidad y cayendo con heroísmo, Troma Phoget la grandiosa de Delhi.
Cada estatua no mostraba a una guerrera en actitud triunfal, sino a una protectora en calma, firme, eterna. Eran monumentos no a la guerra, sino al sacrificio. Recordatorios de que la reconstrucción también necesitaba memoria.
Asia volvió a ponerse de pie. No sin dolor. No sin pérdidas. Pero con la certeza de que quienes habían dado todo no serían olvidados.
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En Europa, la sede de Victory continuó trabajando sin descanso bajo el liderazgo de Marcos. La reconstrucción allí no se limitó a levantar estructuras derrumbadas, se trató de recuperar vidas. Personas que lo habían perdido todo encontraron refugio, propósito y una segunda oportunidad gracias al esfuerzo constante del gremio. Al mismo tiempo, se emprendió una tarea casi arqueológica, rescatar obras de arte, arquitectura histórica y fragmentos culturales que la guerra había dejado al borde de la desaparición.
Incluso después de la muerte de Dramonzuk, no todo había terminado. Algunos monstruos que no desaparecieron con su caída comenzaron a ser localizados y cazados de manera sistemática. En esa labor, Bautista fue una pieza clave, aportando experiencia y determinación para eliminar amenazas residuales sin repetir los errores del pasado.
En medio de tanto trabajo y responsabilidad, Marcos y Laura tomaron una decisión importante. Eligieron dar un paso más serio en su relación y decidieron casarse. No fue un acto grandilocuente ni planeado con perfección, fue coherente con sus vidas, sincero, intenso y rodeado de quienes compartieron la guerra con ellos.
La ceremonia y el festejo fueron, como era de esperarse, caóticos. La cantidad de invitados superó ampliamente lo permitido, las normas quedaron obsoletas en cuestión de horas y la celebración se extendió mucho más de lo previsto. Cazadores, humanos, monstruos aliados compartieron un mismo espacio, recordando, sin decirlo, que ese tipo de reuniones habían sido impensables no mucho tiempo atrás.
El festejo terminó suspendiéndose cerca del amanecer, no por falta de ganas, sino por precaución. Existía un temor real de que los elfos de hielo y las arañas comenzaran una discusión interminable sobre quién era mejor en videojuegos, si Lorkamos o Arakneida. Nadie estaba dispuesto a comprobar hasta dónde podía escalar ese debate.
Entre risas, cansancio y desorden, la celebración llegó a su fin.
Europa seguía sanando. Victory seguía trabajando. Y, aun después de todo, la vida encontraba la forma de abrirse paso… incluso en el caos.
Charles Goodman tomó una decisión definitiva tras el final de la guerra. Se retiró como cazador y dejó atrás una vida marcada por el combate constante. Eligió irse a vivir al campo, lejos de las ciudades reconstruidas y del ruido que todavía arrastraba ecos de violencia. Allí encontró algo que durante años le había sido esquivo, paz.
Sus días transcurrían de forma simple y deliberada. Rutinas tranquilas, cielos abiertos y silencios que no exigían estar en guardia. Fotos de su familia fallecida que aún mantiene en el recuerdo sobre los muebles de su casa. Charles no renegaba de su pasado ni lo negaba, simplemente entendía que su tiempo en el frente había terminado. Había dado todo lo que tenía.
Aun así, no estaba solo.
Cada fin de mes, como un ritual inquebrantable, recibía la visita de sus antiguos compañeros de aquellos días de lucha. Se reunían sin discursos ni solemnidad, compartiendo comidas largas, recuerdos y silencios cómodos. No hablaban de gloria ni de tragedia a menos que surgiera de forma natural. Eran encuentros simples, pero cargados de una complicidad que solo nace cuando se ha sobrevivido juntos.
Mientras tanto, Martín tomó una decisión importante respecto a Steindra. Le concedió la facultad de integrarse de forma oficial al equipo de Bautista, Carla y Luciana. No fue un gesto simbólico, sino un acto de confianza. Steindra demostró ser leal al grupo, comprometido y constante, incluso cuando sus opiniones chocaban frontalmente con las de Martín.
Esos roces nunca desaparecieron del todo. Y Martín no intentó hacerlo.
Por el contrario, respetaba a Steindra precisamente por eso, porque no bajaba la cabeza, porque discutía, porque defendía lo que creía correcto incluso frente a él. En un mundo que había sufrido demasiado por la obediencia ciega, esa clase de fricción era necesaria.
Charles eligió el descanso. Steindra eligió seguir adelante.
Ambos, a su manera, formaban parte del mismo legado, uno que no se medía solo en batallas ganadas, sino en decisiones tomadas cuando la guerra ya había terminado.
Con el paso del tiempo, Bautista y Carla dejaron de esconder lo evidente. Lo que había nacido entre combates, decisiones límite y silencios compartidos terminó transformándose en una relación sólida, construida sin urgencias, pero con convicción. No fue una historia idealizada ni perfecta, sino una que se sostuvo en la comprensión mutua, en el haber visto lo peor del mundo… y aun así elegir caminar juntos.
Para Luciana, el camino fue distinto, pero no menos exigente.
A base de esfuerzo constante, sacrificios personales y una determinación inquebrantable, logró convertirse en capitana de la División 6 de cazadores del gremio Victory. Nadie le regaló ese puesto. Lo ganó. Su liderazgo no se basó en fuerza bruta, sino en empatía, disciplina y una capacidad única para sostener a otros incluso cuando ella misma estaba agotada. Para muchos, Luciana se volvió el ejemplo más claro de lo que significaba ser un cazador después de la guerra.
Mientras tanto, la vida siguió creciendo donde menos se lo esperaba.
Juan y Thiago continuaron estudiando en la secundaria, intentando llevar una adolescencia lo más normal posible dentro de un mundo que aún cargaba cicatrices. Risas, exámenes, discusiones triviales y sueños que recién empezaban a tomar forma. En sus tiempos libres, sin embargo, entrenaban bajo la guía de Martín y Julio, quienes les enseñaban a controlar sus habilidades y a desarrollar artes marciales, no como armas, sino como herramientas de autocontrol y responsabilidad.
Nunca fueron forzados. Nunca se les prometió gloria.
El aprendizaje fue gradual, cuidadoso, pensado para protegerlos tanto como para prepararlos.
Con el tiempo, Juan y Thiago se convirtieron en los miembros más jóvenes del gremio Victory. No por necesidad, sino por vocación. Representaban algo que durante años había parecido imposible, una nueva generación que no nacía para la guerra, sino para evitar que esta se repitiera.
Y así, sin estruendo ni épica exagerada, Victory demostraba que su mayor triunfo no había sido derrotar a un enemigo imposible, sino asegurar que el futuro tuviera algo mejor que ofrecer.
La relación entre Oscar y Arakneida terminó por oficializarse sin grandes anuncios ni ceremonias innecesarias. Para sorpresa de pocos y con el apoyo absoluto de todos, lo que durante tanto tiempo había sido evidente finalmente tomó forma. No hubo rechazo ni temor, ambos eran comprendidos y respetados por lo que habían demostrado ser, tanto en la guerra como después de ella.
Oscar, casi sin proponérselo, fue elegido presidente de la nación. No lo buscó ni lo deseó, pero la gente lo vio como alguien confiable, cercano y genuinamente dispuesto a ayudar a otros a reconstruir sus vidas. En un mundo cansado de líderes distantes, Oscar representaba algo distinto, coherencia entre palabras y actos.
Junto a Arakneida, se establecieron en la provincia de Santa Fe, tierra natal de Oscar. Allí construyeron una vida que, tiempo atrás, habría parecido imposible. La soberana de las arañas, temida por muchos en el pasado, se convirtió en una presencia respetada y, para algunos, incluso protectora. Santa Fe no fue solo un lugar donde vivir, fue un ancla, un hogar elegido.
Aun así, Arakneida nunca dejó de preocuparse por Estela y Martín. Los visitaba siempre que podía o se mantenía en contacto constante con ellos, atenta a cualquier señal de desgaste o peligro. Su vínculo con ambos era profundo, casi instintivo, nacido de todo lo que habían atravesado juntos.
Esa preocupación llegó a tal punto que, en una ocasión, Martín fue tajante. Le exigió que priorizara su nueva vida. No como reproche, sino como advertencia. La discusión fue dura, honesta, cargada de emociones que ninguno quiso suavizar. Martín le recordó que no todo sacrificio era virtud, y que incluso los lazos más fuertes podían volverse una carga si no se los dejaba respirar.
Aquella conversación marcó a Arakneida. Comprendió que no todo tiempo breve es insuficiente, y que muchas veces su belleza reside justamente en su fragilidad. Entendió que cuidar a otros no debía significar abandonar lo que había construido con tanto esfuerzo y sentimiento. Que amar también implicaba aprender a soltar, a confiar, a permitir que cada uno siguiera su propio camino.
Y por primera vez desde que el mundo había comenzado a romperse, ambos lo hicieron sin mirar atrás, sabiendo que lo verdaderamente valioso no se sostiene con vigilancia constante, sino con respeto y confianza.
AVAVAVAVAV
Martín y Estela recibieron la mejor noticia posible cuando menos la estaban buscando.
Ella llevaba ya un par de meses con un bebé en su vientre.
La revelación los llenó de una dicha difícil de describir. No fue una alegría explosiva, sino algo más profundo, casi reverente. Después de todo lo perdido, de cada decisión tomada al borde del abismo, aquella vida nueva se sintió como una respuesta silenciosa del mundo. El gremio entero compartió la emoción, y no tardaron en organizar una celebración sencilla, sincera, cargada de abrazos que no necesitaban palabras.
Victory, para entonces, se había convertido en el eje de la reconstrucción global. Muchos comenzaron a llamarlo la meca de la esperanza, un punto de referencia para la resistencia frente a la adversidad y el caos que aún persistía en distintos rincones del planeta. La magnitud de esa responsabilidad era inmensa.
Y, aun así, la función de Martín y Estela no cambió en lo absoluto.
Los días podían pasar entre reuniones interminables, decisiones complejas y montañas de papeleo que parecían no acabarse nunca. Aunque contaban con la ayuda de Arakneida y el apoyo constante de gremios locales e internacionales, el trabajo los desbordaba. No había horarios claros ni descansos prolongados. La reconstrucción del mundo no entendía de pausas.
A veces, cuando la presión se volvía insoportable, Arakneida les habría un portal a Japón.
Allí, lejos del ruido y las exigencias, descansaba la tumba de la madre de Martín. En ese lugar, el tiempo parecía detenerse. Se quedaban durante horas hablando de lo vivido, de lo que vendría, de miedos que no necesitaban ocultar. Musume solía acompañarlos, respetando los silencios tanto como las palabras.
En otras ocasiones, Martín permanecía de pie frente a la tumba, mirando el cielo celeste. Un cielo que había recuperado completamente su color natural, libre ya del carmesí que lo había teñido bajo la influencia del poder de Dramonzuk. Se quedaba allí, largo rato, en silencio, dejando que los pensamientos fluyeran sin urgencia.
A su lado, Estela cerraba los ojos y oraba durante unos minutos. No pedía milagros. Solo fuerza, claridad y la posibilidad de cuidar lo que estaba por venir.
El mundo seguía siendo complejo. La responsabilidad no disminuía. El pasado no desaparecía.
Pero ahora había algo distinto. Una nueva vida crecía en medio de todo eso. Y con ella, la certeza de que incluso después del horror, valía la pena seguir adelante.
FIN
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