Orum - 00
No fue exactamente una muerte anunciada, pero sí que lo vio venir. El Toyota apareció en una de las tantas esquinas del parque y patinó sobre un charco de lodo y siguió patinando hasta el bordillo de la acera.
Andrew estaba ahí, sentado en una banqueta viendo pasar los vehículos sin nada en particular en mente. Dejaba pasar las horas hasta que el GamePlay abriera o el bus de las siete apareciera, cualquiera de las dos opciones estaba bien. Sin embargo, cuando alzó la cabeza al escuchar el bocinazo, vio al Toyota negro y también vio como se le acercaba, dos segundos después lo tuvo encima. Sintió el golpe inicial y el posterior impacto contra el concreto, pero todo lo demás desapareció en un manto difuso.
Estaba muerto cuando los paramédicos llegaron al lugar una hora después.
Andrew arribó al hangar tres a las una de la mañana cuando el sol estaba en su pico más alto y cuando casi todos esperaban que aquel día fuera un día ajetreado. El gran Coloso había dicho que aquel día las muertes se contarían con cuatro dígitos y no parecía que estuviera equivocado. Andrew fue el 1006, pero detrás de él ya le seguían otros diez.
Fana se asomó por el borde del hangar y echó una mirada al precipicio azul que se extendía por debajo de sus pies. Ya habían pasado dos mil años desde la gran devastación y cada vez más el cielo se alejaba de la tierra como si fuera impulsada por una fuerza que escapara de su imaginación. Algún día la tierra se alejaría lo suficiente como para que ninguna alma lograra alcanzar el Nirvana.
Fana giró sobre sus talones, dirigiendo su mirada a la capsula que yacía sobre la superficie metálica del hangar.
Andrew. 18 años. Un futuro prometedor. Muerto al ser aplastado por un vehículo, pulmones reventados. Una lástima. Andrew era un pívot y sobre él girarían los acontecimientos que cambiarían el mundo. Ahora eso era imposible.
Andrew murió.
Fana lamentó este hecho. Acarició el cristal de la capsula tiernamente, viendo como las infinitas posibilidades del chico se reducían cada vez más a cero. Muy pronto moriría del todo y sería uno más del montón que alimentaría a los grandes motores que movían al Nirvana. Su existencia desaparecería y no habría nada ni nadie que lo recordara, excepto Fana, claro. Lo había visto nacer, crecer. Ella lo había escogido de entre los infinitos individuos que pululaban en el Balhaban, había visto su fortaleza y sus debilidades. Andrew hubiera sido un excelente pívot, su pívot.
Pero ahora estaba muerto.
Fana arrugó las cejas, cada vez más inconforme con los acontecimientos. Esto no tendría que haber pasado, no fue su culpa. Ella nunca movió los hilos demasiado, nunca lo puso al límite, nunca hizo que fuera consciente de sus propias facultares, nunca siquiera le mostró lo que podría haber sido. Así que no había razón para que el destino lo matara, no había razón…
Andrew no debía morir…!
Fana apretó los dientes y se puso de pie. El destino podría irse al carajo.
—¿Fana?
Se encaminó hacia la cámara principal haciendo caso omiso del llamado de su amiga. Apurando cada vez más el paso. Espantó a los guardias y siguió su camino con paso firme y enfurecido, pisando fuerte, haciendo ruido. La ira bordeaba los límites de su paciencia. Nadie tenía el derecho de arrebatarle lo que era suyo. Nadie, ni siquiera su padre.
Llegó a las enormes puertas de la cámara real y las azotó al entrar. Olorum estaba ahí, recargado sobre el brazo de su trono con una media sonrisa en la cara. Su sonrisa era insolente.
—¿Qué pasa, hija?
—¿Cómo te atreves a hacerme eso?
—¿A qué te refieres?
—Ni siquiera lo disimulas —dijo ella haciendo una mueca de asco. Su padre sonreía—. Me lo quitaste. ¡Me lo quitaste!
—Tranquila, hija. Hagamos las cosas de la forma adecuada. Existen protocolos. Soy tu rey.
—¿Por qué lo hiciste, padre? Dímelo o haré que este lugar se caiga a pedazos. Eso lo juro.
—Estás ofuscada, hija. Hablemos después.
—¡Dímelo!
El suelo tembló y también lo hicieron los objetos que flotaban. Si hubieran estado en el exterior habrían visto como todo Nirvana se inclinaba algunos grados hacia la izquierda, muy peligrosamente al borde del colapso.
Fana no bromeaba y así lo hizo saber. Olorum perdió la sonrisa y se incorporó. No del todo, desde que había cumplido los 6 mil años había perdido el porte de un dios, ahora parecía un anciano con un terrible aspecto mortal. Sin embargo, sus ojos no habían perdido la vitalidad, y tampoco sus poderes.
—¿Hacer qué? ¿Mi trabajo? Un pívot así de grande es peligroso, demasiado arriesgado, demasiado influyente. Lo maté antes de que hiciera estragos en su mundo.
—Lo creé yo, lo último que haría seria que contraviniera el equilibrio de su mundo.
—Es un pívot, hija, para eso está diseñado.
—¡Pero no el mío!
Fana pisó fuerte, haciendo temblar el suelo. Los objetos se movieron de su sitio y algunos cayeron sobre el metal del piso. Un jarrón se volcó y vertió su contenido sobre algunos documentos de la mesa.
Los ojos de Fana brillaron de un peligroso azul intenso. La magia brotó de sus dedos y algo acuoso y transparente comenzó a alzarla del suelo.
Olorum no se encogió y tampoco dio señales de miedo, y aunque sus dedos temblaban, estos se debían a la edad que tenía encima. Olorum nunca había sentido miedo, y si alguna vez lo tuvo, ya lo había olvidado. Sin embargo, algo parecido se apoderó de él: la prudencia. Fana podía hacer que todo Nirvana desapareciera en un solo parpadeo o en una prolongada y desastrosa explosión.
—Estás ofuscada, hija. Descansa y hablemos con más detalle después.
—No habrá un después.
—¿A qué te refieres?
—Era mío, padre. Mío.
—Tonterías, tienes la suficiente edad como para saber que nadie es dueño de nada. Incluso nosotros, dioses del Nirvana, no podemos controlar los hilos más allá de lo que se nos es permitido.
Fana se soltó, dejó de flotar y sus ojos dejaron de fosforecer, sin embargo, la magia aún brotada de sus dedos como hilos de luz.
—Es gracioso que algo así provenga de alguien como tú, padre. El único rey en toda la historia del Nirvana que se reúsa a engendrar un heredero.
—Cállate.
—Sí, lo sé. No tenemos la autoridad y el poder de aferrarnos a las cosas. Incluso tú, padre.
—¡Lárgate! Ve a llorarle a tu madre. Ve y dile que cualquier cosa que planee, lo veré venir antes, mucho antes.
—Era mío, no tenías ese derecho.
—¡Ve, maldita sea! ¡Ve!
Fana se giró con lentitud, tomándose su tiempo para salir.
Deshizo sus pasos con la misma velocidad con las que lo hizo, caminó con rapidez, sin echarse a correr.
Recorrió la distancia hasta la capsula y se recargó sobre él. Viendo el rostro de lo que le pertenecía, a su creación, a su pívot. Una tierna sonrisa apareció en sus labios. No dejaría que muriera.
Su padre estaba equivocado. Su pívot no era como otros, ella lo había creado cuidosamente, con delicadeza, con sutiliza, con inteligencia, lo había hecho perfecto, no había nada que no conociera de él. Y sabía la verdad: Su pívot era único en el mundo.
Fana se apartó el pelo de la cara y se lo amaró en una coleta. Alargó las manos, hundiéndolas en el cristal de la capsula, alcanzando a tocar el rostro de su pívot. Magia azul comenzó a brotar de sus dedos.
—Fana, ¡¿qué haces?!
—Vete, Limet. No quiero tenerte aquí cuando las cosas se pongan feas.
—¿Irme? ¿A dónde? ¿y qué es lo que harás?
Fana dejó de prestarla atención.
Andrew moría. Los últimos hilos de su destino desaparecían, sus múltiples posibilidades habían pasado a ser pocas, muy pocas. Fana arrugó las cejas, estudiando cada una de ellas. Ninguna de ellas la convencían, pero dadas las circunstancias, debía alegrarse de que aún las tuviera.
Fana vio una posibilidad, no era la ideal, pero tampoco era tan mala, Andrew viviría. Una fina y radiante sonrisa asomó a sus labios y cuando hizo uso de su magia, su risa aún podía escucharse en esa blancura que lo borraba todo.
El Nirvana giró sobre su punto de gravedad, se combó y se contrajo a sí misma en una bola más diminuta que el ojo humano. Y explotó…
Entonces el cielo de Orum se tiñó de rojo…
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