Orum - 01
El Devorador de sombras abrió los ojos y lo primero que vio fue un cielo que se deshacía en llamas. Parpadeó, despertando de una extraña duermevela. Tuvo, por algunos momentos, la inquietante sensación de no estar en el lugar al que pertenecía. Pero la sensación duró poco y al instante siguiente recordó a aquel cielo rojo al que tanto había visto cuando era niño.
Orum. El mundo Selta. 22 años atrás alguien había jugado con poderosas magias y había creado aquellas flamas que devoraban el cielo lentamente. El Devorador no había visto la devastación, sin embargo, había escuchado voces, mitos, historias que contaban lo que había ocurrido aquellos días. Ninguna de ellas era alentadora.
Se incorporó y sintió una ventisca de aire helado. La noche había caído y el bosque circundante se confundía en la oscuridad. Alguien había prendido una fogata y no recordaba haberlo hecho él, y tampoco recordaba haberse echado a dormir. Acontecimientos extraños, sus recuerdos eran erráticos. Con un frio presentimiento se llevó la mano al cinto y palpó el lugar donde llevaba su daga. No encontró nada. Buscó su espada y la encontró ensillada en su caballo.
Una oleada de pánico recorrió su cuerpo. Se puso en alerta, tensando los músculos del cuerpo. Maximizó sus sentidos.
Intentó recordar, reordenar los acontecimientos que lo habían llevado a aquel lugar, pero antes de poder recordar algo, escuchó el quiebre de una rama. Se giró a la velocidad de un animal al acecho.
Desde las sombras surgió la figura de una mujer de contextura pequeña, iba envuelta en una túnica negra que descendía hasta sus piernas. En los brazos llevaba una cacerola de metal. Pareció sorprenderse al verlo ahí parado.
—¿Qué sucede? —dijo ella. Su voz era pequeña, apenas audible, pero el Devorador lo oyó claramente.
Recordó aquella voz y recordó a la mujer a la que pertenecía. Siomon, su mujer. Había caído la noche y ella había salido a por un poco de agua mientras él se afanaba en hacer el fuego. ¿Cómo lo había olvidado?
Ella notó su mirada confusa.
—¿Sucedió otra vez? —preguntó ella, preocupada.
El Devorador no supo que responder. Relajó su postura y se obligó a sentarse. Acontecimientos extraños.
Siomon soltó la cacerola y se acercó a él. Le cogió del rostro, lo que fuera que vio no pareció agradarle. Siomon. ¿cómo la había conocido? No recordaba.
—No te preocupes —dijo ella con voz suave, adornó a sus labios con una sonrisa pequeña—. Sucede a menudo. Es la oscuridad, es demasiada, te agobia, pierdes el sentido y la ubicación. Pero ya pasará, no temas.
—¿Quién eres?
—Siomon. No temas.
—¿Por qué estoy aquí?
—Es la noche roja, ella te llama. No puedes evitarlo.
El Devorador miró el rostro de la mujer. Pequeño y delicado, pálido; hebras grises, como el algodón; ojos grises. Una hechicera.
—Eres una hechicera. ¿Por qué estás conmigo?
Ella lo miró unos instantes con cierto aire divertido. Rompió a reír.
—Sigo tus pasos. Mi obligación es estar a tu lado.
—Mi Bashana.
Siomon se sonrojó levemente.
—¿Eso lo has recordado o simplemente lo has adivinado?
El Devorador no respondió. Los recuerdos se agolparon en su mente como una avalancha de nieve, llenándola; sintió nacer una arcada y la soportó.
Miró a Siomon, esta vez recordándola plenamente.
—Ahora estoy bien —dijo.
Y lo estaba, recordaba todo o gran parte. El por qué había caído inconsciente todavía era una nebulosa confusa, recordaba que le habían atacado engendros de la noche, pero hasta ahí.
Siomon lo miró unos instantes antes de asentir con firmeza, lo que fuera que haya encontrado en su expresión, pareció complacerla.
—Estás de vuelta —dijo—. Por un momento pensé que te había perdido.
—Eso jamás podría ocurrirme. No soy tan débil.
—Sin embargo, dejas que un poco de oscuridad te agobie.
—No fui yo, creo que alguien me ha atacado.
Siomon no parpadeó.
—Logré detenerlos, pero se han llevado mi daga. Quizá fueran engendros, unos muy rápidos.
—¿Estás seguro?
—No me crees.
Siomón negó con la cabeza.
—Sí lo hago. Lo que me cuesta es aceptar que tienes razón. No creí que nos siguieran hasta este lugar. Es una buena y mala noticia.
—Un engendro nunca es una buena noticia.
—Lo es cuando son capaces de llegar a este lugar. Eso quiere decir que están desesperados.
—Sonríes como si esto fuera divertido.
Siomón río y se cubrió el cabello con la túnica que llevaba al hombro. Escondió gran parte de su cabello, pero no así sus ojos, estos eran visibles en la oscuridad, como dos lunas en un cielo oscuro. El Devorador temía a aquellos ojos y su fulgor azul. No eran humanos.
Se puso de pie, balanceándose de un lado a otro para probar la fortaleza de sus piernas. Agitó los brazos, nada grave. Miró al cielo. La noche aún era joven. Fue a su caballo y descolgó su espada. Sonrió de satisfacción cuando sintió su peso en la palma de sus manos.
—¿Qué haces? —dijo Siomon.
—Necesito mi daga.
—¿Lo irás a recuperar? —Parecía perpleja.
—Es un insulto que alguien me haya quitado mi daga, necesito resarcir mi honor.
—Eso si es una tontería. Esta vez no caerás inconsciente, sino que te matarán.
El Devorador se encogió de hombros. La muerte llegaba a todos los hombres, tarde o temprano. Lo importante era el cómo.
Se puso la correa al cinto.
—No lo hagas —dijo Siomon con un extraño tono de advertencia—. Los riesgos innecesarios son tontos.
—El honor es importante. Además, necesito mi daga, no puedo cazar sin él.
—Te compraré otra si tanto la necesitas, una mejor.
El Devorador se irguió inconscientemente, ofendido.
—Fingiré no haber escuchado eso —dijo con más brusquedad de la que esperaba.
Siomon arrugó las cejas, enojada. Apartó el rostro y se alejó a grandes zancadas, recuperó la cacerola del suelo y la colocó al fuego sin cuidado, levantando briznas.
—Claro. Vete. Ve a recuperar esa estúpida daga y déjame sola.
—Entonces iré.
—Claro. Largo.
Se giró hacía la zona del camino donde creía que había huido el engendro. Se detuvo inesperadamente, indeciso.
Conocía el poder de una hechicera, había escuchado de ellas y de su fama, las había visto actuar. Pero costaba imaginarse que una mujer tan delicada como ella albergara tanto poder en su interior, después de todo, por fuera no lucía sino como una simple mujer, a excepción de sus ojos.
Consideró la posibilidad de quedarse, pero rápidamente desechó la idea. Era su mujer, su Bashala, y confiaba en que podía defenderse ella sola.
Saltó de su lugar y se internó en la oscuridad.
No fueron lejos, nunca en realidad iban lejos. Simplemente huían y se escondían en lugares de difícil acceso y esperaban la llegada del sol para desaparecer. No tenían la necesidad de huir grandes distancias, nadie iba a por ellos.
Así que fue fácil ubicarlos. Estaban escondidos a la sombra de un gran árbol, entre los matorrales, quietos como una extensión del suelo. Cualquiera que no tuviera un ojo entrenado no hubiera podido verlos, cosa que no sucedía con el Devorador.
Se agachó y avanzó con sigilo, tratando de no levantar ruido. No intentaba sorprenderlos, pero al menos quería tenerlos cerca al comenzar su ataque.
Al acercarse lo suficiente comprobó que eran tres, machos y con el pelaje negro. Uno de ellos sostenía una daga larga en una mano. Su daga. El Devorador sonrió y su sonrisa fue amplia y casi animal. Avanzó con sigilo hasta tenerlos a veinte pasos, fijando su mirada en el engendro que sostenía su daga.
Sin embargo, no tardarían en notarlo.
Uno de ellos alzó la nariz y olisqueó el aire. Saltó de su sitio y dio un grito animal. Los dos restantes sacaron sus propias espadas.
—Podemos olerte, Botas Negras —dijo el de la daga, parecía ser el que estaba al mando.
—Sí, tu olor apesta.
—Apesta a mierda muerta.
El Devorador avanzó algunos pasos más y se irguió, haciéndose visible a la poca luz que se filtraba de entre las hojas de los altos árboles. Desenfundó su espada con estudiada desenvoltura.
—Muestras tu metal como un perro muestra sus dientes —dijo el jefe—. Como un animal.
—Sí, un animal muerto.
—Un animal apestoso.
El Devorador inspeccionó el entorno, prestando atención a las zonas más oscuras. Vio moverse a las hojas.
—No debieron haberme quitado la daga —dijo, acercándose con prudencia. No confiaba que aquellos fueron los únicos. Recientemente los engendros se movían en grupos de diez—. Fue una mala decisión.
—Siempre da placer echarle a perder el buen humor a un Botas Negras —el engendro miró a la daga que sostenía—. Una buena daga de metal blanco debo decir, demasiada fina para pertenecer a las manos humanas.
El Devorador se acercó un paso más. Los engendros no retrocedieron, pero se pusieron tensos. El jefe sonrió con dientes amarillos y agitó la daga.
—Buena hoja —dijo—. La utilizaré para cortarte el cuello.
—Cortarte el cuello —susurró otro.
El Devorador sonrió, acercándose aún más.
—Lo intentarás, pero no podrás —dijo—. ¿A cuántos de ustedes maté antes de que huyeran? ¿dos? ¿Tres? ¿quizá siete?
—Tres. Uno murió por su propia estupidez, incluso entre nuestra raza la estupidez no se nos es indiferente.
—Sólo veo que quedan cinco de ustedes.
—Seis en realidad. Uno está de camino a esa tu fogata. Va por la bruja.
El Devorador miró al engendro intensamente, intentando discernir si lo que decía era cierto o era un simple farol.
—Dicen que los engendros no mienten nunca —dijo—. Es lo que se dice en las grandes ciudades, pero esa es una completa mierda.
El engendro rio.
—Miento o no miento. ¿Cuál puede ser?
—Lo descubriré cuando acabe con ustedes.
—Para entonces ya será tarde, Botas Negras.
El Devorador pateó el suelo y saltó en dirección contraria al jefe, y dio un tajo ciego a una sombra oscura que se cernía sobre él. Sintió que cortaba algo. El grito agónico de un engendro sonó a solo centímetros de su cara. Un bulto pesado cayó delante de él, haciéndose cada vez más visible a los ojos hasta adoptar un color marrón. El engendro convulsionó. Finalmente se quedó inerte. No tardaría en desaparecer sin dejar rastro.
—Sólo quedamos cuatro, supongo —dijo el jefe.
—Escucho a doce de ustedes, engendro —dijo el Devorador perdiendo el buen ánimo de la cacería—. ¿Quién los ha enviado a matarme?
El engendro rio.
—Eres demasiado orgulloso como para suponer que interesas demasiado a alguien. Pero no te puedo culpar, eres un Botas Negras.
—Ya basta de llamarme así.
El engendró acentuó la sonrisa y los miembros restantes se carcajearon. El Devorador escuchó susurros de los alrededores, posiblemente había incluso más de doce engendros repartidos por los alrededores. ¿Esto había sido una trampa o simplemente había sido imprudente? No era la primera vez que salía mal parado debido a su propia imprudencia. Era demasiado orgulloso.
—¿Entonces cómo debo llamarte, Botas Negras?
—No tengo nombre.
—¿Y eso no te parece extraño? Todos los Botas Negras que conozco tienen un nombre, todos los humanos tienen un nombre, hasta los perros tienen un jodido nombre. ¿Por qué tu no?
El Devorador arqueó las cejas, sintió nacer el miedo en su interior. Un nombre. No recordaba haber tenido uno nunca. Pero eso era imposible, todos tenían un nombre, incluso entre su gente.
—¿Qué pasa, Botas Negras? ¿Tus recuerdos son confusos?
—Cállate.
El Devorador alzó su espada, furioso. Intentaban confundirlo, distraerlo, ganar tiempo mientras iban a por Siomon.
—Claro —dijo el jefe tranquilamente, la cara pétrea—. No esperaba otra reacción.
—Matémoslo ya —dijo otro—. Matémoslo antes de que esté demasiado influenciado.
El jefe hizo un gesto de desdén y avanzó un paso, entrando a la zona de alcance de su espada.
—Es difícil matar a un Botas Negras —dijo—. Siempre lo ha sido, su fama de duros les precede. Es por eso que nos sorprendió encontrarte al lado de esa bruja. ¿Sabes en realidad quien es ella y lo que ha hecho contigo?
—Ya basta.
—A utilizado su magia contigo. Te ha robado tu nombre y eso es casi como robarte el alma.
—Cállate.
El Devorador atacó, pero el engendró se disolvió en el aire. El Devorador no se inmutó y giró el cuerpo, azotando la espada en otro engendro, su espada dio con algo blando, tocó hueso y se liberó con un sonido acuoso. La cabeza de un engendro rodó sobre el pasto. Era una noche oscura, perfecta para que un Devorador actuara a sus anchas. Sus ojos negros brillaron de un rojo fosforescente y desearon sangre.
—¡Ataquen, malditos perros! ¡Atáquenlo incluso si tienen que morir!
El Devorador guardó distancia, el preámbulo de su ataque. Evaluó la situación y saltó. Atacó a cada sombra que se cernía sobre él con una velocidad que sorprendió a los engendros. Blandió su espada.
No, no tenía nombre. Tampoco lo necesitaba, un Devorador no tenía un nombre. Los perros tenían un nombre, un lobo jamás. Los Botas Negras tenían un nombre, un Devorador jamás. Si alguna vez lo tuvo, ya no importaba.
Blandió su espada y se movió como había sido entrenado. No fue el mejor de su gremio, pero nunca había perdido una pelea que estuvo seguro de ganarla. Sus brazos eran fuertes, agiles; su cuerpo se movía exactamente cómo quería. Su espada era la extensión de su mano y se movía casi con vida propia, alcanzando ahí donde su mano no lograba llegar. Fue un Botas Negras adiestrado para ser el mejor de entre sus hermanos, sin embargo, ya no era un Botas Negras integro: era el Devorador de sombras.
No tomó mucho tiempo y tampoco mucho esfuerzo. El Devorador bajó su espada, e inspeccionó el lugar, aguzando los oídos a cualquier sonido innatural. Olisqueó el aire en busca de magia. No escuchó nada extraño. Se agachó a ver al único engendro que quedaba con vida.
—¡Maldito, Botas Negras! ¡ojalá te pudras en lo más profundo! —logró decir el engendro a pesar de tener un tajo en la garganta.
—No debiste haberme quitado la daga.
El engendró lo miró por algunos momentos, como si no creyera lo que había escuchado, pero al instante siguiente estalló en una risa demencial.
—Siento lastima de ti, Devorador —dijo entre risas—. Estas sometido hasta los tuétanos.
El Devorador enterró su daga en el vientre del engendro, se demoró en sacarlo. El engendro dio un grito agónico y maldijo en su propio idioma. Sangre espesa y verde oscura comenzó a manar a choros desde la herida. Los jefes siempre solían morir lentamente.
—Nosotros, los elegidos, deseamos incluso la muerte antes de ser sometidos al dominio de una bruja, antes de que rompan los hilos de nuestro destino —dijo—. No hay peor humillación para un viviente.
—Hablas demasiado para alguien que se está muriendo.
—Sí, Devorador. Pero tu muerte será más lenta que la mía, y más dolorosa —rio—. Las brujas jamás dejan vivir por mucho tiempo a sus sometidos.
El Devorador se giró para marcharse. Más tarde o temprano, el engendro moriría irremediablemente.
—¿Quieres escuchar un secreto, Devorador?
—¿Me dirás quién me sigue?
—No, algo mucho mejor —apuntó con una mano temblorosa a la daga—. Esa daga me la entregaste tú, nunca te la arrebaté.
El Devorador arqueó las cejas, no recordaba los momentos antes de que se desmayara en la fogata así que no tenía recuerdos para corroborar lo que decía.
—Nunca te atacamos, nunca atacaríamos a un Botas Negras si no quisiéramos morir. Somos prudentes y nuestra misión era esa bruja, es ella a la que queremos, no a ti.
—¿Por qué?
—“Por qué”, dices. La pregunta correcta es por qué intentaste alejarte de una daga de hoja blanca, uno de los objetos que sería capaz de matar a una bruja.
—¿Qué intentas decir?
El engendró tosió.
—Nunca te alejes de esa daga y quizá sobrevivas —dijo—. Quizá recuerdes tu verdadero nombre.
El engendro murió. Su muerte no fue ni placentera y ni silenciosa, después de decir aquellas palabras comenzó a convulsionar. El Devorador ignoraba lo que sucedía con ellos, pero siempre sucedía, siempre convulsionaban y luego desaparecían.
El Devorador se alejó de aquel lugar. Tenía en la mano la daga, no se lo había puesto al cinto por alguna extraña razón. Tenía las palabras del engendro firmemente clavadas en la mente. Palabras confusas. No creía que llegaría a una conclusión esa noche. Se limpió las manos en un arroyo e hizo su camino de retorno.
Llegó a la fogata y encontró a Siomon removiendo el contenido de la olla con una rama seca. Estaba muy cerca al fuego y sus ojos azules estaban coloreados de tintes amarillos.
—Recuérdame que debo comprar un cucharón en el próximo pueblo que paremos —dijo ella, vio la daga que tenía en la mano—. La recuperaste.
—Los alcancé. Hubo muchos.
—Eso no fue problema para ti, supongo —ella miró la daga con ojos intensos. El Devorador vio miedo en ellos.
—Lo guardaré, es mío. Es muy importante para mí.
—Podría haberte comprado otra más bonita, esa parece tan filosa que podrías cortarte con solo verla.
—Es por eso que la mantengo.
—Que miedo.
El Devorador pensó en lo que dijo el engendro.
—No tengo un nombre —dijo. Nunca se le había pasado por la cabeza esconder este hecho—. No lo había pensado hasta ahora.
Siomon parpadeó, visiblemente sorprendida. Rio divertida.
—Claro que no tienes un nombre, tonto. Los Devoradores no tienen nombre.
Ahora recordaba, claro. Él se lo había entregado. Su nombre.
Siomon no era una persona normal, era una hechicera y él iba con ella, protegiéndola como un Botas Negras protege a su Bashala. Había perdido su nombre para convertirse en un Devorador. Lo sabía con certeza: Siomon había usado su magia de dominio sobre él y ella había dejado que portara su daga plateada como una muestra de confianza, un acto de fe: el único objeto que podría matarla.
Entonces por qué había intentado deshacerse de su daga. ¿O es que el engendro mentía? Palabras extrañas. Agitó la cabeza, la noche volvía a agobiarlo.
—Ya quiero que amanezca —dijo.
—Tranquilo. Lo hará pronto.
Volvió al fuego y se acostó muy cerca para darse calor. Mientras veía las llamas, se dejó llevar por el sueño.
Soñó con cosas extrañas, con un cielo azul, con un mundo hecho de piedra y personas extrañas. Soñó que moría cuando una bestia de metal se cernía sobre él. Como siempre ocurría, las olvidaba nada más despertar.
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