Shin Bocho-Man | El precio de desafiar a Dios: Un hombre atrapado entre la carne y el acero - 01
El sol se desvanecía lentamente en el horizonte, tiñendo el cielo de un suave tono naranja, mientras un manto de calma se desplegaba sobre la ciudad. Desde lo alto de un edificio, la figura de un guerrero de metal se erguía, observando el mundo con una tranquilidad sobrehumana. El viento levantaba suavemente la capa metálica que cubría su espalda, reflejando la luz del atardecer en destellos que brillaban como una aurora de fuego.
El guerrero, inmóvil, se tomó un momento para observar sus manos. Sus dedos, cubiertos por la armadura, se movieron lentamente, como si exploraran la piel que ya no sentía, pero que de alguna manera aún podía reconocer. La quietud de su postura era perfecta, una figura de fuerza y calma en medio de la vasta ciudad que parecía nunca detenerse.
Y entonces, en susurro, como si hablara consigo mismo, pronunció las palabras que marcaban el final de su proceso, de su aceptación:
—Ahora… esto es lo que soy.
Las palabras, aunque dichas en solitario, resonaban en el aire como una declaración de certeza. El guerrero continuó observando, su mirada fija en las luces lejanas que comenzaban a encenderse por toda la ciudad. En ese instante, la atmósfera se volvió densa, cargada de una pesadez que no tenía lugar en el mundo que lo rodeaba.
Años atrás…
En un barrio humilde, donde las fachadas eran sencillas pero los corazones grandes, vivía una familia cuyo mayor tesoro no se medía en objetos, sino en sonrisas compartidas. Akira, con apenas ocho años, era el menor de la casa, un niño de mirada viva y manos siempre manchadas de colores. No necesitaba mucho para ser feliz: el calor del sol acariciándole los hombros, la textura rugosa del pavimento donde pasaba horas de rodillas, y el pequeño universo que creaba con sus tizas gastadas.
Aquella tarde, el cielo ardía en tonos de fuego: naranjas intensos, rosas suaves y dorados que parecían haberse derramado desde el corazón del sol. Akira dibujaba sin descanso en el patio de su casa, concentrado como si el mundo dependiera de cada trazo. Sus héroes, gigantes con armaduras brillantes y ojos encendidos, cobraban vida sobre el cemento. Entre ellos, siempre se repetía una figura: una joven de cabellera larga surcando los cielos como un cometa, su hermana, Aimi.
—Ese brazo está muy corto —comentó ella con una sonrisa, agachándose junto a él.
—¡Es un brazo robótico! ¡Así puede lanzar cohetes! —protestó Akira, con el ceño fruncido y los dedos manchados de azul.
—Entonces… está perfecto, artista loco.
Aimi tenía diecisiete años, pero Akira la veía como alguien más allá de la edad. Era su escudo, su risa, su cómplice de aventuras. Le enseñaba a cantar, le corregía los dibujos, le hablaba de cosas grandes que aún no entendía, pero que escuchaba con fascinación. En su mundo, Aimi era más que una hermana: era su heroína.
El día más esperado se acercaba. Su cumpleaños número dieciocho. Para celebrarlo, la familia había planeado una salida especial: un viaje a la playa. El auto estaba cargado de bocadillos, sombrillas, pelotas inflables y entusiasmo. El viaje fue largo, pero alegre. Rieron, jugaron con las olas, construyeron castillos de arena. Hasta el viento parecía celebrar con ellos.
Al caer la noche, Akira y Aimi se quedaron dormidos en el asiento trasero, exhaustos. El padre tomó el volante de regreso mientras la madre, vigilante, le hablaba sobre el reporte de tráfico y un posible cierre en la carretera por un toque de queda. El padre desvió el trayecto, seguro de que podía evitar problemas.
Las horas pasaban lentamente, y la carretera se tornaba cada vez más solitaria.
Entonces, un estruendo.
Una de las llantas reventó al pisar algo oculto bajo la oscuridad del asfalto. El auto se sacudió violentamente antes de detenerse. Akira despertó desorientado, mientras su padre murmuraba entre dientes y salía a revisar. La madre intentó tranquilizarlos, pero Aimi, curiosa, bajó con Akira para estirar las piernas. Él, inquieto, señaló una colina junto a la carretera. Quería subir.
—Solo un minuto —prometió Aimi, sonriendo a su madre—. Está emocionado, déjalo mirar las estrellas.
La cima era baja, y desde allí el mundo parecía detenido. El cielo era un mar oscuro salpicado de puntos brillantes, y Akira, con ojos llenos de asombro, preguntaba si alguna estrella era una nave espacial.
—A veces pienso que podríamos volar lejos —susurró Aimi—. Ser libres, como los héroes de tus dibujos.
Fue su última conversación.
—¡Aimi! ¿Puedes ayudarme con la cámara? —gritó la madre desde abajo.
Aimi asintió, bajando la colina con pasos tranquilos. Akira la observó alejarse… hasta que el suelo tembló.
Un rugido, profundo como si brotara de las entrañas de la tierra, rasgó el aire. Una explosión de polvo y luz iluminó el camino. Akira se quedó helado, los ojos muy abiertos. Desde la colina, vio lo imposible.
Dos figuras colosales se alzaban en la oscuridad. Guerreros. No eran hombres ni máquinas, eran algo más. Uno brillaba con energía azulada, radiante. El otro… era sombra pura. Su armadura era negra como el vacío, y sobre su casco, tres ojos ardían como brasas.
El Caballero Oscuro.
No había explicación. No hubo advertencia. Solo caos.
La figura oscura descendió con una velocidad inhumana hacia la carretera. Akira gritó, pero su voz se perdió entre el estruendo. Vio a su hermana correr hacia el auto. Vio a su madre extender la mano. Luego, el mundo explotó en una onda de fuego.
Akira cayó de espaldas. En su oído aún retumbaba la última palabra que Aimi gritó:
—¡AKIRA!
Cuando logró incorporarse, todo era humo. Y silencio.
Bajó la colina a trompicones, tropezando, con los ojos llenos de lágrimas y el corazón a punto de estallar. Cada paso era un golpe seco contra el suelo, como si el mundo mismo quisiera detenerlo. Al llegar a la carretera, lo envolvió un olor metálico, espeso, imposible de ignorar. Lo que encontró lo dejó sin alma.
Los cuerpos de sus padres yacían inmóviles sobre el asfalto. El parabrisas hecho trizas, las puertas retorcidas como si una fuerza sobrehumana las hubiera arrancado, y manchas oscuras de sangre extendiéndose lentamente como raíces de una pesadilla. Aimi, aún tibia, tenía los ojos entrecerrados, la expresión congelada entre el miedo y el amor. Un hilo de sangre surcaba su mentón, cayendo desde una herida apenas visible sobre su frente.
Akira se dejó caer de rodillas, temblando. Su cuerpo entero se negaba a aceptar lo que veían sus ojos.
—Despierta… por favor… no… —susurró, y luego lo repitió una y otra vez, con voz cada vez más rota, como si las palabras fueran un conjuro que pudiera despertarla.
La tomó entre sus brazos, con manos pequeñas que no sabían cómo sostener una vida que se desvanecía. La mecía suavemente, como lo hacía ella cuando él tenía miedo. Lloraba con una desesperación que partía el alma, un lamento seco, sin consuelo.
—No me dejes… Aimi… no me dejes solo…
La noche parecía contener la respiración.
Y entonces, al alzar la vista, lo vio.
Una figura alta, revestida de una armadura oscura que parecía absorber la luz misma, emergía entre la bruma. Estaba de pie entre el humo y los restos del caos, observándolo. Inmóvil. Inhumano. Era como una estatua surgida de una pesadilla. Tres ojos brillaban sobre su casco, alineados en vertical, ardiendo como brasas en medio del silencio.
Akira sintió cómo algo helado le recorría la espina dorsal. Su llanto cesó un instante, sustituido por un terror primitivo, inexplicable. La criatura no hizo un solo movimiento. No avanzó. No habló. Solo lo observaba… como si lo hubiera estado esperando.
Akira sostuvo la mirada apenas unos segundos. Parpadeó, y cuando bajó los ojos al rostro pálido de su hermana, su cuerpo tembló.
—Lo siento… Aimi…
Cuando volvió a levantar la vista, la figura ya no estaba.
No hubo sonido, ni rastro. Solo el humo disipándose con el viento.
Akira no volvió a ser el mismo.
Las sirenas llegaron mucho después, como si el tiempo se hubiera congelado. Luces azules y rojas danzaron en la noche mientras paramédicos corrían hacia los restos del auto. Alguien gritó. Otro lloraba. Los adultos hablaban entre sí con voces rápidas, apagadas.
Pero Akira no escuchaba nada. No sentía nada.
Una enfermera intentó separarlo del cuerpo de Aimi, pero él se aferró con fuerza, como si su contacto pudiera detener la muerte. Lo rodearon médicos, uniformados, voces que hablaban de shock, trauma, intervención urgente… pero todo era ruido lejano, como si ya no perteneciera al mismo plano que ellos.
Sus párpados comenzaron a caer, pesados como piedra.
Y antes de perder el sentido, solo tuvo un pensamiento, repetido en el fondo de su mente como una oración quebrada:
Que esto no sea real… que despierte y Aimi me esté molestando por el brazo robótico mal dibujado… que mi mamá esté preparando té… que mi papá…
Pero no despertó de esa pesadilla.
Porque no era un sueño.
Esa noche, Akira no solo perdió a su familia. Esa noche nació su silencio.
Y con él, un fuego que jamás dejaría de arder en su interior.
Tiempo después.
La ciudad respiraba luces artificiales y sombras densas como el concreto que la sostenía. Las calles vibraban con el zumbido constante de los neones, pero ninguno de esos destellos lograba disipar la oscuridad que se ocultaba entre los callejones. Un enjambre de automóviles avanzaba sin pausa, sus motores rugiendo como una bestia insaciable. Pantallas gigantes proyectaban noticias en un bucle infinito: crisis económica, conflictos territoriales, corporaciones envueltas en escándalos, nuevas pandemias acechando en laboratorios, gobiernos al borde del colapso. Pero la multitud no se detenía. Los titulares cambiaban, los rostros de los presentadores variaban, pero el ciclo se repetía. Indiferencia envuelta en rutina.
En medio de esa jungla urbana, un joven de andar desganado deambulaba como un espectro. Se llamaba Akira.
Sus pasos, errantes y pesados, se perdían entre el murmullo de una ciudad que no lo veía. Pasó junto a ejecutivos con trajes relucientes que dictaban el destino de otros desde sus teléfonos. Junto a vendedores callejeros que arrastraban el día con lo justo para no rendirse. Junto a parejas que reían como si el mundo aún pudiera ofrecerles algo.
Y él ahí, solo. Invisible.
Cada rincón era un recordatorio cruel de lo que no tenía: ni un hogar, ni una familia, ni un motivo para despertar al día siguiente. Los cafés iluminados, los apartamentos con luces cálidas, las voces compartiendo historias… todo eso le pertenecía a alguien más.
En su pecho, no había más que un hueco. Uno que había aprendido a cargar con resignación. Porque el vacío, cuando se vuelve parte de ti, deja de doler y empieza a definirte.
Al cruzar una avenida, una pantalla gigante reflejó su silueta. Por un instante, se vio ahí, recortado entre colores brillantes y anuncios artificiales. Se detuvo. Observó las noticias: violencia, corrupción, guerras en rincones lejanos. Luego miró a su alrededor. Nadie se inmutaba. Nadie reaccionaba. El mundo ardía, y la gente seguía como si nada.
—Quizá la indiferencia es la única manera de sobrevivir aquí —murmuró sin voz.
Pero Akira no era indiferente. Solo estaba harto. Harto de desconfiar siempre, de mirar a todos esperando una traición, de cerrar el puño cuando alguien se le acercaba demasiado. No siempre fue así, pero algo en él se había quebrado hace tiempo, y ya no recordaba cómo era antes.
Se detestaba a ratos. Por pensar cosas que no debía. Por ser un pervertido que intentaba ocultarse bajo capas de decencia. No lo decía en voz alta, claro. Nunca lo haría. Pero lo sabía. Y esa autoconciencia era una herida abierta, latente, que le ardía cada vez que pasaba junto a alguien que merecía más que su mirada.
Lo sabía. Sabía que estaba mal.
Y, por más contradictorio que fuera, quería cambiar. No sabía cómo. No sabía si podría. Pero quería dejar de ser ese tipo. Aunque solo fuera un poco.
Aunque solo fuera por un día.
Levantó la capucha sobre su cabeza y siguió caminando.
—¿Qué he hecho con mi vida? —murmuró para sí, tambaleándose, con la voz quebrada—. No tengo nada… ni siquiera un lugar al que llamar hogar.
La noche estaba envuelta en un silencio que dolía. Akira caminaba sin rumbo, con la mirada nublada y la mente ahogada en pensamientos rotos. Sentía que el mundo lo rechazaba, que no quedaba nada por lo cual seguir. No tenía familia, ni propósito, ni refugio al que regresar. Solo pasos erráticos por calles que no reconocía, como si hasta la ciudad lo hubiera olvidado.
El viento arrastraba papeles viejos por la acera, y el olor a humedad se mezclaba con restos de basura acumulada en las esquinas. Akira pasó frente a una tienda cerrada, sus vitrinas vacías reflejaban su silueta tambaleante. Por un momento, se detuvo y se observó. No reconocía al joven que lo miraba desde el vidrio.
Siguió caminando, lento, vencido. Sentía el peso del día —y de todos los anteriores— aplastándole los hombros. Una punzada de hambre en el estómago le recordó que no había comido nada desde la mañana. Pero no importaba. Ya no importaba nada.
Su cuerpo comenzaba a ceder al cansancio. Las piernas le temblaban. Apretó los labios, tragó saliva, y cerró los ojos un instante. El ruido lejano de un motor acelerando fue lo único que lo sacó de su ensimismamiento. Pero no reaccionó de inmediato.
Tropezó. Una piedra suelta bajo su pie bastó para quebrar el poco equilibrio que le quedaba. Cayó de bruces sobre la acera, golpeando su codo y su mejilla contra el concreto frío. Gimió, no tanto de dolor físico, sino de rabia. De impotencia.
Entonces lo escuchó. El rugido de un motor.
Alzó la mirada, y sus ojos se abrieron con terror.
Demasiado tarde.
El impacto fue brutal. El cuerpo del joven salió volando como si no tuviera peso, rebotando contra el pavimento con un sonido seco y definitivo.
—¡Dios! ¡Le pegué a alguien! —gritó el conductor, pálido, deteniendo el auto de golpe.
En cuestión de minutos, la ambulancia llegó. Los paramédicos actuaron con urgencia.
—Sin identificación. Sin celular. Sin registros —dijo uno, revisando al joven malherido—. Sigue vivo, pero apenas.
Lo subieron y se lo llevaron. Era solo uno más entre tantos cuerpos recogidos esa noche.
Horas después, en una sala de hospital con luz mortecina, Akira permanecía inconsciente. El personal médico no sabía qué hacer.
—¿Otro sin nombre? —murmuró una enfermera.
—Sí. No tenemos historial, ni familiares. No se puede procesar —respondió el encargado de turno.
Afuera, la madrugada era espesa.
A las 2:43 a.m., varios vehículos negros sin placas se estacionaron tras el hospital. Bajaron hombres de traje oscuro, sin insignias visibles. Con ellos, caminaba un sujeto en bata gris, rostro inexpresivo, tableta en mano. Era un científico. No tenía identificación. No la necesitaba.
Entraron sin anunciarse.
—Somos de Botanex Corp. Vinimos por los sujetos —dijo uno de ellos, mostrando una hoja con nombres… todos en blanco.
El guardia tragó saliva. Llamó al médico responsable, que apareció en bata arrugada y mirada desconcertada.
—¿Quién autorizó esto?
El científico revisó la sala de observación a través del vidrio. Varias camillas, varios cuerpos inconscientes.
—Varones. Adolescentes. Sin datos, sin vínculos. Coinciden con el perfil.
—¿Qué perfil?
—El que ustedes firmaron. —El científico deslizó un documento confidencial, sellado, sobre el escritorio—. “Pacientes sin identificación serán cedidos para transferencia médica especial”. ¿No lo leyó?
El doctor guardó silencio.
Los agentes no esperaron respuesta. Entraron uno por uno, evaluando los cuerpos como productos en una línea de ensamblaje.
—Ese —señaló uno al ver a Akira—. Y ese. Ese no. Está demasiado dañado.
—Apúrate —ordenó otro—. Solo tenemos diez minutos antes del cambio de turno.
Uno de los sujetos abrió una camilla y comenzó a colocar los cuerpos seleccionados. Los movimientos eran precisos. Rutinarios.
Como si lo hubieran hecho cientos de veces.
—¿Van a reportarlo? —preguntó el médico, apenas audible.
El científico lo miró por primera vez.
—¿A quién? ¿A una familia que no existe? ¿A la prensa, que está comprada? No hay nada que reportar.
Y así, con la misma frialdad con la que llegaron, los hombres de Botanex Corp se retiraron, cargando cuerpos en silencio.
La puerta trasera se cerró sin ruido.
Las luces del pasillo parpadearon brevemente.
Y luego, nada.
Ninguno de los seleccionados volvió a ser visto jamás.
La oscuridad le apretaba el pecho, pero no era un sueño. Akira se despertó de golpe, con la respiración entrecortada. La luz blanca de los fluorescentes le golpeó los ojos como un castigo. El aire olía a alcohol, a metal… y a algo más. Algo que no debería estar ahí.
Estaba atado a una camilla quirúrgica.
Varias figuras con batas blancas se movían a su alrededor como sombras clínicas, sin alma. Una sensación de ardor le cruzó el abdomen, seguida por una punzada tan brutal que le arrancó un grito desgarrador.
—¿Dónde estoy? ¿Qué me están haciendo? —alcanzó a preguntar, con la voz gastada, como si viniera de muy lejos.
—Comencemos con la inserción del componente lateral —ordenó una voz firme y sin emociones.
El dolor aumentó. Un frío metálico le recorrió las entrañas, fusionándose con su carne como si su cuerpo estuviera siendo invadido, robado. Zumbidos de herramientas, presión, quemazón… cada segundo era una tortura. Como si lo desmontaran y volvieran a armar con piezas que no encajaban del todo.
—El Proyecto SHIN está en marcha —anunció el hombre con un dejo de orgullo—. A pesar de su estado, este sujeto muestra un potencial sorprendente.
Akira, atrapado en el dolor, solo alcanzaba a oír palabras sueltas. “Proyecto SHIN”. “Compatibilidad celular”. “Bio-armadura”.
Su conciencia empezó a desvanecerse, empujada por el agotamiento y el tormento. Y en ese límite entre el dolor y el olvido, lo único que pensó fue: ¿Qué me están convirtiendo… y qué haré si sobrevivo?
Cuando volvió a abrir los ojos, ya no estaba sobre la mesa fría.
Ni los cables, ni las luces blanquecinas del quirófano, ni las voces distorsionadas que lo atormentaban entre sueños.
Ahora, todo era silencio.
Estaba en una habitación minimalista. Las paredes eran lisas, el techo alto, el aire puro… demasiado puro. El suelo brillaba como si nadie lo hubiera pisado antes. Todo se sentía estéril.
Falso.
Nuevo.
Sobre una bandeja metálica, un plato de comida humeaba. Un guisado sencillo, pero caliente. El aroma golpeó su estómago vacío como una bofetada. Akira se incorporó lentamente, sintiendo un cuerpo que no era exactamente suyo. Las articulaciones respondían. Sus sentidos estaban despiertos, agudos.
Pero dentro… seguía siendo él. O eso creía.
—¿Dónde… estoy? —preguntó, su voz temblorosa, desconocida incluso para sí mismo.
La puerta se abrió con suavidad. Un hombre de bata blanca entró. Su rostro no llevaba cicatrices ni sonrisas. Era neutral, clínico. Como si lo hubieran diseñado para no provocar emociones.
Se sentó a su lado con una calma ensayada.
—Tranquilo, Akira. El accidente no fue provocado. Te encontramos en estado crítico. Lo que ves ahora es… un refugio.
Akira frunció el ceño. Quiso hablar, pero algo en su garganta le raspaba. La sensación era extraña, como si su cuerpo no respondiera del todo, pero tampoco doliera. Se miró las manos… más firmes, sin cicatrices, sin las marcas del trabajo forzado ni las heridas de callejón. Su piel, antes pálida y agrietada, ahora parecía limpia, incluso más joven.
El hombre lo notó.
—Sí, lo has notado… —dijo con una leve sonrisa profesional, casi orgullosa—. Estás como nuevo. Incluso reconstruimos tu cuerpo desde cero. Tus tejidos… tus células. En términos médicos, eres más joven que cuando te encontramos. ¿No te parece impresionante?
Akira tragó saliva, aún sin saber si sentirse agradecido, horrorizado… o simplemente confundido.
—¿Qué me hicieron?
El hombre bajó ligeramente la mirada, eligiendo sus palabras como si fueran bisturís.
—Te reconstruimos. Lo que llevas dentro es una bio-armadura experimental. Un sistema de combate, de regeneración… algo nuevo. Lo llamamos Proyecto SHIN.
SHIN.
¿»Nuevo»? ¿»Verdadero»? ¿»Corazón»?
A Akira le dolía hasta pensar en significados.
Cerró los ojos. No era solo miedo.
Era la sensación brutal de que su vida ya no le pertenecía. De que el pasado había quedado atrás… pero no por decisión suya. Como si lo hubieran borrado sin permiso.
—¿Y ahora qué soy?
—Un híbrido. Humano, pero mejorado. Tienes capacidades que otros no. Fuerza. Resistencia. Recuperación. Serás entrenado para comprenderlas, si lo deseas.
—¿Y si no quiero? —preguntó Akira, con voz tensa.
El doctor suspiró, cruzando las manos con calma.
—Entonces simplemente… te dejamos ir. Aunque francamente, ¿a dónde irías? —Hizo una pausa, inclinándose un poco hacia él—. Pero piénsalo bien, Akira. Tu cuerpo, en su estado actual, es un hito para nuestras investigaciones. Sería… poco razonable que te retires así como así.
Akira lo miró con desconfianza, pero el hombre continuó, sin perder la serenidad.
—Verás, estás involucrado en algo mucho más grande. Estamos desarrollando el Proyecto Dai-Shin-Ka, una iniciativa avanzada que busca rediseñar el concepto de lo humano. Y tú… tú resultaste ser el candidato ideal. Tu fisiología, tu resistencia… tu trauma. Todo encajó a la perfección.
El nombre resonó con un eco metálico en la habitación: Dai-Shin-Ka.
—¿Quién… está detrás de esto? —musitó Akira.
El doctor sonrió con un deje de orgullo.
—La corporación responsable se llama Botanex Corp. Tal vez algún día nos des las gracias.
Akira bajó la mirada.
Pensó en las calles que lo habían escupido.
En las noches bajo la lluvia, cubierto con cartones.
En las veces que había intentado dibujar algo y no pudo ni sostener un lápiz por el temblor de las manos.
En las personas que había perdido.
En las que nunca lo buscaron.
La soledad no le era extraña.
Pero sí… insoportable.
Frente a él, una proyección holográfica se encendió.
La armadura giraba lentamente en el aire, suspendida. Era elegante. Precisa. Fría. Un símbolo de algo que no comprendía, ni había pedido.
Akira la observó en silencio.
—Entonces… ¿esto es lo que soy ahora?
Se acercó otro científico. Más joven. Ojos amables, pero con una tristeza antigua detrás de la sonrisa.
—No —le dijo, sin titubear—. Eso es lo que llevas.
Lo que eres… todavía puedes decidirlo.
Akira apretó los puños.
Todavía puedes decidirlo…
Era una frase simple. Pero caló como una daga.
Pensó en todo lo que había sido.
Un niño roto. Un hermano culpable. Un hijo indeseado.
Un sobreviviente por inercia.
Pero ahora…
Aquí, en este lugar demasiado limpio, en esta cama demasiado blanca, con un cuerpo reparado como si fuera una máquina rota…
Tal vez tenía derecho a elegir quién quería ser.
Tal vez esta vez, no sería solo el chico del accidente.
Ni el error.
Podía ser algo más.
El nudo en su pecho no desapareció. Seguía ahí.
Pero por primera vez, no lo odiaba.
Porque ese nudo no era dolor.
Era algo más peligroso. Más tonto.
Más humano.
Y Akira, con los ojos aún húmedos, por primera vez en mucho tiempo, se permitió una idea absurda:
Tal vez esta vez… podría empezar de nuevo.
Tal vez esta vez… no tendría que huir de sí mismo.
No mucho después, bajo el cielo que empezaba a teñirse de tonos dorados, Akira se encontraba en lo alto de un edificio, solo, con el mundo a sus pies.
Ya no era el niño marcado por el pasado. Ni el adolescente perdido entre sombras. Era algo más. Algo reconstruido. Algo que no encajaba ni en la muerte… ni del todo en la vida.
Un pitido suave vibró en su oído.
[Objetivo confirmado: Interceptar grupo armado. Nivel de amenaza: Alto. Localización: Sector 7-E, depósito subterráneo de Botanex Corp.]
Akira cerró los puños con decisión. Su capa se agitó con fuerza. Por unos segundos, pareció dudar… pero solo fueron segundos.
—Robar de donde me crearon… Qué ironía.
Sus piernas comenzaron a cargarse con energía, placas mecánicas brillando con un fulgor azulado. Se inclinó hacia el borde del edificio, observando cómo los vehículos parecían insectos bajo él. Sintió el latido de su corazón —o del núcleo que ahora lo mantenía vivo— marcando el ritmo.
—Hora de probar de qué estoy hecho.
Sin más palabras, Akira dio un paso al vacío.
El aire silbó a su alrededor como una sinfonía de guerra. Cayó con velocidad devastadora, envuelto en el resplandor de su energía interna. Su silueta descendía como un cometa forjado en acero y dolor, directo hacia la oscuridad donde lo esperaban enemigos que aún no sabían que el infierno estaba por llegarles.
Y mientras se precipitaba, el cielo detrás de él se cerraba como un telón.
Así comenzaba su nueva vida
Comments for chapter "01"
QUE TE PARECIÓ?