Trance - 1
“Adela” repite Santino en su cabeza. “Adela”. Como si el nombre respondiera todas las preguntas y todos los misterios.
Desde sus dos mitades, separadas por un medio metro que se alarga lentamente, los intestinos del policía se trenzan y anudan y enroscan, y su cuerpo vuelve a unirse como un juguete que no termina de encajar. Arrastra consigo los restos de la cajera y de su madre.
—¿Vos quién sos? —sisea—. ¿De dónde venís? ¿Por qué? ¿Por qué no me querés dejar en paz? ¿Tanto me odiás? Sos como mamá vos. ¡Sos como mamá!
—No podría importarme menos cómo es tu mamá —le replica. Y, a Santino—: Dale, parate. No boludees. Nos vamos de acá.
El policía se lamenta:
—Yo estaba tan bien… Estaba feliz. Tenía un ladrón, tenía un villano. ¡Estaba feliz yo! ¿No éramos felices vos y yo, flaco?
—¿No éramos felices? —repite la cajera.
—Cómo vas a ser feliz con éste —La madre es un ceño de desprecio puro.
—Qué pena.
—Qué decepción.
—¡Callate! —ruge el policía—. ¡Callate, callate, callate, callate, callate!
La cajera cae.
—¡Siempre lo mismo con vos! ¡No te podés callar la boca!
El hombre cierra las manos sobre el cuello de su madre. Santino cree haber visto antes esta escena, espejada o reconvertida.
—¡Por vos se fue papá! ¡Por vos! ¡Por qué no sabés callarte la boca!
El rostro de la mujer, azulado y quieto, chasquea y acaba laxo, a un lado. Los ojos son cuencas rojas.
—Bueno —dice Adela—, esto se puso raro.
—La mató…
El policía jadea a través de una boca donde se mezclan la rabia y la alegría. Parece dominado por la misma incredulidad de Santino.
—Qué decepción.
Ambos miran al mismo tiempo, cuatro pares de ojos llevados por una única voz con un timbre caído, nasal. Donde antes estaba la cajera, la madre observa a su hijo, aún vistiendo el uniforme azulado del McDonald’s.
—Siempre una decepción vos —dice.
—Pero…
Ella suspira.
—¿En qué me equivoqué? ¿Qué hice mal para que salieras así?
Adela lo arrastra a Santino.
—Nos vamos. Ya. Esto se está poniendo más raro.
—Así —sigue la mujer—. Tan patético. Una cosa te sale mal y te derrumbás. Te ponés a llorar. ¿No pensás en levantarte? ¿Lo único que te sale es hacer berrinche? Como un bebé. Un bebé gordo de 40 años al que le tiembla el labio. Mirá. Mirate.
Inquieta, la boca del policía no permite una sola palabra. Mientras Adela lo levanta de un tirón y lo empuja repetidamente, Santino no puede evitar la lástima. “Este tipo me estuvo matando” piensa. “Sin piedad”. Pero verlo arrodillado, con la atención cada vez más líquida y huidiza, encogiéndose de a poco ante la voz nasal, supera cualquier rencor.
—Pobre —dice.
La chica no frena.
—¿Qué?
—Estoy seguro —sigue— de que él quería ser otra persona.
Santino tarda unos segundos en darse cuenta de que ya no lo está empujando. Adela lo estudia, de pie. Va a hablar. Incluso alarga un pequeño paso, como si lo que fuera a decir requiriera todo el cuerpo. Entonces se esparce. O a Santino le da la sensación de que se esparce. Algo como un frío. Peor: La ausencia de calor. Adela también lo siente. Santino lo ve en la parálisis repentina de su cuerpo.
—Mierda —dice—. Mierda, mierda.
—Qué decepción.
La voz ya no es la de la madre. Ya no es humana. Su rostro se ha convertido en una superficie lisa y negra. Completamente negra. Como el rostro de un muñeco removido meticulosamente.
—Un bebé —agrega. Parece hablar desde mil gargantas distintas, todas hundidas en un fondo lodoso e inalcanzable. Y flota. El resto que antes era la cajera, que antes era una mujer anciana, flota a más de un metro del suelo. Los aplausos se han vuelto más fuertes, y se funden en un eco doloroso.
Adela vuelve a empujarlo.
—Movete. ¡Movete ya! Nos vamos.
—¿Qué…? —Pero la urgencia con que ella arremete no lo deja pensar.
El policía alza la vista. Contempla aquella cara oscura como si vislumbrara algo hermoso dentro, algo significativo. Sus ojos, desmesurados, brillan.
—Mamá —susurra.
Primero, el contorno; luego el color de su ropa. Luego, su piel. Al final de unos instantes de desnudez, su sistema nervioso y sus órganos también desaparecen. Lo último que persiste es el brillo de los ojos, absorbido entonces hacia el interior de la negrura.
—¡Movete, pelotudo! ¡No te quedes parado!
Santino no consigue que sus piernas le hagan caso. Una angustia espantosa le muerde el pecho. La figura flota aún.
—¿Qué carajo es eso? —sisea Santino.
Los aplausos amortiguan su sonido. Como si se alejaran. Como si dejaran de importar, de a poco. Pero continúan. Están ahí. Un trasfondo turbio y persistente.
—¡Que te muevas! —grita la chica.
Lentamente, el rostro gira hacia ellos. Y a la par de pensar “esto sí va a matarme”, Santino descubre a la criatura a centímetros, como si el tiempo hubiera olvidado su propia lógica. El lado interno de sus brazos también es negro, una oscuridad tatuada o quemada. Y luego está su cara. “Eso… —piensa—. Eso es… No, no puede ser… Es…”. Santino percibe su mente desmoronándose.
Entonces, una línea en el aire. Una línea blanca. La certeza de un cuchillo arrogante trazando una línea. La criatura retrocede, arrastrándose ahora sobre un vaho sombrío.
—Vos sos realmente un pelotudo —dice Adela, escudándolo con su cuerpo.
—¡Qué carajo es eso! —espeta Santino—. Qué…
Desde la punta del cuchillo entre los dedos de Adela, hasta su codo, se extienden grietas, y saltan cáscaras de piel y acero. Y ella tiembla. Toda ella tiembla, a pesar del reproche mordaz. Pero no se mueve. Entre la criatura y él, con las piernas extendidas y la postura tensa, Adela permanece.
Santino se pone de pie, aunque su mente le grita que corra.
—Sí, creo que sí lo soy.
Los aplausos estallan como vidrio. Las cabezas de aquellas personas que no son personas, que son reproducciones baratas, estallan como vidrio de colores.
—Pobre —le responde Adela. Y luego sonríe.
—No tengo la menor idea de lo qué está pasando. —Cuesta no prestar atención al paisaje. Los colores que brotan tras las explosiones guardan poca relación con la sangre o el cuerpo humano. Son como motas de polvo interconectadas, y como pintura hecha de luz—. ¿Qué hacemos ahora?
—Lo que te di —responde—. ¿Lo tenés?
—El picaporte.
—¿Un picaporte…? No importa, lo que sea. El pibe que me lo dio me dijo que nos iba a sacar de acá, pero tenés que usarlo vos.
—Y eso…
Eso, la criatura, no se ha movido, sino que parece observarlos con curiosidad y cautela. El vaho sombrío crece sobre el uniforme del McDonald’s.
—Por ahora nos mira, como ves. No está acostumbrado a que le planten cara. Porque nadie es tan estúpido para hacerlo. —El brazo alzado basta como prueba.
—¿Y cómo…?
Un eco de quiebre, y un murmullo hambriento, desesperado. La realidad se rompe como el brazo de Adela, dejando paso a una luz negra, inmunda a través de las fisuras.
—Si dejás de hacer preguntas… —empieza Adela.
—Okey. Okey.
Santino repasa el picaporte, desde el extremo sencillo y redondeado hasta la muesca en forma de X, cuyo trazo tosco sugiere que vino de una mano temblorosa o un filo arruinado. “Okey, okey. ¿Qué hago con esto?”. La criatura gruñe, agazapándose. “¿Qué pibe?”. Un recuerdo borroso, un pitido molesto detrás. Santino lo sacude. “No te distragias, no te caigas. Ahora, ahora. ¿Qué hago con esto?”. Las fisuras se alargan como una maraña extrañamente consciente, y la luz inmunda crece. Delante de él, Adela sostiene el cuchillo. Aunque su brazo no da señas de empeorar, tampoco mejora. Y más allá, la criatura inmóvil, tensa y concentrada. “Un picaporte” piensa. “O sea…”. De nuevo, el tiempo pierde su lógica. Un escalofrío recorre su espalda. La criatura, una vez más a centímetros.
—¡Puta madre! —ruge Adela. Se echa atrás y traza otra línea con el cuchillo, hendiendo a la criatura por la mitad. Las grietas crecen en una proliferación explosiva, y todo desde el codo estalla esparciendo un polvo espeso y sangre.
Adela grita de dolor. La criatura chilla. Es un sonido espantoso, también convergiendo desde una infinidad de voces que se retuercen y muerden entre sí, voces llenas de odio y miedo y violencia. La criatura chilla y pone distancia entre los dos. Adela cae sobre una rodilla. Lo que queda de su brazo se carcome, lentamente. No obstante, en su otra mano, brilla un cuchillo.
—Vení —susurra—. Vení, la concha de tu madre. Soy yo. Yo.
Así Santino se decide. Porque la verdad tampoco tiene tiempo para considerar opciones, y menos para buscar opciones que considerar. “Sacanos de acá, por favor” piensa. Coloca el picaporte en el aire y lo gira. Las fisuras han invadido casi por completo el espacio. Donde antes las personas simuladas realizaban su rutina, el piso y hasta el aire se rompen y abren. Un clic reverbera, como una telaraña de engranajes. La puerta que se materializa mide apenas unos centímetros más que él. Es de madera vieja, con múltiples arañazos y marcas de desgaste. Bajo el número 2-4, un pequeño Papa Noel con la barba deshilachada. Un vértigo lo invade a Santino. Mira detrás. La criatura se recompone. Manos humanas nacen desde las mitades que flotan, entrelazándose y acercándose. Y desde su rostro, además, hacia Adela. Un florecimiento veloz de manos quemadas, con garras, amputadas, tatuadas, con pezuñas o bocas en lugar de uñas. “¿Voy a llegar?” se pregunta. La toma a Adela por el cuello de la ropa y tira. Una de las manos, un ejemplar en el que 3 dedos han sido reemplazados por garfios ensangrentados, se entierra encima del tobillo derecho.
—¡Tirá! —le pide ella sin embargo, gruñendo y llorando de dolor—. ¡Sacanos de acá!
Más motivado por su propio miedo que por el pedido, Santino invoca una fuerza que no conoció ni siquiera en las evaluaciones de educación física, cuando debía remontar toda la vagancia del año para no llevarse la materia a diciembre. Sobre el chillido de la criatura y el murmullo atronador del McDonald’s (“pero no es el McDonald’s”) cayéndose a pedazos, cree oír el sonido más tenue, entrecortado, del pie de Adela al desgarrarse. Quiere mirar, pero se contiene. Tal vez mire y la locura de la escena lo derrote, y los mate. “Sacanos de acá —reza—. Quiero despertar, por favor”.
Cruzan la puerta.
Comments for chapter "1"
QUE TE PARECIÓ?
Ya el final del primer capítulo, y el 31 de diciembre nada menos. Qué mes raro y caluroso. De todos modos, a leer y a vivir.