Trance - 1
Argentina, Buenos Aires. 2021.
—Son cien pesos —dice la cajera del McDonald’s. Lo ve bajar la mano con un asomo de miedo en los ojos. Es linda. Un piercing parece brillar de a momentos sobre la ceja. Sus labios fuerzan una sonrisa que tiembla.
El policía que gana su dinero extra lo vigila junto a una columna. Es alto y bronceado, con rasgos delicados y autoritarios al mismo tiempo. Ojalá pudiera ser como él. Parecerse a ese hombre. Tener una hombría semejante. Lo ha estado vigilando desde que entró.
Lo que Santino creyó una oportunidad de dinero rápido se está volviendo peligroso. Podría sacar el arma y apuntar a la chica. Podría empezar disparando al policía. Esto último sería lo más lógico. Eliminar la amenaza. Conseguir otra arma. Pero además lo odia. Una furia súbita crece en Santino. Ese policía es todo lo que él no pudo ser, lo que no podrá ser jamás. Es un hombre hecho y derecho, con un trabajo que protege a la gente de basura como él. Santino sabe que es basura. No lo ha pensado hasta ahora (¿y dónde estaba antes? ¿Cómo llegó? ¿Qué comida acaba de pedir?) pero le parece obvio e incluso le parece indigno que se haya demorado tanto en verlo. ¿Y acaba de creer que podría eliminarlo el primero? ¿Él, justamente él? Es basura.
—Eh —dice el policía, adelantándose.
La cajera retrocede un paso. Una de sus compañeras lo nota, se alarma, suelta el cesto de papas fritas recién hervidas. ¿Qué estará pasando alrededor? ¿Habrá gente reaccionando de la misma manera? ¿Habrá gente observándolo como el pedazo de inmundicia que es, debajo de toda la apariencia de humanidad, debajo de toda la fachada? “Es por vos —piensa Santino—. Es por vos, cana de mierda”. Lleva la mano detrás. La culata de la pistola es una mezcla húmeda de frío y acero. Está asustado.
—Calmate y pensá lo que vas a hacer —advierte el hombre—. Calmate.
—Sos un hijo de puta —gruñe Santino. Su voz es aguda, sibilante. Apenas un hilo—. Es tu culpa, todo esto. Porque sos hermoso. Porque sos un hombre espectacular, porque sos todo lo que yo no podría ser. Por eso vine acá. Por eso vine a robar. Pero vos ya lo sabías. Lo sabías desde que me viste.
—Calmate y pensá qué vas a hacer —repite el cana—. Acá hay personas inocentes que no tienen nada que ver.
¿Las hay? Santino no puede quitar los ojos de encima a aquel tipo, y siente en efecto la presencia asustada de la cajera, pero el mundo se ha achicado de repente, y se ha hecho silencioso, concentrado en este trío de dos hombres, dos armas y una mujer.
—Qué querés que piense —responde—. Si soy una mierda y lo sabés. No puedo pensar. Todo lo que sé es esto. ¡Esto!
La pistola es un borrón plateado al subir, mientras el dedo empieza a presionar el gatillo. Dos fogonazos, entonces, seguidos de un tercero que apenas se demora. Santino ve saltar su sangre desde el pecho, y ve al policía desaparecer mientras las piernas le ceden y cae. No oye gritos. Es decir, no oye gritos de miedo. Oye aplausos y vítores, y un “¡Te amo! ¡Te amo!” que puede ser el eco multiplicado de una sola persona o miles de personas multiplicando su amor, pues ahora el McDonald’s se siente mucho más grande que al principio. Parece el estadio de una multitud reunida por este hombre, este ejemplo de virilidad, este oficial de la ley que se acerca para contemplarlo con su cañón enorme y recio enfundado en la cintura.
—Basura —escupe el policía, de pie a su lado. Su rostro brilla de hermosura y justicia, y todo el techo del local está salpicado de confeti.
Entre la sangre que se le acumula en la boca, Santino le contesta:
—Sí, lo soy.
Su cara cae a un costado, demasiado exhausta para mirar arriba. Entre el gentío que aplaude aún (¿Tienen caras? ¿De dónde salió ese confeti? ¿Qué comida le pedí a la cajera?) parpadea la silueta de una chica. Luego muere.
Argentina, Buenos Aires. 2021.
—Son cien pesos —dice la cajera del McDonald’s. Lo ve bajar la mano, asqueada. Es linda. Un piercing destella de a momentos sobre la ceja, sobre los labios que ni se molestan en pretender una sonrisa.
Santino está acostumbrado a causar repulsión en la gente. Si ahora mismo su reflejo en la caja está movido por curvas y franjas de luz metalizada, y presenta los ojos más pequeños de lo que son (y que ya de por sí son bastante pequeños), y su nariz parece haber escalado hasta la frente, más puntiaguda y al mismo tiempo más gruesa. Santino está acostumbrado a causarse repulsión a sí mismo, y la única razón por la que no ha terminado su patética existencia es porque su alma es más patética, y carece del valor para hacerle semejante servicio a la humanidad.
—Gracias —le responde a la cajera, entregándole la plata. Cuenta los billetes entre los dedos. Horrible y pobre. Como para no matarse.
El policía que gana su adicional custodiando el local lo vigila desde una columna. Es apuesto. Alguien podría sacarle una foto y venderla de póster. Él la compraría, un recordatorio del placer visual que jamás evocará. Pasaría horas contemplándolo en el póster, estudiando los ángulos de sus pómulos o la postura precisa e inquebrantable de su cuerpo erguido, y derrocharía horas imaginando un futuro en que nació así. Lamentando no haber nacido así. “Debería matarme” piensa. La mirada del policía lo sugiere. Las risas de las personas desayunando sus cafés, sus medialunas, sus tostados, también. Sigue contando los billetes (¿Cuántos tenía al entrar? ¿De qué son estos billetes? ¿Por qué parecen de cincuenta y de cien a la vez?) para distraerse, pero lo sorprende una voz:
—¡Santino!
La chica detrás de él parece implorarle a través de la mirada. Qué cosa, no lo sabe. Acaba de gritar su nombre con dolor o quizá bronca, o ambas. El cabello de un verde descolorido, con raíces notables, le cae en ondas hasta el cuello. Viste una camisa de jean y unos pantalones negros, y parpadea en el espacio como una tele que no logra enganchar el canal. Santino la atraviesa.
—¿Viste lo que es?
—Qué garrón nacer así…
—Yo me pego un tiro, fija.
Ha escuchado una y mil veces comentarios similares. Peores. Y ha sentido esas atenciones filosas, mal disimuladas. Ya lo sabe. ¡Ya lo sabe, Dios! ¡Ya sabe que tiene que morir! ¡Que no merece vivir el mismo momento que ellos, que todos! El policía lo vigila aún. Debe intuir que su podredumbre no es externa solamente. Debe intuir lo que hierve en el fondo: el cansancio, la ira. Él ya sabe que debe morir. ¿Por qué insisten ellos?
—¿Por qué no pueden dejar que lo decida? —susurra—. ¿No puedo decidir ni cuándo morir?
Los susurros crecen. Entre la fila de caja y la de entrega, Santino observa el salón del local, las mesas ocupadas por personas cuya apariencia cambia como un recuerdo continuamente retocado; a veces son un hombre y luego otro, o un niño, o allí donde había una mochila de súbito hay una silla levantada y alguien (pero no puede ver a la persona) pasa el trapo junto a ella.
La chica de pelo verde vuelve a gritar:
—¡Santino!
Y la voz viene como de una gran distancia, empujando paredes gruesas, paredes de presión o de un ruido mayor. Y a Santino le parece oír su propia voz además, que ruge bajo la misma sensación, la de una jaula, la de un montón de tierra en la garganta.
—¡Santino, abrí los ojos!
“Pero si los tengo abiertos”. Santino ve amoratarse el rostro de la cajera sin problemas, a medida que le estruja el cuello. La ha arrastrado sobre la división de formica entre la clientela y la cocina. La sangre le tiñe los ojos. “Los tengo abiertos, hija de puta —piensa—. Tengo los ojos bien abiertos, ¿y no podías ni fingir una sonrisa?”. ¿En qué momento la agarró? ¿Cuánto lleva así? Se siente una eternidad, pero también una escena montada en la que lo han deslizado subrepticiamente.
—¡Te voy a matar, flaco! ¡Soltala! —El policía está apuntándolo. Es tan hermoso. Santino es incapaz de concebir semejante belleza, pero ahí la tiene, delante, prometiéndole la muerte.
—Matame —dice. La fuerza de sus brazos lo sorprende. ¿Así se siente ahorcar? ¿Esto es tener la vida de una persona en las manos? Se siente horrible. No lo quiere. No quiere más —. Matame, por favor. Dejame morir.
—¡Santino! —interviene aquella voz, suya y extraña.
—¡Matalo! —clama el mundo entero, ese mundo cambiante, impreciso, que no se decide por una forma.
El policía sonríe. Brilla como la última vez. ¿Cómo la última vez?
—Ya sabía yo que estabas podrido por dentro, pendejo.
Dos fogonazos, entonces, seguidos de un tercero. Santino siente la explosión en su cara, su mandíbula descolgarse. Astillas de dientes vuelan y la orina corre por sus pantalones. Es peculiar. Una parte de sí está en paz porque ya no hiere a la chica, y por no soportar más esta vida a lo que lo obligaron, pero solo la primera de estas dos calmas le parece propia y genuina. Cae. El policía avanza hacia él, crece en tamaño y justicia. ¿Pero cómo crece alguien en justicia?
—¡Santino, reaccioná! ¡Esto no es real! ¡Este no sos vos!
La chica de pelo verde ha ganado consistencia. Su forma ya no parpadea, pero se mantiene con trabajo. El policía frena, sorprendido.
—¿Y vos quién carajo sos? ¡Este es mi lugar! ¡Esto es mío, mío, mío!
Por un instante la belleza del policía se disipa, reemplazada por un berrinche infantil y grotesco, del que llueven los escupitajos y donde la mirada se dilata de una ofensa enloquecida.
—Callate la boca, enfermo —le replica ella. Y agrega—: Santino, escuchame. Vas a morir ahora, pero esta muerte no es real. Vas a despertar. Vas a despertar de nuevo. Tenés que recordarme. Yo voy a estar, estoy ganando fuerza. Aprendo. Pero necesito que me recuerdes. Necesito que…
Argentina, Buenos Aires. 2021.
—Son cien pesos—dice la cajera del McDonald’s. Lo ve buscar la billetera con sorna en la mirada—. No tenés un peso, ¿no? Pobre de mierda. ¿Y a qué venís? ¿Qué? ¿Querés unas medialunitas con un café pedorro para matar el hambre? Sos ridículo.
El policía que gana su adicional custodiando el local oye todo junto a una columna.
—Ridículo —agrega. Es apuesto, con un rostro que revela experiencia y calle. Es un hombre que sabe. Que ve.
—No… —dice Santino—. No, yo…
¿Dónde está? “Estoy en el McDonal’ds”. ¿Para qué? “Porque estaba yendo.. a la facu. Tenía tiempo, quise desayunar algo. Estoy… Estoy…”.
—Flaco, apurate.
El hombre detrás lo empuja. De un lunar grueso en el cuello penden pelos largos, solitarios.
—Si no tenés un peso para qué venís —sigue—. Pobre de mierda.
—Espere, yo…
—¡Santino!
La cara del hombre oscila, como una bruma líquida y espesa. Asoma a través de ella la de una chica con el pelo verde.
—¿Desperté de nuevo? —le pregunta, en una explosión de lucidez.
—¡Santino, tomá es…!
Dos fogonazos, entonces, seguidos de un tercero que apenas se demora. El cuello se le dobla a Santino bajo su propio peso y una sensación insoportable de sangre y ardor. La chica extiende una mano entre masculina y femenina, difuminada, tratando de alcanzarle algo. Santino quiere tomarlo.
Argentina, Buenos Aires. 2021.
Dos fogonazos, entonces, seguido de un tercero que apenas se demora. Con el cañón humeante y el rostro desencajado de furia, el policía chilla:
—¡Esto es mío, mío, mío! ¡Este lugar es mío!
La cajera aplaude a un lado.
—¡Gracias, gracias! —clama—. ¡No sé qué haría si usted no estuviera aquí!
Al otro lado flota el rostro de una anciana encorvada, del cual se alarga una maraña de ropa maltrecha y antigua.
—¿Y qué? —espeta al policía—. ¿Te pensás que vales algo por darle un par de tiros a un pendejo? Te faltan huevos, huevos.
—No me faltan huevos, mamá —replica—. ¡Por qué siempre decís lo mismo!
El cañón se mueve hacia la anciana.
—¡Qué hombre! —alaba la cajera.
—¡Sin huevos! —remata la mujer.
—¡Mamá, mamá, mamá! —El gatillo chasquea infinitamente, en vano.
La anciana sonríe.
—Tanta pilcha al pedo —dice.
El policía ruge. Santino es esta visión nomás. No se percibe cuerpo alguno: ni extremidades ni sentidos más allá del despliegue de esta escena. “Yo tenía que hacer algo” piensa. “Creo que tengo que morir. ¿Morir? Claro, me disparó. Dos fogonazos seguidos de un tercero que se demoró apenas. Claro. Tengo que morir”.
—¡Santino!
La voz de la chica, como un eco una vez más. Un eco incorpóreo. “¿Dónde estás?”.
—¡Santino!
Una mano fantasmagórica en el aire, cerrada.
—¡Tomá esto, Santino! ¡Por favor!
“No puedo. Tengo que morir”. La escena se desdibuja, dejando solo las voces en su tenue discusión.
—¡Tomalo o te cago a trompadas, pelotudo!
Una sensación nueva, distinta. Doble. Primero, la de su mano. Una sensación de peso, cálida, de sangre corriendo con vida. Después, la de un objeto. “Esto es…”. Un chasquido reverbera en el espacio, prolongado en el rumor de un millar de cerraduras en movimiento.
—¡No! —chilla el policía—. ¡No, no, no! ¡Esto es mío!
—Sin huevos —ríe la madre.
—Ah, qué pena —dice la cajera—. Al final es cierto.
Una línea horizontal corta a los tres personajes. Las mitades superiores flotan de cabeza. La cajera repite:
—Qué pena, qué pena.
—Al fin, loco.
La chica aterriza junto a él, venida de la misma nada.
—Sos lento, eh —prosigue—. Me lo tendría que haber dicho el pibe.
—¿Quién…? —empieza, pero se interrumpe. Ha recuperado su cuerpo. Observa sus manos y sus brazos, y sus piernas. En su puño, un picaporte con una muesca en forma de X—. ¿Qué es esto? ¿Desperté?
—Todavía estamos acá, así que no. Pero es un paso. Ahora, atento. Este va ponerse peor aun.
Con un cuchillo cómodo y elegante entre sus dedos, la chica señala al policía, cuyo rostro vuelve a contorsionarse en una sombra horrenda.
—Ah, me llamo Adela —dice.
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