Trance - 2
La realidad a veces provoca carcajadas. Hablo de la palabra y de la experiencia. Uno dice “la realidad de las cosas” o “lo que en realidad pasó” como si dominara esa palabra más que el interlocutor y fuera capaz, desde ello, de arrojar luz donde la confusión o la ineptitud arrojan su sombra; asimismo, uno está seguro a lo largo de su vida que hay ciertas cosas que no le pueden pasar por ser ajenas a su experiencia inmediata. Un pariente no puede morir, un proyecto no puede fracasar, un imprevisto cualquiera no puede acercársele. Uno ve un camino delante de sí, un camino llamado “mi vida”, “lo que mi vida va a ser”, “lo que quiero para mi vida”, sin darse cuenta o siquiera aproximarse a la posibilidad de que en realidad (jeje) se guía por lo que otros antes han definido, pensado, debatido, compartido sobre lo que presentan la palabra y la experiencia. Uno tiene “su vida” de la misma forma que un animal tiene los trucos que se le enseñan. Y cuando el truco deja de servir a su propósito, quedás solo, solo y desamparado ante lo que se alce…
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“Un bebé”. La frase hizo eco desde la oscuridad de la criatura. La oscuridad del monstruo. El escenario se partía alrededor bajo un estruendo infinito, y su amigo de juego era secuestrado por una puta cualquiera de pelo verde, venida de la nada. Chillaba. Debía estar asustado. Pobre. Pero él no lo podía ayudar. El monstruo no lo soltaba. El monstruo se lo llevaba, disfrazado de su mamá. Si acaso era un disfraz. ¿Al fin la veía en realidad? ¿Al fin veía a su mamá por lo que siempre fue? Después, flotar. La sensación de flotar en el corazón de un mar inmenso desprovisto de vida, de risas, de cualquier otro movimiento salvo la vorágine imprecisa, casi infantil, de su mente. Arriba, estrellas, infinidad de estrellas diminutas. Pero son rostros. Arriba, rostros. Rostros compungidos en cuya superficie se reproducen sus dolores, sus penas, sus remordimientos. Rostros atrapados. ¿Atrapados como él?
—Pobrecito.
La voz lo sorprende. Es más pesada que él, más consistente, más real. Viene de todos lados. Incluso parece venir de los rostros en el cielo. Entre ellos descubre el suyo.
La relación con su papá no fue especialmente buena. Hasta podría decirse —y él no tendría con qué refutar— que no hubo relación. Su papá salía a la noche a trabajar y volvía a la mañana siguiente, a veces al mediodía, con el bolso al hombro, alguna mancha en la ropa, y exhausto. Él trataba siempre de buscar algo en sus ojos, no sabía qué, pero cuando lo saludaba se tomaba unos momentos para escrutar su mirada. Su papá lo veía como de reojo, de la misma forma que se ve un envoltorio sucio en el verde estrecho de una vereda, o una mosca flotando sobre un contenedor. “Andá a comer” le decía, por más que no hubiera un plato en la mesa, o fueran las ocho de la mañana y nadie se hubiera despertado aún, y la cocina estuviera quieta, gris. Como él no encontraba lo que buscaba —y tampoco encontraba qué buscaba— se daba media vuelta y hacía lo suyo, oyendo los pasos grandes de su papá seguirlo y luego decantar hasta la pieza en la que su mamá tal vez estaba o tal vez no. Y si estaba la oía despertar, gruñir algo, luego susurrar suavemente. Nunca oía la voz de él, hasta que empezó a imaginarla. Y después ya no supo la diferencia.
La relación con su mamá no tomó un camino distinto. Por eso lo sorprendió cuando le dijo: Tu papá se fue por vos. Lo sorprendió porque era la primera vez que le dirigía tantas palabras juntas, y la manera en que le clavaba los ojos era demasiado íntima y espontánea, demasiado nueva esa forma de fijarlo, demasiado intensa. Su papá le había confesado la noche anterior, antes de salir, que estaba cansado de todo, y que se iba, y que si necesitaba plata iba a ayudarla, tras lo cual repitió que estaba cansado, tras lo cual ella protestó, y luchó, y lanzó algo contra la pared, y gritó. Él en ningún momento oyó semejante escándalo, y eso que su sueño siempre fue ligero. La basura no escondía restos de objetos destruidos con violencia. “Sos el hombre” concluyó. Ya había desviado la mirada, y su cabeza quedó fija en dirección a una pared entre el teléfono y el mueble de la radio, donde pudo o no haber estallado algo (nunca preguntó qué fue ese algo, nunca corroboró qué faltaba).
—Tu dolor.
“Es una persona grande. Un hombre grande. Pero seguramente no tan grande. No es viejo. Definitivamente, viejo no. Será joven. Parece muy joven. Viejo, grande y joven”.
—Puedo sentir tu dolor —sigue, solidaria—. Te arrebataron algo. Algo que al fin conseguiste. Algo que tardaste mucho en conseguir, algo que nunca te dejaron conseguir.
“Sí” responde él en su interior.
—Te arrebataron alegrías sin razón. Te adjudicaron dolores sin razón, dolores que no te correspondían.
“Sí”.
—Y cargaste siempre con la necesidad de redimir esos dolores.
“Sí”.
—Pero no eran tus dolores. No eran lo que buscabas. Lo que mirabas. Vos buscabas un hombre. Y hallabas un bebé.
“Un bebé”.
—¿Querés recuperarlo? ¿Querés recuperar lo que te robaron?
“¡Sí!”.
—Te pido una sola cosa a cambio.
Un abrazo invisible y cálido lo envuelve.
—Morí para mí.
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—¡Te llamás Santino, Santino!
La música ha sido relegada al fondo. Oye aún la guitarra distorsionada y enérgica, aunque languideciendo. La voz de Adela se impone. Y sobre ella se impone ese sonido espantoso, extenso y estable pero también como una explosión de volumen.
—¡Santino, Santino!
Suelo y aire vibran. El chillido se torna agudo: el grito de una bestia adolorida, o como una llamada.
—¡Adela! —grita Santino, antes de tomarla de la mano y echar a correr. “¿A dónde? ¿Dónde carajo puedo ir?”. Si elige la ruta es pura coincidencia.
—¡Santino, Santino!
—¡Vos! —clama alguien, súbitamente. Clama y acusa. Es una voz indignada—. ¡Vos, vos, vos!
Santino no ve al policía, a pesar de estar seguro de que es él.
—¡Estábamos bien! —ruge—. ¡Tenías tu papel y lo cumplías! ¡Estábamos bien, felices!
Entre las palabras del hombre asoma algo, una sensación de frío y de calor, un terror como latigazos eléctricos en la carne. Y la ruta no se acerca. Y Adela insiste con su nombre en este paisaje sacudido por un temblor constante y tenue, pero mordaz, un temblor que parece cortar los lazos de sus moléculas. Santino corre con una sensación de liviandad intrusa. Le cuesta sostener la mano de la niña.
—¡No dejes de correr, Adela! ¡No dejes de…!
Entre la calle hacia la que no ha ganado un centímetro, que aún yace lejos y al final de una extensión de verde y amarillo, entre la calle y él el espacio se distorsiona y se comprime, y se vuelve líquido. Y en esa extraña blandura flotante se dibuja aquel rostro sin rasgos, ancho, vasto, teñido por una sombra uniforme y recia, y desde aquella sombra aparece, diminuta, la cara del policía. Es una cara adulta y de bebé, una cara regocijada y deprimida. El espacio bajo él salta como vidrio, a través del cual se dibuja una versión rota y etérea de su cuerpo. La pistola se bambolea entre sus piernas, negra y absurdamente gigante.
—Vení —dice el hombre. Sonríe y saliva a chorros—. Juguemos al ladrón, como antes. Te queda bien el papel. Mi mamá no va a molestarnos más. Vení.
Santino ha frenado y ha retrocedido. Los dedos cálidos de Adela lo envuelven. La intrusión de liviandad, como una mirada intensa que busca desgranarlo, persiste mantenida a raya por la calidez.
—¿A dónde vamos, Santino?
“¿Por qué la llevo conmigo? No la conozco”. Hebras de pasto caen del pelo de Adela. Sus ojos brillan. Incluso los surcos de las lágrimas se desvanecen. “No la conozco”. La niña le sacude el brazo.
—Adela, ¿vos me querés? —le pregunta.
Ella enrojece, y agacha la cabeza. Luego la cabeza desaparece, arrastrada por una explosión. La sangre mana del cuello destrozado, mientras uno a uno los miembros son dominados por la pesadez, y lo que antes era una niña da de lleno en la tierra. Aunque no mucho, y con cierto trabajo, la guitarra crece.
—Estaba molestando —dice el policía, cuyas manos enmarcan como una señal la pistola entre sus piernas. Sale humo del cañón. Él flota aún, el centro de una red de fisuras extendiéndose por el cielo—. Siempre hay alguien que molesta, ¿no te enfurece? Queremos jugar, y alguien nos molesta. Vení. Vamos. Tu papel. ¡Tu papel!
“Lo quiero verde. El de Miranda es verde, y es lindo”. Adela siempre la admiró, ahora que lo piensa. Su cadáver yace sobre el pasto, y la sangre crece desde la herida. ¿A dónde habrá ido a parar la cabeza? ¿En qué estado habrá quedado? ¿Por qué la admiraba tanto a Miranda? Le parece a Santino que no era exactamente admiración.
—Yo la conocía —dice—. Pero no la recordaba.
—Vamos a seguir jugando. ¡Ladrón, ladrón!
—No recordaba nada de esto. Nada. —Santino no puede apartar los ojos de la porción roja de tierra. Es surreal. Más que nada de lo anterior, más que nada desde el fogonazo en su espalda a las puertas del McDonald’s. La tierra bebe la sangre con sed y naturalidad—. Y vos la mataste.
La vibración aumenta. Es un temblor ahora. Un rumor fuerte entreverado con la música que también, de a poco, cobra presencia.
—¿Qué es eso? —pregunta el policía.
—¡Vos la mataste! —“No es real. No seas estúpido. Corré. ¡Corré!”. Esta voz pequeña le llega a Santino a través de una maraña de ira. “No la conocías. ¿De qué hablás? Ni la recordabas. ¿Por qué te enojás? Te va a matar. Vas a morir. Corré. No tiene sentido, no seas estúpido. Corré”. Pero una y otra vez le duele la sensación de los dedos de la niña resbalando por los suyos, el momento final en que las yemas se desprendieron.
La guitarra se abre paso. Rasga las nubes y la tierra, y hasta parece hacer más denso el azul del cielo, más vibrante.
—¡¿Qué es eso?! —vuelve a aullar el policía—. No me gusta, ¡no me gusta!
Parte de su cuerpo se estira, adquiriendo de la tela y la piel los rasgos de la anciana.
—Qué decepción —dice. Suena similar a la cajera—. Cómo de rápido se te achican los huevos.
—¡Vos la mataste!
Una voz masculina canta sobre la música, aguda y rasposa. Como una garganta herida, o desafiante.
—No me gusta, ¡esto no me gusta!
—¿Y qué vas a hacer? —dice la anciana—. Se te siguen achicando los huevos.
La mirada del hombre enfoca a Santino, que se acerca a tumbos lentos pero determinados. Su expresión arroja furia, pavor, deseo, fuego.
—Yo quería que juguemos —susurra—. Quería jugar con él. Juega muy bien de ladrón. Me deja ganar, me deja sentirme bien.
—Tenés los huevos ínfimos —dice su mamá—. Y yo jamás usé esa palabra. ¿Dónde aprendiste vos esa palabra, cerdo?
—Yo quería recuperarlo —replica—. A mi amigo. Mi compañero. Mi ladrón perfecto. —Las lágrimas brotan copiosas—. ¿Por qué me obligás a esto, amigo? Estaba tan cerca, tan cerca de hallarlo… Todo ese tiempo mirando los ojos de papá, y eras vos lo que buscaba. Mi amigo, mi compañero de juego. Y ahora… Ahora…
Enmarcando su entrepierna con las manos, el cañón de la pistola se alza en un respingo. Una esfera de energía y calor se condensa en el extremo, absorbiendo el aire y provocando chispas.
—Ahora me obligás a jugar sin vos, a seguir buscando.
El cañón dispara con un movimiento de las caderas, y la mitad superior de Santino desaparece en una ráfaga de luz, fuego y sangre. Apenas con algo más de cuerpo encima, las piernas caen.
—Una lástima —dice su mamá, sonando más a la cajera—. Me gustaba.
—Mentira, mamá.
—Sí, lo era.
—Todo es tu culpa. —No le cuesta arrancarse la protuberancia con forma de madre y estrujarla—. Me quitás todo, no me dejás nada.
—Y bueno —dice ella, recomponiéndose sobre su pecho—, no tenés huevos.
—¡Vos me…! —Algo extraño suena. Le toma unos segundos entenderlo: es la música. No ha parado en ningún momento. No ha perdido volúmen—. Mamá…
La sangre de los restos de su amiga sube un par de metros en el aire, una línea roja que ondula. Más líneas, después. Muchas más líneas de repente tejen un sistema circulatorio. Y músculos, y extremidades plenas, robustas. Y un par de ojos azules, al final, que aúllan:
—¡La mataste!
El terror lo sobrecoge. Es imposible. Él debería… Su amigo debería…
A medida que avanza una vez más, Santino es más o menos consciente. Sabe qué tiene que hacer. No sabe cómo, ni le importa. Sabe que tiene que matarlo, que tiene que trabajar de alguna manera con esta furia dentro de sí. Que esta furia está bien, está más que bien. A medida que avanza una vez más, volviendo a dibujarse.
—¡No!
El policía chilla, y la pistola escupe fuego otra vez. Y otra vez, y otra vez. No falla. Abre innumerables agujeros en la forma de su amigo, pero él los llena sin dificultades y su paso puede demorarse, pero no se detiene. Él, en cambio, está clavado al suelo. Tiembla.
—¡Dale, dale! —clama su mamá—. ¡Qué estás haciendo! ¡¿No ves que viene?! ¡¿No ves que se acerca?!
—¡Callate, callate! ¡Estoy… Estoy…!
Cualquier forma humana que tuviera su amigo ha sido reemplazada por una silueta grotesca. De las heridas que chorrean parten nuevas construcciones y siluetas, como si su cuerpo hubiera tratado de reconstruirse innumerables veces sin descartar los despojos anteriores. Hay tres, cuatro, seis cabezas mutiladas o sangrando, y muchas más manos.
—¡Estoy… Estoy…!
Las manos se alargan y se cierran sobre él, como pinzas ardientes. Cada una lo desgarra, cada una lo destroza sin piedad. Arrancan el bulbo de su madre, y esta se calla, y no regresa. Presionan el cañón entre sus piernas, y el dolor estalla en su cabeza cuando tironean arrastrando consigo sus muslos y su vientre, y sus intestinos.
—¡Mamá, mamá! —llora—. ¡Mamá, papá! ¡Papá, por favor, papá!
Uno de los rostros de su amigo se aproxima a centímetros del suyo. Su mueca rabiosa es gigante.
—La mataste —dice—. Ella me quería.
Sus ojos inyectados en sangre son horribles. No puede dejar de mirarlos.
—Ah… —suspira—. Ahí, ahí estaba…
El cráneo del policía se hincha, y la piel se rasga. “Ahora” piensa Santino con la música y la vibración reverberando por todo su ser. ¡Qué goce! “Ahora vas a…”. El cráneo se hincha y la piel se rasga, hasta que no. Frenan en seco, así como la música y el estremecimiento del espacio. El viento ya no sopla, y las nubes no se mueven, y las fisuras negras dejan de extenderse. Santino también.
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Una anciana y un niño observan de pie en una habitación. La habitación es circular, y las paredes son una abertura sin divisiones. Más allá titilan estrellas azules, blancas, doradas. Si uno empeñara la vista descubriría que las estrellas son corazones y sonrisas, y latidos. Descubriría besos, y también las emociones tras los besos, y cuchillos ensangrentados, y manos cerradas, y familias rodeándose en abrazos. El niño alto viste una remera de Naruto. La anciana se encorva sobre un bastón de tres pies, de acero maltratado. Lleva un camisón floreado, púrpura.
—¿Estás seguro? —pregunta.
El niño asiente, inexpresivo.
—No te recordó aún. Sí a ella. ¿Y querés que lo traiga?
El niño asiente. Los ojos le brillan. En una porción del piso, las losas enmarcan a Santino, convertido en una amalgama de sangre y deformidad, y al policía. La anciana le dedica una última mirada al niño antes de volverse hacia la escena, y golpear con su bastón.
—Bueno —dice—, esto es amor.
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