Trance - 2
—¿Por qué la mató?
—Porque estaba con vos.
—¿Porque estaba conmigo?
—Porque te quería a vos. Y ella estaba con vos.
—¿Fue mi culpa?
—¿Fue tu culpa?
—Fue mi culpa.
—Ella no era real.
—¿Y vos quién sos?
—¿Y vos? ¿Quién sos?
—¿Por qué decís que no era real?
—¿Algo de todo era real?
—Yo soy real.
—¿Desde cuándo?
—Desde…
—No lo distraigas.
—No lo distraigo.
—Tiene que pensar en ella.
—En Adela.
—En Adela.
—En que la mataron. ¿En eso tengo que pensar?
—En que la mató por estar con vos.
—Pero si ella no era real…
—Ahora decís que no era real. Pero le tomaste la mano.
—¿Por qué le tomaste la mano?
—Corriste con ella.
—¿Por qué corriste con ella?
—No era real.
—Eso te lo dijimos nosotros.
—¿Era real entonces? ¿Me estaban mintiendo?
—¿Y quiénes somos nosotros para mentirte?
—¿Quiénes son ustedes?
—Yo soy nadie.
—Y yo soy vos.
—Y también soy vos.
—Y también soy nadie.
—Pero también soy esta pregunta: ¿ella era real?
—¿Por qué corriste con ella?
—¿Por qué no quisiste verla llorar?
—¿Por qué te enfurece tanto que la haya matado?
—Porque ella siempre me quiso. Pero yo… Yo no la recordaba…
—¿Y el amor es algo que se recuerda?
—¿El amor? ¿Eso era amor?
—¿Vos la querías?
—…
—¿Ella era real para vos?
—…
—¿Qué vas a hacer?
—… Lo voy a matar.
—Entonces la querías.
—…
—Pero es un monstruo.
—Y vos tenés miedo.
—Entonces voy a darle más miedo.
La carcajada de las voces se prolonga como un chiste cruel. Se desvanece en este mundo que no es oscuridad, sino horizonte. O un grado máximo de reconcentración y ensimismamiento, donde no hay más que la sola presencia y la sola obsesión hacia uno. Entonces el horizonte se estremece tras una explosión de dolor, y el dolor florece como si lo hiciera él, y oye un alarido de terror que disfruta; pero este placer también es distanciado, como un mero deber o una consecuencia intrascendente. No puede sentirlo a pleno, aunque lo desea. Luego todo frena. Sin sentido, sin origen. Frena, sencillamente.
Y Santino abre los ojos.
—… Amor —dice la voz de una mujer.
A la desorientación que lo embarga le sucede una estabilidad flaca, temblorosa, durante la cual ve la habitación circular a la que ha llegado, en la que el techo flota a varios metros de su cabeza, y a la que rodea un cielo extraño de estrellas que no cesan de acercarse y alejarse, que cobran y pierden formas. Hay una mujer con él. Una señora grande, encorvada sobre un bastón de tres pies, vestida como si acabara de levantarse de la siesta.
—¿Qué…? —pregunta Santino, el vértigo desvaneciéndose con dificultad.
La anciana mira a un punto en el espacio antes de responderle.
—¿Estás calmado ya?
En la imagen que señala (un hueco amplio en el piso) Santino descubre al policía y a lo que antes era su cuerpo, degenerado en una proliferación de extremidades abiertas y desgarradas, intentos de torsos y rostros que se extienden en direcciones tan disparejas que sus piernas no parecen saber cómo llevarlas ni llevarse. Una mezcla de espanto e ira se enciende en su interior.
—Yo debería estar ahí —dice—. No acá. Yo…
—¿Para matarlo?
No hay juicio ni desaprobación en la manera de preguntar de la señora. El tono es más bien una confirmación: ¿entiende realmente su propósito? Santino tartamudea. Ella repite:
—¿Ya te calmaste?
—… Sí.
—Mentís mal —sonríe la anciana.
—¿Quién sos?
—Hay muchos nombres para mí, y ninguno es mío de verdad, o funciona. Pero los Viajeros o aquellos que terminan varados como vos me llaman Cuidadora. Y veo por tu expresión que tenés tantas preguntas que no sabés dónde empezar. Empecemos por la más fácil, que irónicamente es la menos importante. ¿Sabés dónde estás? Veo por tu expresión que no, y no me sorprende.
A un chasquido de sus dedos las losas del suelo se retrotraen una sobre otra, como un rompecabezas desarmándose. La escena enmarcada desaparece. El techo es devorado por un fuego cuidadoso. De repente están cayendo vertiginosamente a una avenida atestada, en una calurosa y ajetreada tarde. Las bocinas y los motores de los autos clavados en el tránsito fluyen junto a miles de pasos y roces y conversaciones. En el reflejo de un edificio Santino no ve sus cuerpos, sino el de un hombre que se precipita y se contorsiona como si quisiera convertir sus brazos en alas.
—Esto es el Sobremundo —dice Cuidadora—. No tiene principio ni fin, ni dimensiones. Existe porque vos existís, porque existe la humanidad. Es un amanecer eterno de pensamientos y emociones, y un ocaso también. Estos ojos que tomé prestados no son tuyos o míos. Son los ojos de Alexander Pereyra, 19 años, que debe introducción a la física de su secundaria y se enteró que va a ser papá. No es por eso que entró al edificio donde vive su profesor particular y se arrojó desde la terraza. Él no sabe por qué se arrojó. Sabe que le duele algo, algo en todos lados, y ya no lo soporta. —El bastón de Cuidadora acompaña su discurso sin comprometer su postura—. Decidir hacer algo con ese dolor, con su cobardía (sus palabras, no las mías. En realidad lo que pensó de sí mismo es que “no tiene las ganas para hacer las cosas que los demás quieren que haga”) eso es un acto de amor.
—¿Amor? ¿Cómo podés pensar que matarse es amor?
—Se ama a sí mismo, y quiere dejar de sufrir de la mejor manera que conoce.
—Estás… Estás loca.
—Si lo estoy es tu culpa —sonríe.
La indefensión de esa sonrisa, la concesión de cualquier réplica o argumento es algo que no esperaba.
—El Sobremundo —sigue— no para nunca, porque no hay nada que parar. Está en la cabeza, en el corazón, en los sueños. Desde el primer asomo de experiencia, desde la primera vez que un estímulo externo no acabó en la piel y disparó algo más, algo que en milenios ni toda la ciencia ni todo el arte han podido definir, desde ese instante nacimos. Así y todo nosotros no dormimos, ni cuando ustedes duermen. Porque ustedes no duermen de verdad, ¿no? Ustedes nunca duermen. Por cierto, Sobremundo es una palabra que ustedes escogieron. El Fray Bernardino de Mendoza lo acuñó en 1820, en su Tratado del Sobremundo y el Paisaje de la Mente de los Hombres. Nosotros nos limitamos a aceptarla para ahorrarnos molestias, en situaciones como la actual.
—¿Ustedes? ¿Nosotros? ¿Quién sos vos?
Otro chasquido. Los cambios son bruscos e intensos, tonos y colores surgen sin aviso y se asientan con arrogancia. Ahora están en el McDonald’s, luego de los disturbios. Por un instante es como si le revelaran algo a Santino, así de empujada ha sido esta memoria. El cuerpo inconsciente y brutalizado de la cajera constituye el centro, pero es en lo adyacente donde para: parejas atacándose con el café del desayuno o con patas de las sillas que no imagina cómo arrancaron; una enfermera estrellándose el cráneo contra el piso, otra enfermera mirándola mientras ruge y la alienta a seguir. La perspectiva es un poco menos precipitada que la de Pereyra.
—Ahora estamos en Maximiliano Cortés, 22 años. —Cuidadora ni siquiera finge haber oído la pregunta—. Reparte para un puesto de diario a una cuadra de acá, y ha desarrollado un tic de casi guiñar un ojo cuando trata de entender lo que dice el dueño del puesto, un polaco de nombre Beto cuya lengua parece estar siempre pegada al paladar. En este momento, cuando estalló, lo invadió la incesante curiosidad de saber qué pasaría si golpea con su pie la escalera por la que baja, usando toda su fuerza.
—¿Cuando estalló qué cosa? —Como la anciana insiste en ignorarlo—: ¿Esto…? ¿Esto es ahora? ¿Esto está pasando ahora?
—Ahora. Pero ya lo sospechabas.
—Tenía una… sensación. —El ardor se desparrama por su espalda.
Empequeñecido por la altura de los ociosos ojos del tal Cortés, el policía atrapa su espalda en un recodo del frente del local, en una posición agresiva y con los brazos extendidos más allá de su visión. Un tercer chasquido los trae al escenario, e instantáneamente sus brazos uniformados apuntan una pistola, familiar. El fulgor de un disparo corona el cañón, y la trayectoria es inconfundible: pasa al ras del chico de la campera deportiva, quien corre aún, y penetra entre el costado y la espalda de Santino.
—No —gime—. Esto… esto es mentira, esto es…
El pitido crece. Los engranajes rugen como un trueno en su cabeza, y Santino está de regreso en la habitación circular, vomitando sobre las losas.
—Acá estás. —Cuidadora golpetea el suelo con su bastón, con énfasis—. En este predicamento.
—Eso… eso no es real. Cómo… ¿Cómo puede ser real? No puede estar pasando. Yo… —Las arcadas arremeten. El fuego ya no se limita a su zona original, sino que araña y muerde sus pulmones y su cuello, y la frágil templanza a la que venía aferrándose—. Yo estoy acá, no puedo estar ahí también.
—Pero lo estás. Allá y acá, y también a punto de matar. El Sobremundo nunca para, como tampoco para el mundo real. Pero no estamos en un espejo, no somos un reflejo. Esto es una superficie distinta, ligada a independiente, con sus propias leyes y consecuencias.
—¡Callate, callate, callate la boca un segundo! ¡Callate la boca con ese diálogo de mierda! ¡No ves que yo… no ves que yo voy a morir! ¡¿No ves que me dispararon?!
Una vez más, Cuidadora estudia un espacio preciso en el cuarto, demorándose.
—La primera pregunta es, irónicamente, la menos importante —dice—. Pero irónicamente es la única por la que podíamos empezar. Acá estás. Atrapado en el Sobremundo, una víctima más de circunstancias más allá de tu control, empujando sin desearlo la puerta que nadie quiere abrir.
—¡Callate, callate! ¡Ni siquiera sé cómo llegué acá! ¡Vos lo sabés y no me querés decir!
—Qué vivacidad para un moribundo.
—¿Qué?
—El Sobremundo, mi niño. —Cuidadora se inclina frente a él—. Un Reino de la mente. Del corazón. La segunda pregunta: ¿Estás muerto?
—¿Qué querés…?
Santino, a punto de estallar, piensa: “No”. Y dice:
—No.
—Exacto —sonríe—. No lo estás. La muerte apenas está tocando tu cuerpo. Y por un cruce fortuito te hallás en una posición precaria, pero poderosa. Podés hacer algo al respecto, gracias a mí. O seguirías allí devorado por el torbellino de tu angustia. Sin embargo el tiempo apremia. Mantené al mínimo tu propensión al drama, y al máximo tu intuición y agilidad mental. Porque la solución no es fácil. Para nada fácil.
Santino quiere creerle. Empuja el ardor y el pitido, y los engranajes sordos, y se incorpora a duras penas. Cada gramo de voluntad es una tortura. Quiere creerle a la señora, pero teme. Teme que sea todo una ilusión. Se refriega el vómito de los labios, y frena una última arcada.
—No estoy muerto —dice.
—Aún.
—Y este es un reino de la mente.
—Aún.
—¿O sea que puedo concentrarme en no morir y ya está? ¿Así?
—Ojalá fuera tan fácil.
—Bueno… ¿Qué tengo que hacer?
—La tercera pregunta, mi niño. —Un golpe del bastón reabre el escenario original en el suelo: el policía y él, casi empatados en una competencia de monstruosidad—. ¿Qué querés hacer con él?
—¿Cómo que qué…?
Otro golpe del bastón lo interrumpe.
—No tenés tiempo para ser eco de mis preguntas, niño. ¿Qué querés hacer con él?
Contemplar la escena es una erupción de sentimientos. El tacto de Adela cosquillea tenue en su mano. La calidez. La sangre brotando de su cuello, empapando el pasto. Sus rodillas levantando polvo al derribarse. “Adela, ¿vos me querés?”.
—No puedo decir que nada de esto es falso, ¿no? Incluso si estoy en mi propia mente. Conocí… Una persona me ayudó. Y desapareció cuando escapábamos de… quiero decir “monstruo” pero empiezo a pensar que estoy abusando de la palabra. ¿Qué era eso? Su rostro… Un rostro negro, enteramente negro, una sombra…
—Un Acechador. —Su voz hiela—. Una criatura que vive entre los Reinos y se alimenta del Vacío y de otros elementos.
—¿Reinos? ¿Vacío?
—No me respondiste aún.
—Ella… Esta persona me ayudó. Adela. Me salvó. Y cuando escapamos no volví a verla. Y entonces encontré… La encontré a ella, no sé cómo explicarlo. A ella de niña. Y recordé algo, o creo haber recordado algo, o siento que estoy por recordar algo fuerte. Ella quería tener el pelo como Miranda, ¿sabe? Miranda era la novia de su hermano, y su hermano… Su hermano era una basura. Y ella… Yo la tomé de la mano y corrí y ese hijo de puta la mató. Le voló la cabeza. La mató. —Cuidadora no le quita la atención de encima. “Esta es la pregunta importante”—. Quiero matarlo. Quiero hacerlo mierda. Quiero que sufra.
—Interesante.
—¿Esperabas otra respuesta?
—Esperaba que me fueras sincero, y es raro que lo sean.
—¿Y ahora?
—Ahora, emprendés un viaje. Se te ha preparado un camino.
—¿Un camino? ¿Por quién? Hablaste de que algo estalló. Sabés mucho más de lo que me estás diciendo.
—Aún.
—¿Y debo confiar en una persona que no me dice todo lo que sabe?
—Cuando podría no haberte dicho nada.
—¿Y por qué me estás diciendo todo esto, para empezar? ¿Por qué evitaste que matara a ese hijo de puta?
La anciana sonríe. Aferra el puño del bastón con ambas manos.
—Porque hay cosas que deben hacerse con pleno conocimiento y responsabilidad. Quitar una vida no es un asunto menor. Eso es amor, Santino: asumir la gravedad de lo que tus manos quiebran. Pero vamos, andando. Adela aguarda.
—¿Qué…? ¿Adela? ¿Ella está bien?
—No lo sé, pero no lo creo. Ha caído a un Reino complejo.
—¿Dónde?
—Te dije: se te ha preparado un camino.
Santino sigue sus ojos. Allí, en su mano derecha, el picaporte. La X resalta incluso en la penumbra del lugar.
—Adela me dijo que un chico le dio esto —dice—. Y había un chico en el McDonald’s. ¿Una aparición? No sé. Me parece que lo era y que también era real. En la calle, lo vi… Antes de que todos enloquecieran, y cuando enloquecían. ¿Quién era?
La mirada de Cuidadora, impertérrita, responde lo suficiente.
—Está bien —cede Santino—. Adela importa ahora.
—Antes de que te vayas… —A un chasquido de sus dedos, algo se materializa sobre el hombro de Santino. Una figura pequeña se extiende girando desde su centro: un muñeco con una cabeza de tamaño ligeramente desproporcionado, como una máscara de madera negra entre cuadrada y rectangular en la que han garabateado un ceño iracundo. Del largo de su mano, la figura cae sentada—. Una de mis hijas te va a acompañar. Va a serte útil, y vital me atrevería a decir. Arisca se llama.
—Arisca.
—No es un nombre enteramente suyo, pero le sirve. Y ahora…
Igual que la última vez, Santino duda de que funcione. No sabe qué saldrá. Pero la puerta se dibuja en el aire con parsimonia. Una puerta con un Papa Noel y el número 2-4.
—Vamos, idiota —dice la figura, Arisca.
“Claro que le sirve el nombre” piensa Santino.
—¿Qué hay del otro lado?
—Adela cayó al Reino de uno de mis hermanos. Mi hija te explicará, así que no perdamos el tiempo. Porque tiempo es lo único que tenés, Santino, y no mucho.
Sin haber soltado el picaporte, lo gira.
—Aún no me dijiste por qué me estás ayudando.
La puerta se abre limpiamente. Solo hay oscuridad más allá.
—Adela está atrapada, como lo estuviste vos.
La oscuridad es inmensa y devastadora. No es alguna versión surreal de la noche. Es una oscuridad repleta de carencias y cosas rotas.
—Esto es el Vacío que decías, ¿no?
Es Arisca quien le contesta:
—¡Adelante, idiota!
Santino toma aire, aprieta los puños. “¿En qué terminé metido?” piensa. El miedo lo recorre. Cruza, y la puerta desaparece tras él.
—Es asombroso cómo una persona puede reafirmarse por amor —dice Cuidadora—. Cómo es capaz de hacer a un lado preguntas que deberían serle fundamentales. Cómo es capaz, incluso, de los actos más crueles.
Cuidadora se voltea despacio, ayudándose con el bastón. Hay algo de jugarreta en su cara de infante que se divierte con una malicia secreta que ningún adulto podría entender. El niño no se ha apartado un solo centímetro en todo este tiempo. No parece que se haya movido en absoluto.
—Podrías despertarlos —sigue—, y ahorrarles todo esto. Los podrías devolver y parar todo ahí afuera, devolverles la cordura a esas personas. Podrías, si no, mostrarte ante él, y auxiliarlo en lo que le preparaste. No obstante, no. Te mantuviste invisible y secreto, un vigilante. ¿Qué planeás?
El niño esconde la mirada, apenado.
—Tienen que recordar, decís. Es necesario. Pero, ¿para quién? ¿Para él? ¿Para los otros? ¿O para vos? Veo por tu expresión que no sabés qué responder. No te sientas mal.
El niño estruja los flecos de su remera, y sus labios palidecen de la tensión.
—Voy a respetar nuestro contrato. Al fin y al cabo, ellos no me importan. Pero siento tu sufrimiento. Por lo que ellos podrían encontrar, y por lo que podrían recordar. Por lo que podrían llegar a sentir por vos, y todo lo que les arrebataste. No sufras, mi niño. Pensá en lo que dijo sobre Adela y su pelo, y su hermano. Lo que ella hacía y buscaba por amor. Uno ama como puede. Uno ama como puede, mi niño, a pesar de lo que les cueste a los demás.
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