Trance - 3
Más allá de la puerta sólo había oscuridad, una oscuridad hecha de roturas y ausencias. De eso está seguro. Pero el piso bajo sus pies es sólido, de carpeta, y esa cama que está allá es su cama, y esa ventana empañada con la persiana a medio levantar es su ventana. Los libros, amontonados a un lado, casi envueltos en pilas de fotocopias. No hay duda de que esta es su pieza.
Arisca salta de su hombro y deja pasear la mirada.
—¿Qué es esto? —pregunta Santino.
—Esa pregunta es mía, idiota.
—Es mi habitación, mi casa…
—Entonces, ¿por qué preguntás?
—¿Es este el camino que se me preparó?
—Esto es un Descanso. Un sitio para confortar la mente y el corazón. Para sanar y prepararse.
—¿Armaron esto para mí?
—No. Esto lo armaste vos.
—¿Yo?
Arisca trepa su cama. No tiene dedos o apéndices similares. Sus extremidades terminan lisas, redondas. Por donde la vea le hace pensar en muñecos o efigies de madera talladas por una tribu antigua.
—El Sobremundo, idiota, es un sitio vivo. Tiene su pulso y voluntad, y ambas cosas responden a vos. Si te preparó un Descanso es porque lo necesitás.
—No lo necesito. Yo puedo seguir.
—No seas idiota, idiota.
—¿Podés dejar de decirme así?
—Mi madre me hizo para amar y decir las cosas como son. Y cuando veo un idiota lo señalo. El Sobremundo te está diciendo que descanses. Está cuidándote. Y vos sos demasiado idiota para hacerle caso.
Santino se acerca a la ventana. El departamento que alquila con Leandro está en el segundo piso de un complejo con pocos años. Su pieza apunta a una calle de un solo sentido, de colores helados: grises, blancos, verdes pálidos. Le parece haber vivido este momento, haber visto este paisaje.
—¿Esto es un recuerdo?
—La fabricación de un recuerdo. El Sobremundo trabaja con lo que conocés, detalles más, detalles menos. Los Descansos están hechos de instantes de paz y sosiego, partes de tu vida sin angustia, sin estrés.
En la mañana de la que el Sobremundo ha fabricado este sitio Santino no tenía nada que hacer, ni a dónde ir. Nadie con quien reunirse. Ningún texto con el que ponerse al día, ningún parcial para el que prepararse. Había despertado por unos perros que peleaban, había presenciado la pelea todavía soñoliento y, una vez vuelto a la cama, no hizo más que observar al techo con el cuerpo estirado y los pies colgando. La sensación que recuerda de entonces es una versión diluida de la actual, como si no fuera la verdadera, como si aquel fuera la memoria disminuida por el tiempo y esta, la realidad.
—Siento una tranquilidad como nunca —admite—. Debería estar enojado con vos, pero no lo estoy. No lo siento. Siento… —Las piernas le tiemblan. La tranquilidad es abrumadora, impregna sus sentidos. Sus pensamientos se expanden—. Siento que voy a llorar, siento que quiero llorar.
—La paz es vulnerabilidad, idiota. El Descanso conforta la mente y el corazón.
Santino cae. Su cuerpo pesa agradablemente. Es como si dejara ir todo a todos lados, pues cualquier dirección es la correcta.
—Siento que quiero llorar —repite, apoyado contra la pared—. Siento un cansancio feliz, siento que no puede venir nada malo ni nada urgente, y que puedo largar todo lo malo que tengo dentro. Pero… no es ira, no es odio. No es miedo. Es el cansancio mismo. Este cansancio feliz, este peso que me tiró al piso, como si me hubiera estado arrastrando hacia delante y ahora puedo parar, parar por un segundo. Puedo tomarme una pausa antes de volver a ser arrastrado. Puedo soltarlo todo. Y quiero. Quiero soltarlo todo.
Las lágrimas caen por sus mejillas, sin que le duelan. No ansia gritar o berrear, ni clamar contra el dios o el diablo que lo puso en esta cadena de situaciones de mierda, insufribles, imposibles, fatales.
—Esta mañana estaba desesperado por aprobar un final, le tenía pánico.
—Todavía es la mañana, idiota. —Arisca se ha acomodado en una esquina de la cama, estirando sus piernas como un peluche.
—Es verdad —ríe—. No pasó mucho tiempo, ¿no? Minutos tal vez. Cuando todos… Cuando todos empezaron a matarse entre sí, yo ni podía reaccionar. No podía pensar. —¿Cuánto está llorando? ¿Cuál es el grosor de sus lágrimas? ¿De hace cuánto vienen?—. Había un nene. En la puerta del McDonald’s. Un nene con un juguete, y su mamá… su abuela, creo, pedía plata. Mendigaba. Y el nene parecía un perro. Cuando todos se pusieron locos, digo. Empezó a morder su juguete, y recuerdo que parecía un perro. Un perro disfrazado. Me dio miedo. No podía pensar, pero podía sentir. La mente y el corazón. Sí, la mente y el corazón.
Por un momento se pregunta si Arisca intervendrá, si sentirá curiosidad por lo que él esté queriendo decir. Pero el ceño de la figura no ha cambiado, sigue esa expresión iracunda. “Mi madre” había dicho. “Amar y decir las cosas como son”. Tiene la impresión de que hay más. Bueno, ninguna impresión. Definitivamente habrá más. Tras lo que ellas sean.
—¿Habría visto al policía si no me hubiera detenido tanto en ese nene? ¿Si no hubiera sentido ese miedo? ¿Y por qué sentí miedo? ¿Por qué no enloquecí como las demás personas?
Una bocina estruendosa se abre paso por la calle. Una de las fotocopias es de Benveniste. Las letras mantienen esa cualidad borrosa de los libros mal escaneados de la facultad, pero ondulan. Una fabricación. ¿Será completamente fiel este sitio al instante real?
La puerta de la pieza está cerrada.
—Si abro esa puerta, ¿a dónde iré? ¿Va a llevarme de vuelta con Cuidadora? ¿O va a estar el resto de la casa, construido desde mi cabeza?
—Abrí la puerta. Fijate.
—¿No pueden darme una respuesta? Tu.. mamá, igual. En vez de una respuesta, un párrafo de ideas y apreciaciones y metáforas. El Sobremundo esto, el Sobremundo lo otro. Pero no dicen nada claro ustedes.
—El Sobremundo no es un sitio claro.
—¿…Eso fue un chiste?
Arisca permanece quieta.
—No importa —concluye él, sonriendo. El Descanso merece su nombre. A pesar de esta liberación arrolladora pero vigorizante, de cansancio y desesperación, puede sonreír —. Contame de este lugar al que vamos. Este Reino. De paso podés contarme qué es un Reino. Adela lo había mencionado, pero no estaba exactamente en una posición cómoda para explicarme.
Arisca se toma unos segundos en los que Santino siente que lo observa, a pesar de que la vaga precisión anatómica de sus facciones carezca de cualquier indicio tradicional de vida. Es una sensación incómoda. ¿Estará formándose opiniones sobre él? ¿Pensará como él? Entonces ella rompe el silencio.
Buenos Aires, Argentina. 2011.
Ella puede tener todos los nueve años del mundo, pero sabe lo que ve. Papá le diría que no, pero esto no es algo que le contaría. Sería peligroso. Papá es peligroso a veces. No le ha hecho nada, nunca la ha lastimado, pero a veces mirarlo a papá es como mirar a un perro que está esperando que se le rompa la correa.
Igual es muy raro poder mirar todo esto tan claramente a través del agujero de una puerta. Es como si estuviera viendo una película empequeñecida, pero de la que no se pierde nada. Ahí está su hermano, remera y bermuda, jugando con un cuchillo que no es ninguno de los de casa. Es más grande. La luz de la ventana casi le hace rubios los rulos, y cuando le habla a Miranda su sonrisa le da miedo. Es tan grande como ese cuchillo. Su hermano también da miedo a veces, y más cuando ella lo acompaña.
—Así que te dijo que sos una puta —dice su hermano. Ella no logra recordar a quién se refiere.
—Gustavo —le susurra una voz desconocida pero familiar.
Miranda está dando vueltas por la cama.
—Y dijo que vos debés estar re sidoso por andar conmigo —dice.
No sabe qué es sidoso. Suena grave. ¿Puede ser que la haya oído en la escuela?
Su hermano caminaba. Jugaba a apuñalar el aire. Ahora se detiene y la ve a Miranda jugando como una nena. La palabra sidoso suena muy grave, pero no está molesta. A diferencia de él, de repente tieso con el cuchillo como un dedo más, chato y temible. Ella sigue dando vueltas por la cama y cada tanto patalea.
—¿Y vos qué le dijiste?
Miranda se incorpora como un resorte. Tiene la nariz tapada por algodones ensangrentados, y rastros de sangre seca alrededor de los labios.
—Le dije que tendría que preocuparse más por su vieja, con la cantidad de leche que traga. No se rió. Gustavo no tiene sentido del humor.
Tenía razón la voz.
—Es un boludo —replica su hermano, furioso—. Lo voy a matar. Mirá lo que te hizo. ¡Mirá lo que te hizo!
—Es un gordo boludo —ríe Miranda. Contrastando con las paredes de la pieza, su pelo es un verde sucio. ¿De qué color son las paredes?
—Son blancas —comenta la voz. Es como la suya, piensa ella. Un poco más grave. Suena como la de su mamá, aunque más fina. También le parece ansiosa. Esa palabra la conoce por mamá. “Mamá está un poco ansiosa, estoy bien” le dice muchas veces.
—Mamá siempre estaba ansiosa —confirma la voz.
Si la niña volteara apenas unos centímetros vería que la voz es una mujer, una mujer con el pelo de Miranda, con el pelo verde como el pelo de Miranda, que viste jean y pantalones negros, y se encorva hacia su oído. La sorprendería el color, y además el parecido entre ambas, pero no encontrarla allí. Las dos tienen que estar allí, espiando a través de la cerradura de la puerta como aquella vez, exactamente como aquella vez. Pero, ¿cuál fue aquella vez?
—Lo voy a matar —repite su hermano, ahora junto a su novia.
—¿Por mí? —le pregunta Miranda. Apoya una mano en su pierna y le sonríe.
—Obvio que por vos. Te amo. Te amo.
La felicidad de su hermano al pronunciar esas palabras la asusta. Parece demasiado ido en ellas, demasiado perdido. Tiene los ojos iguales a los de mamá cuando le dice que está ansiosa: ojos que están abiertos pero no miran nada. ¿Será así amar? ¿Eso es lo que pasa cuando se ama a alguien? No lo cree, a pesar de sus dudas. Ama a su familia, pero no recuerda haberlo dicho. ¿Sabrán ellos que los ama?
—Nunca se los dijiste. ¿Cómo lo van a saber?
La voz se le mete en la cabeza. La lastima.
—Hay muchas cosas que no les dijiste. Esta es una. Que los amás. Esta es una. Lo que Ramiro va a hacer. Lo que hizo. No se lo dijiste a nadie. Pero sabías. Vos sabías.
Su hermano y Miranda acercan sus bocas en lo que ella predice que será un beso, pero cuando los dos se tocan es como si quisieran comerse después de mucha hambre. Se aferran las caras y los cuellos, y el cuchillo cae. Ahora están sacándose la ropa, despacio. La remera de él, la campera ligera de Miranda. Los pantalones de Miranda, los pantalones de su hermano. La oscuridad aprieta alrededor de ellos, pero la luz mugrienta los enmarca y los sostiene. La niña está asustada. Puede tener todos los nueve años del mundo, pero sabe que no debería ver lo que ve, y que debería cerrar los ojos o ponerlos sobre otra cosa, algo que no se sienta como romper un secreto o como agacharse debajo de la cama, en medio de la noche, para descubrir la cara al monstruo. Si se volteara apenas, hallaría la sonrisa de aquella chica que es como ella pero más alta, estirada, una sonrisa perversa y complacida bajo una mirada negra, inhumana. Si se volteara apenas.
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