Yatareni - Volumen 1 - 18
En la semana, como de costumbre, me encontraba trabajando en la oficina del arqui.
Él por su parte, se encontraba en su escritorio, también estaba concentrado en la tarea de revisar algunos documentos correspondientes a los permisos de la obra y otras cosas.
Así que nos tomó por sorpresa su llegada.
La hija del arquitecto abrió la puerta de golpe, nada más pasar anunció de manera intempestiva, siendo la primera vez que la veía actuar así:
─Tengo hambre.
Siempre es tímida, y cuando la veo impulsiva por primera vez, es por algo tan banal.
─¿Y crees que esto es una cocina o qué? ─respondió su padre, quien, sin siquiera mirarla, seguía leyendo los documentos.
Yo solo me limité a oírlos, aunque seguía metido en mi computadora. Como tiene la costumbre de no saludarme, yo tampoco la saludé.
─No hay nada de comer en la casa y tengo hambre ─insistió la chica.
─Ya te escuché la primera vez ─respondió su padre─. ¿Por qué no vas a la tienda y te compras tus botanas como siempre lo haces?
─Quiero comida de verdad.
─Aprende a cocinar.
─¿Quieres, por favor, dejar de lado tu machismo y alimentarme?
Escuchar discutir a estos dos me hace el día.
Esta vez, el papá de Mayra dejó sus documentos a un lado y miró el reloj que colgaba de una de las paredes de la oficina. Eran ya las dos de la tarde.
Y entonces, dirigiendo su mirada hacia mí, me preguntó:
─¿Tú también tienes hambre?
El arqui nos invitó a Mayra y a mí a almorzar en la fonda de la mamá de Gibrán.
No sé si es la única fonda en Yatareni, pero sí es la más grande, y la que más vende.
Me sentí un poco emocionado. Al inicio no sabía por qué, no sabía si fue por el aroma delicioso que percibí el día que visitamos a Gibrán. Ese día el aroma me estaba invitando a entrar, y en esta ocasión estaba repitiéndose.
O era por la arquitectura regional del lugar, que me hacía sentir muy agradable.
O quizá solo tenía hambre.
Pero finalmente entramos.
Una puerta de hierro forjado, con unos diseños que se repetían en las rejas del mismo material que cubrían las ventanas, nos dio paso a la fonda.
El local opacaba por mucho a la casa en sí. Era mucho más grande que la casa de Gibrán, contando el patio.
Un gran espacio decorado y diseñado arquitectónicamente de tal manera que pareciera una verdadera cocina tradicional mexicana, con sus muros recubiertos de azulejo y talavera, suelo de madera de caoba color oscuro, paredes gruesas recubiertas de cal blanca y de otros coloridos tonos, de los que predominaba el rosa mexicano, y techos de lámina sostenidos por vigas de madera.
No sabría si estaban ahí por adorno o porque realmente se usaban, pero, por todas las paredes, colgaban varias ollas de barros de distintos tamaños, también algunos cucharones de madera, comales de distintos diámetros, jarros, platos y demás utensilios de cocina hechos también de barro, algunos decorados artesanalmente a tal grado que no parecían creados específicamente para usarse en una cocina sino para exhibirse en alguna vitrina, porque de verdad parecían obras de arte.
Aunque sí había vitrinas, solo que estas guardaban jarros de vidrio, vasos, licoreras y otros utensilios de cristal. Todo esto estaba dispuesto cerca de aquella cocina.
Gran parte del espacio era ocupado por alrededor de veinte mesas con ocho sillas cada una, aunque había otras mesas más chicas para cuatro comensales. Las mesas estaban decoradas con manteles artesanales de colores vívidos, que también parecían obras de arte, aunque tan solo sirvieran para cubrir la mesa. Las sillas, también de madera, estaban pintadas de diferentes colores, también de manera artesanal al igual que las mesas.
Y en las paredes del restaurante, alternando con las ventanas, colgaban cuadros, imágenes, pinturas, de paisajes mexicanos, de pueblos como Taxco y Guanajuato, de una mujer moliendo el nixtamal para crear la masa, de un charro a caballo que le entregaba una flor a una mujer indígena muy bella, de la leyenda de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, de una pelea de gallos, de un jaripeo, y demás escenas cotidianas mexicanas.
La fonda era atendida por meseras, todas eran mujeres y todas vestían de tehuanas, que es una vestimenta tradicional de Oaxaca creo recordar.
Una de ellas fue la que nos abrió la puerta dándonos la bienvenida.
Creo que subestimé a Gibrán. Cuando mencionó lo de la fonda de su madre pensé que no sería la gran cosa, porque esa fue la impresión que tuve cuando la vi desde fuera el día que visitamos a Gibrán, pero esto es algo impresionante, se trata de una fonda muy grande.
Por lo que supe después, parece ser que esta fonda goza de un cierto éxito en Yatareni, por eso tienen varios empleados, desde las meseras, las cocineras, la gente de limpieza, que sólo limpia cuando el negocio está cerrado, y demás empleados que no vi.
También me enteré posteriormente que, también surten banquetes especiales a eventos como bodas, XV años y demás fiestas. Creo que aquel día precisamente tenían una entrega para 150 comensales en una fiesta que se iba a celebrar en otro pueblo cercano, de manera que había muchas cocineras trabajando en el sótano, donde habían instalado recientemente una nueva cocina porque, como el negocio seguía creciendo, necesitaban darse abasto.
Y fue por esa razón que desalojaron a la Sociedad de aquel sótano, y terminaron en el escondite de Mayra.
Otra de las tehuanas nos invitó a pasar a una mesa para cuatro personas y nos saludó de una manera muy amable mientras nos pedía lo que ordenaríamos al tiempo que nos daba unas cartas con el menú.
Hasta las cartas parecían lienzos tradicionales de lo decoradas que estaban.
Era en verdad agradable estar ahí, percibiendo ya desde ese momento el aroma de todos los alimentos que estaban preparando. Toda la comida era preparada en la cocina situada al fondo. Las cocineras también vestían con ropa tradicional, solo que más sencilla que el de las tehuanas. Casi todas ya eran de edad avanzada. Preparaban la comida por medios tradicionales. Picaban el chile y los condimentos en un molcajete, hacían las tortillas, aplanándolas con la mano y poniéndolas en los comales. Tenían además varios hornos y fogones donde cocinaban la comida.
No dependían casi nada de los aparatos eléctricos, nada de hornos de microondas, ni de licuadoras, aunque había algunas excepciones como, por ejemplo, un refrigerador, que siempre es necesario.
Y todo eso hizo que no me percatara en un inicio de la identidad de la tehuana que nos llevó hasta nuestra mesa.
Ella sí nos reconoció, pero no dijo nada esperando que nosotros la reconociéramos.
Solo hasta que tomamos nuestro lugar, la identificamos.
Era Guadalupe.
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